La inocencia del Sr. Borrell

La inocencia del Sr. Borrell
por Lorenzo Peña y Gonzalo
jueves 2017-12-28
(festividad de los santos inocentes)


En el diario digital República de hace exactamente un mes (martes 28 de noviembre) viene publicado un artículo de opinión del exministro de Su Majestad D. Josep Borrell: «El retorno de la leyenda negra».

Es el Sr. Borrell uno de los pocos políticos del sistema que merece mi respeto. En mi opinión destaca mucho por sus cualidades políticas e intelectuales y es de aquellos a quienes podríamos considerar progresistas (un grupo tan escasamente abundante que me pregunto si es unimembre).

El Sr. Borrell ha tenido unas tomas de posición muy loables en el asunto de la secesión catalana. Sobre todo, ha ofrecido buenos y sólidos argumentos. No los escucharán ni los examinarán los obcecados y ofuscados; pero sus razonamientos poseen un gran valor.

Ahora bien, en su encomiable anhelo por contrarrestar la campaña antiespañola de una prensa imperialista transpirenaica que sólo refleja las actitudes condescendientes y de supremacía norteña, que siempre han desdeñado a los del sur mediterráneo (y aún más a los semiafricanos de Hispania), el Sr. Borrell se ve empujado a llevarles la contraria trazando una imagen idílica de la democracia española.

Parece que, o bien nuestra democracia (o presuntamente tal) es un irreprochable dechado de virtudes, o, si no, está justificada la secesión.

Con sobrada razón dice el Sr. Borrell:


La prensa, la anglosajona en particular, parece regodearse en un revival de la leyenda negra de la España inquisitorial sobre la que se proyecta la sombra del régimen franquista, como si les divirtiera creer que en realidad nunca desapareció.

Frente a esa grotesca difamación de la España actual (que, con sus muchísimos y graves defectos, no es la del franquismo), el Sr. Borrell aporta los siguientes datos:


Según el Informe Freedom in the World de Freedon House, España obtiene en el 2016 una puntuación de 94/100, 6 por debajo de los países nórdicos, 1 por debajo de Alemania o Bélgica pero 4 más que Francia, 6 más que EE.UU. ... y 56 más que Turquía. Según el Democracy Index de la Intelligency Unit de The Economist, estamos en el 8,3/10, por debajo de Alemania (8,63) pero al mismo nivel que el Reino Unido (8,36) y por encima de Francia (7,92) y Bélgica (7,97). Turquía, la comparación favorita de Puigdemont, está en el 5. El Banco Mundial elabora un World Governance Index con 6 medidas de la calidad del gobierno, y España está en el quintil más alto en cuatro de ellos, y en otros dos, control de la corrupción y estabilidad política, en el cuarto. En la dimensión «Imperio de la Ley», la falta de respeto a la Rule of Law que tanto preocupa a nuestros críticos anglosajones, estamos en el percentil 81, en la media de la OCDE y solo 18 países en el mundo puntúan más que nosotros.

Lamentablemente toda esa contabilidad es absurda y no merece credibilidad alguna. Sobre todo es de rechazar que las evaluaciones se hagan por agencias privadas con criterios que la gente normal y corriente no conoce --o, de conocerlos, no tiene instrumentos conceptuales para estimarlos y aquilatarlos.

La mayoría de nosotros, simples mortales, nada sabemos del Freedon House, cuya existencia ignorábamos hasta leer el artículo de Borrell. También nos es desconocido el Intelligency Unit del Economist. Yo, personalmente, reputo carente de fiabilidad alguna lo que venga del Economist, una publicación de ricos para ricos, cuyas líneas editoriales son las del neoliberalismo más inmisericorde y hostil al Estado del bienestar. Finalmente cuanto venga del Banco Mundial me merece una actitud como la duda hiperbólica de Descartes: esforzarme por pensar justamente lo contrario de lo que diga esa institución, que tantísimo daño ha hecho en el mundo y a cuya nefasta intervención se deben tanta miseria, tantas privaciones, tantos sufrimientos.

En resumen, de esas mediciones no me fío absolutamente nada. Es más, veo muy peligroso que las evaluaciones que circulen sean producidas por las agencias de calificación, autoproclamadas, las cuales justamente no han sido evaluadas, escapan al escrutinio de la opinión pública, elaboran sus informes en la sombra, con sus relatores y sus baremos alambicados.

Pienso que ese fenómeno de evaluación por presuntos expertos es similar a lo que sucede en otros ámbitos, como la vida académica, donde las oposiciones --con pruebas públicas de comparación entre los méritos de los candidatos-- han venido suplantadas por dictámenes opacos de agencias de acreditación y calificación, igual que para obtener promociones ahora se procede a evaluaciones sin publicidad, igual que los artículos de revistas ya no son discutidos por consejos de redacción, sino sometidos al parecer reservado de unos relatores que emiten sus sentencias sin debate contradictorio.

A menudo tales agencias de calificación difunden sus criterios --frecuentemente mecánicos, casi pueriles en su afán de simplificar y poder atribuir cantidades escalares, en una escala unidimensional. Pero lo que no se difunde es cómo se aplican en lo concreto.

Yendo más lejos, desconfío yo profundamente de todas las valoraciones escalares. Admito, desde luego, la evaluación del PIB (producto interno bruto) --sin que se me oculten sus defectos y sus problemas (al fin y al cabo, sin tener pericia en la materia, sí tuve que estudiar la asignatura de economía). Pero ya otros índices --como el de desarrollo humano, el índice PISA etc-- me parecen tan sumamente cuestionables, tan simplificadores, tan deliberadamente desconocedores de multitud de aspectos y factores, tan amontonadores de situaciones cualitativamente muy desiguales, que, en suma, sólo les otorgo una limitadísima fiabilidad para casos extremos. (P.ej., sin duda el IDH es válido para comparar a Camboya o el Níger con Italia, a Tanzania con Suiza, pero no vale nada para comparar al Imperio Japonés con la R.F. de Alemania.)

¿Estamos entonces condenados a no poder comparar la satisfactoriedad de los sistemas políticos de unos países con la de otros? ¡No! Disponemos de los criterios que están al alcance del vulgo. Podemos, p.ej., comparar los sistemas políticos de España y de Francia. Pero el resultado no será escalar, sino vectorial. En unas cosas es mejor el de allende los Pirineos, en otras es peor. En unas cosas hay más libertad allá, en otras acá. En unas cosas el rótulo de «democrático» es más aplicable a la República Francesa, en otras menos (p.ej. el conseil constitutionnel francés está peor pergeñado como defensor de los derechos fundamentales que el español --pues no en vano el constituyente hispano de 1978 se inspiró en el Tribunal de Garantías constitucionales de la República de 1931).

De todos modos, un estudio comparativo hecho con hondura y detenimiento requeriría una dedicación de esfuerzo que iría mucho más allá de estas banalidades --sin por ello caer en la abstrusa baremación de las agencias de calificación, que escapa al control de individuos como lo son, seguramente, el autor y lectores de esta bitácora.

No necesitamos tener una democracia primorosa para que resulte perfectamente legítimo impedir una ilegal secesión y aplicar el código penal a delitos de sedición y rebelión. Aun la tan denostada Turquía tiene cabal derecho a defender su integridad territorial frente al irredentismo curdo o a cualquier otro.

Han jugado con fuego las potencias imperialistas que tanto han fomentado los separatismos en países del sur. Veremos qué hace Francia con las aspiraciones independentistas de Córcega.




SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (XII)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
XII.-- El presunto derecho a decidir y la preservación de la integridad territorial
por Lorenzo Peña y Gonzalo
miércoles 2017-12-27


Llega el momento de concluir esta serie de artículos. Voy a hacerlo discutiendo el presunto derecho a decidir, nuevo eslogan de los secesionistas para cobijar y pregonar su irredentismo separatista a través de una locución de apariencia más anodina, inocua y pacífica que la ya tan manida, desgastada y --con sobrados motivos-- desprestigiada del «derecho a la autodeterminación», rótulo que transparentemente vehicula el mensaje de un derecho a la separación política y a la formación de un Estado aparte.

Para quienes lo esgrimen, la ventaja del nuevo sintagma, «derecho a decidir», es que viene a transmitir precisamente ese mismo contenido semántico pero con una diferencia estilística, perdiendo algo de transparencia e inmediatez. De suyo la expresión de «derecho a decidir» suena tan modosa y comedida que resulta una grosería, una prepotencia o un atropello rehusar ese derecho o cuestionarlo. En democracia, ¿no se tiene derecho a decidir? ¿No es la democracia justamente la implementación institucional del derecho a decidir colectivo?

¡No! La democracia, en el sentido banal y vulgar de la palabra --o sea, según tiene como casos paradigmáticos los del Reino Unido, los reinos de Noruega u Holanda, USA, Francia, Alemania etc--, no conlleva ningún derecho a decidir colectivo. Así, aunque las opiniones públicas unánimemente condenaron la guerra de agresión de USA y su coalición contra la República de Mesopotamia en 2003, esa guerra fue decidida por los gobiernos y a veces ratificada por las asambleas legislativas. En esos regímenes que se jactan de ser democráticos, hay un derecho a decidir de los gobiernos y de las asambleas (aunque en las monarquías está supeditado siempre a la sanción del monarca, por mucho que en la práctica ésta se otorgue rutinariamente). La población no tiene ningún derecho a decidir nada (salvo lo que graciosamente se someta a plebiscito; aun la decisión plebiscitaria queda muy a menudo invalidada, diciéndose que el pueblo ha votado mal).

Otro ejemplo es lo que sucedió con la constitución europea, que fue plebiscitariamente rechazada por el pueblo francés y por el pueblo holandés. Desentendiéndose de ese rechazo popular, haciendo oídos sordos, ese mismo texto --con algunos retoques-- acabó aprobándose más tarde por el Tratado de Lisboa. Ya no se volvió a consultar a los pueblos, no fuera que de nuevo resultara rechazado (puesto que el contenido de dicho Tratado era esencialmente igual que el texto previamente condenado por el voto popular en dos importantes países miembros).

¿Tiene el pueblo francés, tiene el pueblo holandés, tienen los otros pueblos de la unión europea un derecho a decidir sobre qué es dicha unión, cómo está constituida y qué normativa fundamental la rige? ¡No! No tienen derecho alguno.

Claro que indirectamente la voluntad popular un poquito puede influir. Si salieran popularmente elegidos partidos que reflejaran y asumieran las preferencias de los electores, al cabo del proceso podría resultar una modificación conforme con los deseos de las muchedumbres. Sólo que, por un lado, lo legislado por el Tratado ya es dificilísimamente reversible. (Ya vemos que la voluntad del pueblo británico de salirse de la unión no conduce derechamente a esa salida, sino que ha de mediar un larguísimo proceso de arduas y ásperas negociaciones, al cabo de las cuales --para dar cumplimiento al mandato de la población inglesa-- los británicos están constreñidos a pagar un elevado rescate, precio de oro de su independencia.)

Por otro lado para que las opciones electorales acabaran traduciéndose en decisiones vinculantes sería menester la concurrencia de muchos factores, en la práctica tan inverosímiles que, a cualquier efecto, han de descartarse (porque, entre otros requisitos, sería menester la convergencia de los electorados de diversos países, con opiniones y sensibilidades sumamente dispares).

Por último, el elector, en realidad, casi nunca puede escoger una candidatura en función de sus preferencias societales o políticas, porque a menudo tales preferencias no son asumidas por la oferta electoral (e.d., por ninguno de los partidos que presentan candidaturas con probabilidades de éxito); cuando un partido ofrece en su programa una decisión conforme con una de las preferencias del elector, agrega muchos otros puntos programáticos que van diametralmente en contra de otras preferencias de ese mismo elector, de resultas de lo cual es perfectamente creíble que ni un solo elector se identifique con la totalidad de un programa electoral y que todos voten por lo que, a juicio de cada cual, sea el mal menor.

Resumiendo en las «democracias» en el sentido usual del vocablo la gente no tiene derecho alguno a decidir sobre asuntos públicos; únicamente tiene derecho a elegir a los decisores. Y éstos tienen derecho a decidir tan sólo aquello que el ordenamiento jurídico-constitucional les encomienda; nada más.

Sólo en Suiza (en opinión de quien esto escribe, el único país del mundo genuinamente democrático) tiene el pueblo un derecho a decidir (y aun en la hermosa Helvecia no totalmente). La clase política de cualquier otro país se opone al modelo helvético por considerarlo imposible e ingobernable. Ingobernable resulta para esa clase política, evidentemente. Mas perfectamente viable sí es. La prueba la ofrece ese pequeño país, que no funciona peor que otros, sino, al revés, mucho mejor, siendo la envidia del mundo entero.

Mas ni siquiera en Suiza existe otro derecho a decidir que el del pueblo suizo como un todo. Ciertamente, en el gobierno interno de cada cantón, el pueblo cantonal tiene un derecho a decidir sobre cuestiones del cantón. Mas ningún cantón tiene derecho a decidir separarse de la Confederación Helvética. El pacto de unión es perpetuo, incluso para los dos cantones que se incorporaron a Suiza en el siglo XIX (tras las guerras napoleónicas): los de Neuchâtel y Ginebra. Un plebiscito de secesión sería ilegal y no tendría lugar.

En realidad ninguna filosofía política puede consentir en la existencia de un derecho a decidir de una parte de la población. Podemos clasificar las filosofías políticas en dos grandes grupos: las naturalistas y las pactistas.

Las filosofías políticas naturalistas no creen que una sociedad constituida en un cuerpo político, un Estado-nación («nación» en el sentido político-jurídico, no cultural), sea una creación de la naturaleza; mas sí consideran que ha resultado naturalmente de una larga concatenación de factores geográficos e históricos, cristalizando en una totalidad o colectividad institucionalizada y estable, plurisecular (a veces, como España, plurimilenaria), en vez de ser el producto de decisión alguna de individuos o incluso de poblaciones enteras en un momento dado.

Entre esas filosofías figuran las de Platón, Aristóteles, Hume, Bentham, Leibniz, Hegel, Giner de los Ríos y el autor de estas líneas.

Los pactistas imaginan un arranque voluntarista de la sociedad (aunque algunos reconocen que se trata de un simple mito); entre ellos se encuentran Grocio, Hobbes, Locke y Rawls. (Un poco podemos asimilar a esta línea el pensamiento de Habermas, con su patriotismo constitucional.)

Está claro que ni los unos ni los otros pueden aceptar ningún derecho a decidir de una parte de la población sobre asuntos que afecten y conciernan a toda la población del país.

Para los naturalistas el Estado-nación, el cuerpo político, es el resultado natural de una conjunción plurisecular de múltiples hechos geográficos e históricos; «natural» en el sentido de no causado por un acto especial deliberado de decisión --lo cual no excluye, evidentemente, que a ese resultado hayan ido contribuyendo causalmente miles, millones de decisiones de individuos y de poblaciones escalonadas a través de los siglos. Esa realidad, el Estado-nación, el cuerpo político instituido, es fruto de muchas generaciones y está fundado en datos geográficos, no siendo dable alterarlo por decisión particular de ningún sector de la población. Es un marco preestablecido en el cual se definen los derechos y las obligaciones de los individuos y de los grupos.

Tampoco una filosofía política pactista podría admitir un derecho a decidir de una parte de la población. Un pacto no sirve de nada si a cada fracción de los pactantes le está permitido romper el pacto, separándose y llevándose, con tal separación, un trozo del territorio común. En ese supuesto, el pacto significa: «Me comprometo a esto y aquello hasta que cambie de opinión».

Lo peor de ese engañoso eslogan del «derecho a decidir» es que tiene una vaga resonancia evocadora de derechos individuales. Claro que eso nunca lo han dicho sus propugnadores, porque los llevaría a postular un derecho a decidir separarse de cada individuo, de cada hogar, cosa que ellos abominan. (Las bases sobre las cuales los separatistas catalanes quisieron erigir su secesionada republiquita implicaban la unidad e indivisibilidad del nuevo presunto Estado.)

No existe ningún derecho a decidir de los individuos más que en el marco de la ley. Hay unas libertades. En el espacio jurídicamente delimitado de esas libertades, cada cual puede tomar sus decisiones. Mas, en general, a nadie es lícito decidir todo lo que quiera, cuando quiera y como quiera.

No ya por mandamiento de la ley y por los preceptos de los poderes públicos, sino incluso en espacios más restringidos. Si Ud pertenece a una comunidad de vecinos que impone unas pautas, y si lo hace en el uso de sus competencias reconocidas por las leyes y los reglamentos vigentes, entonces, por más disconforme que esté Ud, por más absurdas y lesivas que sean tales pautas para sus intereses y deseos, no le queda otro remedio que tragar con ellas. Creo que muchos vivimos situaciones así. Los vecinos de la planta baja no tenemos colectivamente derecho a sustraernos a un acuerdo tomado en Junta por la comunidad de vecinos, por más que nosotros discrepemos. Si se ha decidido instalar un ascensor, a expensas de todos, nosotros, que no vamos a aprovecharnos de él, tenemos que pagar la derrama igual que los demás --unos más beneficiados que otros según la altura de sus respectivas viviendas.

Es más. Imaginemos (por mor de la discusión) que eso del derecho a decidir tiene que ver con los derechos individuales, concretamente con los derechos consagrados en la Constitución española y en el Convenio de Roma del 4 de noviembre de 1950. Pues bien, ese mismo Convenio somete a restricciones el ejercicio de tales derechos; una de las cuales es ésta (art. 10.2):


El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública [...].

Si bien, explícitamente, esa cláusula limitativa afecta sólo al derecho a la libertad de expresión, la limitación de la protección de la seguridad nacional se adjunta sistemáticamente a cada una de las libertades reconocidas y protegidas en el Convenio; y esa seguridad nacional abarca la integridad territorial y la seguridad pública. Sería absurdo, en efecto, que el artículo 10 restringiera más una libertad más inocua, la de expresión, mientras que las de reunión, asociación (art. 11.2), juicio público (art. 6.1) e intimidad individual y familiar (art. 8.1) vinieran restringidas por la exigencia de una seguridad nacional que no comprendiera la integridad territorial.

En suma, la integridad territorial es, para el Convenio, un valor intangible.

Podrá haber países cuya constitución permita conculcar el valor de la integridad territorial. Hasta donde yo sé, el único que lo hace es Etiopía (sobre el papel), bajo un régimen totalitario salido de una brutal sublevación armada con apoyo externo, que hizo de esa promesa su lema insurreccional. En el Canadá, aunque la constitución no reconoce ningún derecho de secesión, comoquiera que el país es un conglomerado artificial de reciente creación, el Tribunal Supremo ha sentenciado que es lícito llevar a cabo plebiscitos de separación en el Quebec y que, de salir el «sí», si bien no se seguiría automáticamente una secesión, sí les sería preceptivo a ambas partes (gobierno federal y provincia de Quebec) negociar con vistas a un acuerdo.

Los secesionistas invocan ese modelo canadiense, sin tomar en consideración cuán inexportable resulta. Erigido por la Corona británica a fines del siglo XIX, el Dominio del Canadá es, en efecto, una mera yuxtaposición de las entonces posesiones inglesas en Norteamérica, tanto las de habla inglesa cuanto las de habla francesa (éstas últimas arrancadas a Francia en el Tratado de París de 1763). Tal agregación carece completamente de raíces; su único fundamento fue la voluntad de la potencia colonial de entonces más la contigüidad geográfica.

Salvo la ya citada de Etiopía, ninguna constitución admite derecho alguno de una parte de la población a romper la integridad territorial del Estado. Explícita o implícitamente todas las demás constituciones del mundo (casi doscientas) instituyen el principio de la unidad e indivisibilidad del país.

Por eso merece un airado rechazo ese eslogan del secesionismo, para hacer pasar su mensaje de partición como un derecho democrático.






SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (XI)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
XI.-- Secesión catalana, esclusas abiertas
por Lorenzo Peña y Gonzalo
viernes 2017-12-15


Con sobrado fundamento se ha criticado, como una falacia, el argumento de la pendiente resbaladiza. ¿En qué consiste ese argumento? En alinear una pluralidad de situaciones a lo largo de una secuencia unidimensional y afirmar que cualquier paso que se dé, adoptando o propiciando una de tales situaciones, conducirá, de un modo u otro, a que se dé el paso siguiente y así sucesivamente.

Normalmente se alinean esas situaciones de menos mala a pésima. Se considera que la barrera para evitar caer en la situación pésima es no dar ni un solo paso en esa secuencia.

El argumento no es del todo inmotivado o arbitrario, aunque sí comporta aspectos ilógicos, como vamos a ver. El motivo en que se basa es que tienden a no mantenerse las situaciones que, por su propia índole, son inestables.

P.ej., en la Roma clásica la mayoría de edad se vinculaba a la única transformación que marca un cierto salto en la vida, que es la pubertad, la cual no es súbita, pero sí un cambio bastante rápido. Sin fijar una edad exacta, los varones romanos ingresaban en la categoría de adultos en torno a los 16 años (podían ser los 15), abandonando su atuendo infantil para vestirse con la toga viril y ejercer sus derechos y deberes de ciudadano adulto.

En siglos más recientes, la mayoría de edad se fijó a los 21 años. ¿Por qué 21 y no 22 ó 20? Fue arbitrario. (En España las mujeres, salvo que se casaran, no adquirían la plena mayoría hasta los 23.) Luego, por presión de una moda que no se justificó, se bajó abruptamente a los 18. De nuevo ese límite es arbitrario. Somos muchos o algunos los que defendemos que, de haber una edad generalmente fijada, debería ser la de los 16, como en la Roma clásica.

Es curioso que el reemplazo de los 21 por los 18 se hiciera tan aceleradamente y sin mediar apenas público debate. Es uno de los pocos casos en los que no se ha invocado el argumento de la pendiente resbaladiza. Nadie quiso pasar por carca oponiéndose. Sin embargo, es un ejemplo típico en el cual el argumento habría sido perfectamente pertinente. Lo es porque las edades están, de suyo, ubicadas en una secuencia lineal natural, no artificialmente forjada ni inventada para efectos de la discusión: 26 años, 25, 24, 23, ..., 16, 15, 14, .... Luego alguien hubiera podido alegar que ese tope de 21 años estaba consagrado por una larga tradición y socialmente asumido; sin que nadie hubiera justificado que el decimoctavo cumpleaños significaba un salto en la vida, saltar de golpe a los 18 era dar un paso al cual podría seguir otro de bajar a 17, luego a 16 y, ¿por qué no?, a 15, a 14, a 13, a 12. Cualquiera de las últimas opciones se juzgaría horrible, catastrófica (estoy esperando las explicaciones de por qué y en qué).

No obstante, como en tantas cosas humanas lo que decide es la moda más que la razón, se abrazó por consenso ese límite de los 18; a los que proponemos bajar a 16 se nos dice que los jóvenes de esa edad son niños, son inmaduros. Si de madurez se trata, pienso que muchos de 26 y aun de 36 siguen siendo inmaduros, manteniendo una mentalidad de adolescentes. (Un ejemplo: ¿cuántos votantes han leído el programa electoral del partido al cual votan? Y, de ellos, ¿cuántos han reflexionado sobre sus propuestas, las han comparado con las de los candidatos alternativos y han hecho un análisis crítico de pros y contras? De quienes actúan así de maduramente, ¿hay más en una franja de edad que en otra?)

Evidentemente, como no está de moda la idea de colocar el paso a la mayoría a los 16, a quienes lo proponemos sí se nos objeta con la pendiente resbaladiza. Dieciséis y ¿por qué no quince? ¿Por qué no catorce? Y así sucesivamente.

No voy a proseguir aquí la discusión sobre ese tema, pues lo traigo a colación como mero ejemplo. En muchas otras alineaciones la secuencia no está ahí, sino que se construye por mor de la disputa. P.ej., se discute si procede instalar cámaras de videovigilancia en un edificio público. Algunos o muchos se oponen alegando que, de hacerse, el siguiente paso será colocar escrutadores que nos vean debajo de la ropa que llevamos encima y el siguiente cachearnos y el siguiente desnudarnos y el siguiente .... No estoy defendiendo la colocación de esas cámaras, pero, en un caso así, el argumento de la pendiente resbaladiza no me parece nada convincente, porque la propia secuencia es artificial y porque hay sobradas razones de respeto a la intimidad para, aun instalando las cámaras, abstenerse de los sucesivos pasos.

Por lo tanto, para que, en un caso concreto, sea válido y no sofístico el argumento de la pendiente resbaladiza es menester que concurran dos requisitos:

  1. Que la secuencia de situaciones alineadas forme una serie natural, no artificialmente inventada con fines polémicos o ad hoc.

  2. Que la inestabilidad del adoptar una de tales situaciones sea de tal índole que conlleve, de suyo, una propensión a adoptar el paso siguiente en la serie, sin que se vea ninguna razón válida para detenerse en uno de los eslabones de la cadena.

Creo que todos los usos falaces del argumento de la pendiente resbaladiza comportan la ausencia de uno u otro de estos requisitos; frecuentemente de ambos.

Lo que quiero defender es que, de prosperar la secesión catalana, sería perfectamente pertinente y válido el argumento de la pendiente resbaladiza en el sentido de que el resultado sería la destrucción y desintegración completa del Estado español. Un Estado-nación que, en mi opinión, existe desde el Principado de Octaviano Augusto (entonces, eso sí, no independiente, sino parte del Imperio Romano --de la Res Publica Populi Romani--, pero una unidad lingüístico-política y cultural que ha pervivido a lo largo de dos milenios). Otros estiman, empero, que sólo existe el Estado español desde el 19 de octubre de 1469, con el casamiento de Fernando e Isabel de Trastámara en Valladolid. Otros pueden proponer otras fechas.

Sea como fuere, esa entidad geográfica, política y cultural existe unida desde, como mínimo, medio milenio (yo creo que desde hace 205 lustros). Está integrada por diversos territorios y sendas poblaciones. Unas tienen más peculiaridades lingüísticas o históricas o culturales. Otras menos. Dentro de los territorios con mayores particularidades, unas zonas las poseen en mayor grado, otras las tienen muy desvaídas o difuminadas.

Las actuales 17 autonomías regionales forman una amalgama heteróclita, cuyo elenco se inventó artificialmente en la Transición por acuerdo o conchabanza de las clases políticas deseosas de instituir sendas redes cacicales y clientelistas, explotando vagos sentimientos regionalistas (generalmente ajenos a las preocupaciones de la mayoría de las poblaciones respectivas). Así, Andalucía puede ser una región cultural, pero carece de entidad histórica (jamás existió ningún reino de Andalucía). Varias autonomías uniprovinciales se han inventado de la nada, arrogándose denominaciones inapropiadas y abusivas. Otras unidades históricas, con historia propia, como León y Castilla, no tienen sendas autonomías; mas no faltan los nostálgicos del siglo XII o del XIV, que desearían restituir los reinos medievales, erigiéndolos en Estados independientes.

Lamentablemente en España, en la España de después de 1975, se ha perdido el sentimiento nacional y patriótico. Digo que eso es desgraciado no porque piense que lo español es mejor, ni que España es una unidad de destino en lo universal cuya misión sea asegurar la supremacía de los valores espirituales; si desde los 11 años rechacé las enseñanzas que nos inculcaban tales nociones, no las voy a asumir ahora. España no es ni mejor ni peor que otros países. Es mejor en unas cosas, peor en otras.

Pero la unión es buena y la desunión mala. Las asociaciones humanas son un producto contingente de una concatenación de acontecimientos que hubieran podido no tener lugar. Pese a su geografía peninsular tan característica, podría no haberse efectuado la unificación de España que fue obra de Roma.

Una vez que existe una asociación humana, tiene un valor del cual carecen las asociaciones alternativas que pudieran crearse en su lugar. Igual sucede con las parejas. Contrariamente al alegato de Kant, una pareja real tiene algo de lo cual carece una pareja posible: su existencia es un atributo de su esencia --aunque sólo, claro, una vez que contingentemente existe. Destruir una unión siempre es un mal, aunque a veces sea un mal necesario o inevitable --o un mal menor.

Sería una catástrofe que nos separásemos los españoles --que llevamos juntos dos milenios--; que unos formaran un Estado y otros otro Estado; que en nuestro territorio compartido y común se erigieran fronteras al albur de unas u otras pretensiones irredentistas.

Pese a la pérdida de sentimiento patriótico y nacional (abusivamente identificado con la ideología del régimen franquista), esa calamidad está evitada por la existencia de un aglutinante, que es --junto con los vínculos lingüísticos, culturales, económicos, familiares y afectivos que nos unen-- el propio funcionamiento del Estado, con sus instituciones y su (insuficiente) política redistributiva (un Estado del bienestar magro y deficiente, pero no nulo).

Imaginemos que eso se rompe con una secesión catalana. Cataluña es la región más rica de España (aunque en la escala teórica de los economistas no ocupe el puesto nº1; pero esa escala está mal). Su separación destrozaría, en buena medida, el funcionamiento de esas instituciones; lo que quedara de ellas sería quebradizo y precario.

El Estado amenguado constituirá una entidad irrelevante en las esferas paneuropea e internacional. Hoy todavía España es, no una potencia, desde luego, mas sí, dentro de la unión europea, un país de dimensión media por su PIB, su población y su territorio. Sin Cataluña (una Cataluña destinada a ser la Letonia del Mediterráneo), lo que quede será un paisujo de tercera categoría.

En ese ambiente, vendrán inmediatamente las reivindicaciones de secesión de las Vascongadas, luego las de Navarra, las de Galicia, siguiendo con las de Canarias, Andalucía, Castilla (Tierra Comunera), Aragón, Valencia, las Baleares.

No creo que pudiera seguir existiendo nada que se llamara «Estado español», como no nos imaginemos uno con territorio discontiguo formado por las provincias de Madrid, Logroño, Santander y Murcia, más las plazas de soberanía de Ceuta y Melilla --posiblemente los últimos reductos de un unitarismo hispano.

La secesión catalana sería particularmente perjudicial para las regiones más pobres de España, que son las que más reciben en la política redistributiva del Estado, al sustraer del haber común precisamente el principal foco regional de riqueza. Sin embargo, por paradójico que sea, en una de ellas, Andalucía, es donde más se levantan voces favorables a tal secesión, justamente con la esperanza de los separatistas andaluces de que, quebrada así la solidaridad interregional, dejando el pueblo andaluz de recibir las subvenciones a que tiene derecho en el marco unitario hispano, caiga una objeción de peso contra sus pretensiones irredentistas encaminadas a convertir el sur de España en un Estado independiente.

No invento yo ese peligro de las esclusas abiertas. Está ahí y debería ser obvio para cualquiera que mire la realidad.

En el plano de las relaciones interindividuales, el divorcio es siempre triste, es una pena, es un fracaso; a menudo se convierte mucho más en fuente de infelicidad y penuria que en arranque de una nueva vida mejor. Infinitamente más trágico sería, en el plano político, el divorcio de las regiones de España, renunciando al legado de las generaciones que nos han precedido y que contribuyeron a la unidad de que disfrutamos.

[continuará]






EXISTE EL DERECHO NATURAL

¿No existe el Derecho Natural?
por Lorenzo Peña y Gonzalo
miércoles 2017-12-06


Permítaseme volver sobre el manifiesto de 75 jusfilósofos que comentaba en mi entrada de ayer.

Según ya lo dije, suscribo casi todas las afirmaciones que contiene, aunque discrepo de dos de sus presuposiciones, una de las cuales es la valoración demasiado positiva del actual régimen político español. Régimen que me merece acatamiento, como cualquier otro mientras siga siendo un ordenamiento jurídico sin degenerar en una tiranía insufrible.

Lo que hoy me pregunto es desde qué horizonte emiten sus valoraciones esos 75 jusfilósofos. ¿Qué están haciendo al manifestarse en esos términos, al pronunciarse en el sentido que lo hacen?

Si es válido inducir a partir de lo que yo sé, esos 75 jusfilósofos son, unánimemente, juspositivistas. Creen que sólo existe derecho positivo y que no hay ningún Derecho Natural. No todos ellos aceptarán el rótulo de «positivistas jurídicos», pues algunos piensan que ya está superado el dilema entre jusnaturalismo y juspositivismo. Pero yo defino «juspositivismo» como la tesis de que no existe Derecho Natural --o sea la negación del jusnaturalismo. Entonces, no hay término medio. Por el principio lógico de tercio excluso, si no se es jusnaturalista, se es juspositivista (o escéptico).

Dejando eso de lado, voy a reiterar aquí los cinco puntos de convergencia: (1) su condena de «la secesión unilateral de parte del territorio en un Estado»; (2) su afirmación de que «una declaración unilateral de independencia (DUI) constituye un golpe de Estado»; (3) su aserto de que «una secesión conlleva la merma del ámbito de la justicia distributiva»; (4) su «compromiso con la defensa de la libertad académica, de opinión y expresión»; y (5) su tesis de que el sistema legislativo vigente ha de ser el insoslayable marco para encarar cualesquiera pretensiones.

Cada vez que emiten uno de esos cinco pronunciamientos, ¿qué están haciendo?

¿Están haciendo «teoría del derecho» (locución que ahora está más en boga que la de «filosofía del derecho», demasiado filosófica, demasiado reminiscente del execrado Derecho Natural)? O sea, sencillamente, ¿están diciendo que lo que vaya en contra del ordenamiento vigente en España va en contra de ese ordenamiento? ¿Están meramente recordando un principio fundamental de la teoría del derecho, a saber: que, bajo la vigencia de un ordenamiento jurídico en el cual exista una norma fundamental o constitución, cualquier acto jurídico que la conculque es antijurídico a fuer de anticonstitucional --o, dicho de otro modo, que los actos jurídicos con apariencia de legalidad que vulneren lo dispuesto por la Constitución son jurídicamente nulos?

Dudo que su intención sea la de emitir una tautología. Por ello, descarto esta primera dilucidación de su quíntuple pronunciamiento.

Una lectura alternativa es que se están expresando como ciudadanos, quizá desde sus opciones éticas o axiológicas, extrajurídicas. Estarían hablando como moralistas, aunque con un conocimiento de la materia jurídica que les proporciona su dedicación académica. Esa materia sería, entonces, mero objeto de reflexión; la reflexión en sí se hallaría fuera del ámbito de su actividad como filósofos-juristas, o sea como jusfilósofos. Trataríase entonces, ciertamente de un manifiesto de 75 jusfilósofos, mas no de uno en el cual 75 académicos del área de filosofía jurídica se expresaran en el ejercicio de su competencia. Habría entonces que preguntarse qué sentido tendría invocar su condición de jusfilósofos, pues serían meramente 75 ciudadanos o individuos pensantes.

¿Hay alguna otra lectura de su texto? A mí no se me ocurre ninguna. Salvo, claro, que hablen como jusfilósofos (no sólo que hablen concurriendo la circunstancia de que son jusfilósofos). Ahora bien, ¿cómo es eso posible? Únicamente lo sería invocando el Derecho Natural: un canon del bien común, por encima de las leyes escritas y de cualesquiera actos jurídicos, un canon que es el que justifica y fundamenta que, en una sociedad, determinados actos jurídicos sean tales, revistiéndose de fuerza de obligar, por la necesidad de que se promueva y salvaguarde el bien común.

Nuestros 75 interlocutores se hallan así en un aprieto. O bien reconocen que, por muy jusfilósofos que sean, no han hablado como jusfilósofos, sino como ciudadanos; o bien tienen que renunciar a su juspositivismo y admitir el Derecho Natural.






SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (X)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
X.-- El manifiesto de los jusfilósofos
por Lorenzo Peña y Gonzalo
martes 2017-12-05


Ayer comentaba y criticaba en detalle el manifiesto de los éticos. Hoy voy a emitir una opinión sobre el de los jusfilósofos. Si con el de los éticos no tengo ni una sola convergencia, con el de los jusfilósofos estoy sustancialmente de acuerdo. Sin embargo, no lo firmé por la existencia de varias discrepancias de principio.

Este manifiesto viene firmado por 75 profesores del área de filosofía jurídica de diversas Universidades españolas, tanto de Cataluña cuanto del resto de España.

Parécenme asumibles y suscribibles la mayor parte de los asertos del manifiesto (que reproduzco más abajo):

  1. su condena de «la secesión unilateral de parte del territorio en un Estado»;
  2. su afirmación de que «una declaración unilateral de independencia (DUI) constituye un golpe de Estado»;
  3. su aserto de que «una secesión conlleva la merma del ámbito de la justicia distributiva, la partición del común y pone en riesgo un sinfín de lazos afectivos, vínculos personales y relaciones y flujos de todo tipo»;
  4. su «compromiso con la defensa de la libertad académica, de opinión y expresión, unos derechos que muchos de nuestros colegas y conciudadanos en Cataluña, que no participan del anhelo independentista, ejercen bajo presiones inaceptables»; y
  5. su defensa del ordenamiento jurídico, sosteniendo que el sistema legislativo vigente ha de ser el insoslayable marco para encarar cualesquiera pretensiones como las manifestadas por los secesionistas.

¿Por qué entonces no he dado mi firma?

Esencialmente por lo siguiente. Todo el documento implícitamente, pero en particular dos puntos de él de manera explícita, afirman que la razón para rechazar el secesionismo --la declaración unilateral de independencia catalana-- es que España es un Estado de derecho, con un orden constitucional que respeta los derechos fundamentales de su población.

Mi desacuerdo tiene dos facetas. La primera es que no creo que la secesión esté justificada tampoco bajo un régimen totalitario, autocrático, despótico o tiránico. Podrá, en un régimen así, ampararse en atenuantes, pero no deja de ser una actuación gravemente lesiva para el bien común de la nación --o del Estado-nación, o del cuerpo político, como se quiera expresar--, con consecuencias deletéreas para las generaciones futuras, pues acarrea un daño que sufrirán también quienes, en el porvenir, vivan bajo un régimen de libertades.

¿Habría sido legítima la secesión catalana bajo el franquismo? ¡De ninguna manera! No era aquel, ciertamente, un Estado de derecho, pero sí un Estado con derecho, con un ordenamiento jurídico, que no consentía la secesión. Jurídicamente, por lo tanto, esa secesión estaba prohibida. ¿Era lícita según el Derecho Natural (un Derecho en el cual no cree ni uno solo de los 75 firmantes)? No, desde el punto de vista jurídico-natural estaba absolutamente vedada, porque la secesión es atentatoria al bien común, que constituye el canon esencial del Derecho Natural.

Es más, la secesión es ilícita desde el Derecho Natural incluso cuando es lícita desde el derecho positivo, o sea: cuando no es unilateral. Si el marco jurídico del Estado consiente una separación, ese marco jurídico es opuesto al principio jurídico-natural del bien común.

Una de dos: o no existe un cuerpo político unificado, un Estado-nación cuya población sea titular de la soberanía; o sí existe. Si existe, el canon jurídico-natural del bien común prohíbe la partición.

Si no existe, la unión política es una combinación ocasional, transitoria, fruto de circunstancias y quebradiza; en tal supuesto no hay verdaderamente un bien común de la población de ese Estado-nación, porque, en su lugar, se estaría en presencia de una mera agregación de poblaciones radicalmente dispares, que no compartirían ni una historia común, ni un territorio común, ni una lengua común, ni una cultura común, ni una idiosincrasia común, ni vínculos demográficos y familiares.

Tal era la situación del Pakistán oriental en 1971, porque ese engendro del Pakistán fue una creación artificial del colonialismo británico, al cesar su secular dominación colonial sobre el Hindostán en 1947, a fin de debilitar a la India --temiendo su posible orientación antiimperialista bajo el liderazgo del Pandit Nehru. Ese pseudoestado del Pakistán era un invento sin la menor base histórica ni lingüística ni cultural (salvo la religión mahometana) ni territorial (estaba formado por dos trozos no contiguos, distantes miles de kilómetros, respectivamente en los flancos oriental y occidental de la India).

Verdad es que, además de eso, el Pakistán vivía bajo la dictadura militar prooccidental del general Yahya Jan (ese pseudopaís casi siempre ha padecido regímenes militares impuestos por USA o, al menos, favorecidos por los occidentales). En el Pakistán oriental acababa de ganar las elecciones la Liga Awami, lo cual descontentó no sólo a los militares, sino también a los ganadores de las elecciones en el Pakistán occidental (el partido popular de Zulfikar Alí Bhutto). Siguió una brutal represión iniciada el 26 de marzo de 1971. A raíz de lo cual el jefe de esa Liga (que no era secesionista para nada) proclamó la independencia del Pakistán oriental, con el nombre de «Bangla Desh».

Están claras las diferencias de régimen político entre el Pakistán de 1971 y la España de hoy. El desencadenamiento de aquella sanguinaria represión militar causó inmediatamente muchos miles de muertos, suscitando la insurrección guerrillera de la organización Mukti Bahini («combatientes de la libertad»), que vencieron al ejército pakistanés con la ayuda de la Unión Soviética y de la India, conduciendo así a la creación del nuevo Estado de Bangla Desh a fines de aquel año.

Esas circunstancias políticas no habrían justificado tal secesión (ni desde el derecho positivo ni desde el Derecho Natural) si no hubiera sido porque, en realidad, el Pakistán no era un Estado-nación. Lo único que unía al Pakistán oriental y al Pakistán occidental era ser territorios del Hisdostán, secesionados del mismo por imposición de la Corona británica, y en los cuales la mayoría de la población era musulmana.

Por consiguiente, no me sumo al primer aserto del manifiesto de que está injustificada «la secesión unilateral de parte del territorio en un Estado democrático que respeta los derechos fundamentales de su población», no por lo que dice, sino por lo que da a entender, a saber: que tal secesión estaría justificada bajo un régimen político no democrático. El manifiesto no lo enuncia, desde luego. Su contenido semántico no es ése, mas sí es ésa la presuposición pragmático-comunicacional (la implicatura conversacional, para usar la locución de Paul Grice).

En efecto, cuando se dice «en tales circunstancias no está justificada tal conducta», ¿es aplicable el razonamiento sensu contrario, en virtud del cual, de no mediar esas circunstancias, sí estaría justificada dicha conducta? Depende del contexto, evidentemente. En algunos casos sí y en otros no. El razonamiento sensu contrario hay que manejarlo con cuidado.

Mas a mi juicio está clara, por todo el tenor de este manifiesto, que sus firmantes sí dan a entender --y cualquier lector normal entenderá-- que aquello que fundamenta la injustificabilidad de la secesión unilateral catalana es que vivimos en un Estado democrático de derecho donde se respetan los derechos fundamentales de la población.

Mi segundo desacuerdo con esa afirmación es que yo no creo que vivamos en un Estado donde se respetan los derechos fundamentales de la población. Ni los de bienestar (tan fundamentales como los otros) ni siquiera los de libertad.

Cuando millones de españoles se ven condenados a la desocupación forzosa (en detrimento de su derecho y deber constitucional de trabajar); cuando está tan restringido el disfrute de los derechos de vivienda digna, de salud, de movilidad, de seguridad social, dudo que sea verdad que el Estado respeta los derechos fundamentales de la población.

Tampoco creo que en España se estén respetando los derechos de libertad; no los de quien esto escribe, en todo caso. Para redactar los contenidos de esta bitácora, el autor se arma de todas sus artes de autocensura y estilo guateado, acudiendo a los circunloquios que sean menester para escapar a posibles represiones. Y, encima, calla cosas que le gustaría decir y que lo llevarían al banquillo de los acusados. Otras las dice a medias o las transmite con mensajes subliminales. ¡Vamos! Yo no me siento libre, no gozo de la libertad de palabra a que aspiro, la libertad de palabra a secas.

Tampoco disfruto de la libertad de hacer aquello que no perjudique a los demás. No puedo cultivar cannabis, ni siquiera para uso propio como analgésico.

Mi libertad ambulatoria está muy limitada, porque las autoridades reservan al automovilista la mayor parte del espacio urbano, permitiendo a los peatones únicamente circular por espacios muy angostos.

Sobre la falta en España de libertad de asociación ya he escrito en otros ensayos. Igualmente sobre las limitaciones a la libertad ideológica.

Los firmantes del manifiesto nos hablan del «ideal democrático». No creo que en España se cumpla ese ideal, ni remotamente. El sistema electoral otorga una sobrerrepresentación a las provincias más agrarias, feudos de las fuerzas conservadoras y a los secesionistas septentrionales, en lugar de respetar el principio de la Constitución de 1812 de que todos los territorios del Estado estén igualmente representados en las Cortes exclusivamente según su población. La existencia de un senado, antro de reacción, es un elemento esencialmente antidemocrático. La garantía democrática que encarna el Tribunal Constitucional está también cercenada por su modo de designación y por lo estrecho de sus atribuciones (v. mi ensayo «No es la constitución la norma suprema»).

Por otro lado, merecería matizarse incluso la calificación del actual sistema político español como un «Estado de derecho». En cada sector de actividad nos topamos con leyes que no se cumplen ni se hacen cumplir (violando así uno de los ocho cánones de juridicidad de Fuller: la congruencia entre las leyes y la actuación de los poderes ejecutivo u judicial). Precisamente un ejemplo es el de la sistemática inobservancia de las normas legales y de las decisiones jurisdiccionales en lo tocante a la enseñanza de y en la lengua española en Cataluña. Tal desobediencia la han consentido todos los gobiernos españoles desde hace decenios.

Otro ejemplo --que personalmente conozco porque me afecta-- es éste. La Ley 4/2011 de 11 de marzo, «Complementaria de la Ley de Economía Sostenible», contiene una Disposición adicional segunda, en virtud de la cual los catedráticos de Universidad y Profesores de Investigación del CSIC con méritos sobresalientes podrán prolongar su servicio activo hasta los 75 años, para lo cual el Gobierno estaba legalmente obligado a dictar las medidas reglamentarias pertinentes en un plazo de seis meses --o sea hasta septiembre de ese año. Incumplió el gobierno del Lcdo. Rodríguez Zapatero. En diciembre tuvieron lugar elecciones parlamentarias, accediendo a la primatura el Lcdo. Rajoy, que siguió incumpliendo. Nadie le recordó esa obligación legal. (La vigente ley de la jurisdicción contencioso-administrativa hace difícil interponer demandas contra las omisiones gubernativas.)

Desde luego, una secesión catalana no resolvería ninguno de esos problemas, sino que agravaría las cosas. Lejos de abrir el camino a un cambio jurídico en el sentido de mayor libertad, sucedería todo lo contrario, propiciándose una involución.

Pero yo no puedo afirmar ni dar a entender que, en mi opinión, vivimos en un Estado democrático que respeta los derechos fundamentales de la población, porque no es cierto. Hay regímenes peores, ¿qué duda cabe? El franquismo era más detestable, evidentemente. Pero lo que tenemos no es ningún ideal.

Es condenable el secesionismo, de la manera más categórica y absoluta. No hace falta para ello pintar de color de rosa la situación política de España. Yo quiero otra España, una España mejor, más libre, más humana, de veras democrática, donde las leyes se adecúen al canon del bien común, donde no reine la corrupción, donde no exista una oligarquía parasitaria que se lleva el dinero a los paraísos fiscales, donde haya libertad de emigrar e inmigrar, donde la legislación se inspire en el principio de la hermandad humana. Pero también será una España donde esté prohibido cualquier secesionismo, cualquier proyecto de partición.



Manifiesto iusfilósof@s
publicado en El País del 2017-10-05

«No todo Estado es Estado de Derecho». Con esas palabras iniciaba Elías Díaz una obra emblemática de la filosofía jurídicopolítica española contemporánea (Estado de Derecho y sociedad democrática, 1966), un libro en el que describía y justificaba los requisitos de justicia que habría de reunir un Estado que reivindica para sí el uso legítimo de la fuerza; un conjunto de ideales a los que él y tantos españoles/as de su generación aspiraban, y que fueron felizmente plasmados en la Constitución española de 1978, el fruto de un enorme esfuerzo colectivo.

España atraviesa estos días una situación crítica, y en ese mismo espíritu de reivindicación de la democracia, los derechos fundamentales y el imperio de la ley, nosotr@s, profesores y profesoras de Filosofía del Derecho de distintas universidades españolas queremos manifestar lo siguiente:

  • 1.- La secesión unilateral de parte del territorio en un Estado democrático que respeta los derechos fundamentales de su población (incluyendo los derechos culturales o lingüísticos de las minorías en su seno) es contraria al ideal democrático pues priva de los derechos políticos a gran parte de la ciudadanía a la que se impide participar en dicho proceso. En este sentido, el conjunto de decisiones que se han ido adoptando por parte de las instituciones de Cataluña --señaladamente las leyes de referéndum y de transitoriedad aprobadas los días 6 y 7 de septiembre por el Parlamento de Cataluña vulnerando la normativa parlamentaria que garantiza una deliberación y tramitación pulcras-- son profundamente antidemocráticas además de groseramente inconstitucionales, y su aplicación en la forma de una declaración unilateral de independencia (DUI) constituye un golpe de Estado.
  • 2.- Una secesión conlleva la merma del ámbito de la justicia distributiva, la partición del común y pone en riesgo un sinfín de lazos afectivos, vínculos personales y relaciones y flujos de todo tipo. Es, desde todos esos puntos de vista, un colosal fracaso colectivo que hay que evitar salvo que con la secesión se estuviera poniendo remedio a una situación de injusticia grave, una situación que estamos convencidos de que no existe hoy. No creemos que la secesión de Cataluña sea el remedio a ninguno de los problemas cuya solución legítimamente reclaman sectores importantes de la sociedad catalana y a los que hay que atender en el marco constitucional del que nos dotamos en 1978, lo cual puede legítimamente incluir la reforma de ese mismo marco.
  • 3.- Como profesores/as y como ciudadan@s debemos mantener firme nuestro compromiso con la defensa de la libertad académica, de opinión y expresión, unos derechos que muchos de nuestros colegas y conciudadan@s en Cataluña, que no participan del anhelo independentista, ejercen bajo presiones inaceptables. Este acoso debe cesar inmediatamente.
  • 4.- En las actuales circunstancias, reafirmamos nuestra defensa de la Constitución y del Estatuto de Autonomía como los pilares institucionales desde los que encarar el diálogo político que permita recuperar la concordia civil tan severamente quebrada. No todo Estado es Estado de Derecho y no hay Derecho sin fuerza. El mantenimiento de nuestro orden constitucional y de nuestros derechos requiere el uso de la fuerza, pero nos preocupa que, a la vista de lo acontecido durante la jornada en la que, pese a todos los pronunciamientos judiciales en contra y en ausencia de garantías, se pretendió celebrar el referéndum de secesión, se olvide que la proporcionalidad en el uso de la fuerza es una exigencia ética y jurídica a la que no podemos ni debemos renunciar.

Firmantes:

  • 1. Josep Joan Moreso, catedrático de Universidad y Exrector de la Universitat Pompeu Fabra
  • 2. Francisco Laporta, catedrático de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 3. Javier de Lucas, catedrático de Universidad (Universitat de València)
  • 4. Manuel Atienza, catedrático de Universidad, (Universidad de Alicante)
  • 5. Marina Gascón Abellán, catedrática de Universidad (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 6. Alfonso Ruiz Miguel, catedrático de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 7. Juan Antonio García Amado, catedrático de Universidad (Universidad de León)
  • 8. Juan Ruiz Manero, catedrático de Universidad (Universidad de Alicante)
  • 9. Juan Ramón de Páramo, catedrático de Universidad (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 10. Juana María Gil, catedrática de Universidad (Universidad de Granada)
  • 11. Liborio Hierro, catedrático de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 12. Luis Prieto Sanchís, catedrático de Universidad (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 13. Eusebio Fernández, catedrático de Universidad (Universidad Carlos III)
  • 14. Josep Aguiló, catedrático de Universidad (Universidad de Alicante)
  • 15. Juan Carlos Bayón, catedrático de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 16. Daniel González Lagier, catedrático de Universidad (Universidad de Alicante)
  • 17. José Antonio Seoane, catedrático de Universidad (Universidade da Coruña)
  • 18. Francisco Javier Ansuátegui Roig, catedrático de Universidad (Universidad Carlos III de Madrid)
  • 19. José Luis Pérez Triviño, catedrático de Universidad (Universitat Pompeu Fabra)
  • 20. Ángeles Solanes Corella, catedrática de Universidad (Universitat de València)
  • 21. María Isabel Garrido Gómez, catedrática de Universidad (Universidad de Alcalá de Henares)
  • 22. Miguel Ángel Rodilla, catedrático de Universidad (Universidad de Salamanca)
  • 23. José Calvo Gonzalez, catedrático de Universidad (Universidad de Málaga)
  • 24. Pablo de Lora, catedrático de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 25. Alfonso García Figueroa, catedrático de Universidad (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 26. Jesús Ignacio Martínez García, catedrático de Universidad (Universidad de Cantabria)
  • 27. Ángel Pelayo González-Torre, catedrático Universidad (Universidad de Cantabria)
  • 28. Ricardo García Manrique, profesor titular de Universidad (Universidad de Barcelona)
  • 29. Jahel Queralt, profesora de filosofía del Derecho (Universitat Pompeu Fabra)
  • 30. David Martínez Zorrilla, profesor agregado (Universitat Oberta de Catalunya)
  • 31. Macario Alemany, profesor titular de Universidad (Universidad de Alicante)
  • 32. Isabel Lifante, profesora titular de Universidad (Universidad de Alicante)
  • 33. José Luis Colomer, profesor titular de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 34. Elena Beltrán, profesora titular de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 35. Ángeles Ródenas, profesora titular de Universidad (Universidad de Alicante)
  • 36. Silvina Álvarez, profesora titular de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 37. Cristina Sánchez, profesora titular de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 38. Luis Rodríguez Abascal, profesor titular de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 39. Victoria Roca, profesora titular de Universidad (Universidad de Alicante)
  • 40. Juan Manuel Pérez Bermejo, profesor titular de Universidad (Universidad de Salamanca)
  • 41. José Luis Rey Pérez, profesor de filosofía del Derecho (ICADE)
  • 42. Fernando H. Llano, profesor titular de Universidad (Universidad de Sevilla)
  • 43. María Isabel Turégano Mansilla, profesora titular de Universidad (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 44. Gema Marcilla, profesora titular de Universidad (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 45. Santiago Sastre Ariza, profesor titular de Universidad (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 46. Antonio Peña Freire, profesor titular de Universidad (Universidad de Granada)
  • 47. Héctor Silveira, profesor de filosofía del Derecho (Universitat de Barcelona)
  • 48. Miguel Ángel Pacheco, profesor de filosofía del Derecho (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 49. Alberto del Real, profesor titular de Universidad (Universidad de Jaén)
  • 50. Ignacio Campoy Cervera, profesor titular de Universidad (Universidad Carlos III de Madrid)
  • 51. Luis Fernando Rovetta, profesor contratado-doctor (Universidad de Castilla-La Mancha)
  • 52. Rafael Junquera de Estéfani, profesor titular de Universidad (UNED)
  • 53. Aurelio de Prada, profesor titular de Universidad (Universidad Rey Juan Carlos)
  • 54. Pablo Bonorino, profesor titular de Universidad (Universidad de Vigo)
  • 55. Mª Concepción Gimeno Presa, profesora titular de Universidad (Universidad de Vigo)
  • 56. Guillermo Lariguet, profesor visitante (Universidad de Alicante)
  • 57- Alí Lozada Prado, profesor de filosofía del Derecho (Universidad de Alicante)
  • 58. Alonso Pino, profesor de filosofía del Derecho (Universidad de Barcelona)
  • 59. Hugo Ortiz Pilares, profesor de filosofía del Derecho (Universidad de Alicante)
  • 60. Joaquín Rodríguez-Toubes Muñiz, profesor titular de Universidad (Universidade de Santiago de Compostela)
  • 61. Manuel Segura Ortega, profesor titular de Universidad (Universidade de Santiago de Compostela)
  • 62. Sonia Esperanza Rodríguez Boente, profesora contratada-doctora (Universidade de Santiago de Compostela)
  • 63. Francisco López Ruiz, profesor titular de Universidad (Universidad de Alicante)
  • 64. José Antonio Sendín Mateos, profesor de filosofía del Derecho (Universidad de Salamanca)
  • 65. Manuel Escamilla Castillo, profesor titular de Universidad (Universidad de Granada)
  • 66. Olga Sánchez, profesora titular de Universidad (Universidad de Cantabria)
  • 67. Felipe Navarro, profesor titular de Universidad (Universidad de Málaga)
  • 68. Evaristo Prieto, profesor titular de Universidad (Universidad Autónoma de Madrid)
  • 69. José Antonio Ramos Pascua, profesor de filosofía del Derecho (Universidad de Salamanca)
  • 70. Carmelo José Gómez Torres, profesor de filosofía del Derecho (Universidad de Barcelona)
  • 71. Cristina Monereo, profesora titular de Universidad (Universidad de Malaga)
  • 72. José Ignacio Solar Cayón, profesor titular de Universidad (Universidad de Cantabria)
  • 73. José Jiménez Sánchez, profesor titular de Universidad (Universidad de Granada)
  • 74. Elena Ripollés, profesora de filosofía del Derecho (UNED)
  • 75. Jesús Vega, profesor titular de Universidad (Universidad de Alicante)

[continuará]






SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (IX)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
IX.-- El manifiesto de los éticos
por Lorenzo Peña y Gonzalo
lunes 2017-12-04


Con motivo de la secesión pronunciada por el gobierno autónomo catalán, 32 profesores de diversas Universidades catalanas difundieron, el 3 de octubre de este año, una Declaración que merece comentarse. Puesto que la mayoría de los firmantes, al parecer, son profesores de ética, juzgo idóneo calificar ese texto como «el manifiesto de los éticos» --en lo sucesivo «el manifiesto».

Vaya por delante mi respeto a los firmantes en su conjunto y, en particular, mi estima a aquellos cuya trayectoria intelectual me es conocida. Los desacuerdos sobre su postura en el problema de la secesión catalana no son óbice a mi reconocimiento de sus méritos académicos.

I

El primer punto del manifiesto reza así:

Rechazamos la violencia policial que se ejerció contra los ciudadanos no violentos en Cataluña el 1 de octubre de 2017. En democracia, tal violencia no está justificada, exista o no sentencia del Tribunal Constitucional de España sobre la ilegalidad del referéndum. La violencia no era necesaria para evitar el referéndum. Hacemos un llamamiento a todos los políticos españoles y catalanes para que se abstengan de optar por la violencia, recurrir a acciones unilaterales, y promover las provocaciones y la manipulación del público. La libertad de expresión y el diálogo respetuoso, guiados por argumentos y hechos adecuados, deben ser la forma de resolver las disputas políticas.

Me llama la atención que el manifiesto arranque con una condena de la violencia policial en vez de con un examen del contexto político-jurídico.

Parece que quienes emiten un posicionamiento público sobre unos hechos políticos --desde la mirada, no ya de intelectuales, sino de profesores universitarios-- deberían hacerlo con un enfoque racional, que empezara por situar los hechos enjuiciados en su transfondo, ofreciendo un análisis, antes de expresar aprobación o condena por actuaciones específicas. Leyendo el manifiesto sin conocer ese transfondo, aquello de lo que uno cree enterarse es que, de pronto, el 1 de octubre de 2017 tuvo lugar una inaudita violencia policial contra ciudadanos pacíficos, como si fueran viandantes.

Califican de «violencia policial» la represión de la participación en un acto ilegal. (Su aserto de que no era necesario acudir a la fuerza para evitar el referendum creo que merecería una prueba; ¿cómo creen que se hubiera podido evitar sin uso de la fuerza?)

A continuación declaran: «En democracia, tal violencia no está justificada, exista o no sentencia del Tribunal Constitucional de España sobre la ilegalidad del referéndum». ¿Quiere eso decir que en democracia no está nunca justificada la represión por la fuerza de actuaciones ilegales? ¿O sólo se aplica a este caso tal injustificabilidad del uso de la fuerza? ¿O sólo cuando la ilegalidad ha sido declarada por el Tribunal Constitucional?

Que yo sepa, no han emitido los firmantes del manifiesto ninguno condenando la violencia policial ejercida por los mozos de escuadra contra manifestantes pacíficos en fechas recientes --manifestantes que pedían justicia social, derechos sociales y laborales, políticas no lesivas a los intereses de las masas trabajadoras. ¿Sí se justifica en democracia la violencia policial contra esos manifestantes pacíficos pero no la del 1 de octubre contra participantes en un acto cuya ilegalidad había sido declarada por el Tribunal Constitucional y que estaba encaminada a legitimar la secesión de una región española?

Me plantea una duda el principio de que, en democracia, jamás está justificado el empleo de la fuerza contra ciudadanos pacíficos. ¿Sí lo está contra no ciudadanos, o sea contra extranjeros? Pero, al margen de eso, ¿es injustificado siempre desalojar por la fuerza a quienes ocupan ilegalmente locales salvo si están armados y hacen uso de esas armas? (Porque, imagino, uno es pacífico salvo cuando hace uso de las armas; no deja de ser pacífico por llevar un arma en el bolsillo, digamos una navaja.)

¿Es, en democracia, siempre injustificado disolver una manifestación declarada ilegal, salvo cuando los manifestantes hagan uso de armas? O ¿cómo se define «ser pacífico»?

Seguramente los firmantes piensan que se es pacífico cuando ni se hace uso de armas ni se realizan actos de fuerza en las cosas (como rotura de escaparates o quema de autobuses, aunque los instrumentos utilizados para tales destrozos no sean armas). Ahora bien, el problema, entonces, es que el 1 de octubre los manifestantes habían tomado ilegalmente unos edificios públicos para un uso declarado ilegal por el Tribunal Constitucional. La toma de edificios públicos para usos no legalmente autorizados es un acto de fuerza en las cosas, aunque ciertamente no destructivo. Mas la ocupación de locales tampoco tiene por qué ser destructiva. Sin embargo, si unos extraños ocupan la casa de cualquiera de los firmantes del manifiesto, dudo que éste rehúse acudir a la fuerza pública para que desaloje a los ocupantes, por muy pacíficos que sean.

Tampoco creo que sea intención de los firmantes aseverar que el empleo de la fuerza sí está justificado en un régimen no democrático, o sea que en un régimen autocrático sí estaría justificada una actuación policial como aquella que condenan. Me cuesta trabajo entender su razonamiento. Pienso que, si tal actuación no está justificada ni siquiera en democracia, todavía más injustificable debería ser en no-democracia. Porque en no-democracia es menor la legitimidad de los órganos de decisión, especialmente de los jurisdiccionales, como en este caso el Tribunal Constitucional. Por consiguiente, es ocioso y redundante el complemento circunstancial «en democracia».

Este primer punto del manifiesto emite el siguiente aserto: «Hacemos un llamamiento a todos los políticos españoles y catalanes para que se abstengan de [...] recurrir a acciones unilaterales, y promover las provocaciones y la manipulación del público. La libertad de expresión y el diálogo respetuoso, guiados por argumentos y hechos adecuados, deben ser la forma de resolver las disputas políticas».

Esa conyunción, «españoles y catalanes», sin ser semánticamente errónea, sí es pragmáticamente engañosa. No es semánticamente errónea porque lo particular puede, gramaticalmente, conyuntarse con lo general: «mamíferos y vertebrados». Pragmáticamente, sin embargo, son anómalas tales conyunciones, que sólo resultan pertinentes en contextos especiales; en principio, salvo que el contexto lo aclare, la conyunción se espera que esté uniendo dos conyuntos, si no forzosamente disjuntos, sí tal vez solapados («anglófonos y europeos», p.ej.), pero no un conjunto y un subconjunto propio («las mesas y los muebles»), salvo cuando se agrega una locución adverbial, «en particular» o «en general».

A falta de esa precisión, el mensaje que capta el lector como presuposición del manifiesto es que los catalanes no son españoles y los españoles no son catalanes; el manifiesto les pide a los unos y a los otros --a los políticos catalanes y a los políticos españoles-- abstenerse de «recurrir a acciones unilaterales, y promover las provocaciones y la manipulación del público».

Sin embargo, la única actuación que el manifiesto condena es la intervención de la policía en Cataluña para impedir un plebiscito ilegal del 1 de octubre. Parece que ésa es la única acción unilateral, la única provocación, la única manipulación del público que ha tenido lugar. O sea, los firmantes no consideran acciones unilaterales --ni provocaciones ni manipulaciones del público-- todas las actuaciones ilegales que lleva perpetrando el gobierno autónomo catalán durante el último par de años (en realidad desde hace decenios, puesto que las decisiones de los tribunales vienen siendo inacatadas e inaplicadas en el ámbito de la instrucción pública, entre otros).

Más en concreto no parece que, a juicio de los firmantes, sean acciones unilaterales la edicción y promulgación de un programa de «desconexión», la declaración de supraconstitucionalidad de las decisiones del parlamento autonómico y la convocatoria de un plebiscito ilegal para declarar la secesión.

El primer punto finaliza con este pronunciamiento: «La libertad de expresión y el diálogo respetuoso, guiados por argumentos y hechos adecuados, deben ser la forma de resolver las disputas políticas».

¡Bien! Pero, cuando se viola la ley, cuando se ocupan ilegalmente locales y edificios públicos, cuando se apiña un gentío en congregaciones callejeras fuera de los cauces legales, cuando unas autoridades cuya legitimidad emana del marco constitucional se declaran en rebeldía contra el mismo, ¿sólo pueden oponerles los defensores del orden constitucional el mero diálogo, como si nada hubiera pasado y meramente se estuvieran intercambiando opiniones o discutiendo puntos de vista? Eso ¿se aplica siempre o sólo en un caso como éste?

Me pregunto si los firmantes se atendrían a ese criterio en cualesquiera casos y circunstancias y siempre recomendarían que se pase por alto la ilegalidad de unas u otras actuaciones y que, con relación a sus perpetradores, exclusivamente se use el diálogo respetuoso, hayan hecho lo que hayan hecho.

II

Veamos el punto 2º:

Como primer e inmediato paso hacia la reducción de la tensión, proponemos a los gobiernos español y catalán que se constituya una Comisión formada por representantes expertos de todos los principales partidos, incluidos los partidos de oposición de ambos parlamentos, con la tarea de construir un consenso sobre las normas procesales y sustantivas que deberían ayudar a reducir y resolver el conflicto. Además, la Comisión debería incluir expertos en derecho nacional e internacional, ética y filosofía política y especialistas en resolución de conflictos.

De nuevo la conyunción «los gobiernos español y catalán» plantea una dificultad pragmática (aunque no semántica), pues reincide en dar a entender que no se trata de un conjunto y un subconjunto.

El gobierno catalán es una parte del gobierno español. Una cosa es el gobierno central de España («gobierno de España» por antonomasia) y otra, más genéricamente, el gobierno español, o suma de las autoridades públicas españolas (o, si se quiere, de las ejecutivas), lo cual incluye al gobierno catalán.

Al margen de ese descuido de redacción (si es que se trata de un descuido y no de un sobreentendido), lo esencial aquí es esa propuesta de «que se constituya una Comisión formada por representantes expertos de todos los principales partidos, incluidos los partidos de oposición de ambos parlamentos».

Esa comisión de representantes expertos me suscita este interrogante: ¿expertos en qué? ¿Qué pericia se les exige? ¿Qué conocimientos, qué talentos, qué maestría, qué curriculum uitæ, académico u otro? ¿Quién valora esa pericia y con arreglo a qué criterios? ¿Cómo sabremos que son expertos y no meros políticos carentes de pericia, de escasos conocimientos (cual lo son casi todos), ayunos de trayectoria profesional o científica, puesto que suelen ser políticos profesionales desde su juventud)?

Por otro lado, si son expertos (y se acuerdan pautas, criterios y procedimientos para reconocerles esa condición, seleccionándolos adecuadamente), ¿a qué viene que sean representantes de los partidos políticos? Nos quejábamos de la partitocracia; el manifiesto de los éticos nos impone una partitocracia agravada. Resulta que las decisiones va a tomarlas una comisión de representantes de los partidos políticos (aunque únicamente los principales, quedando así marginadas las minorías), por mucho que su tarea se ciña a «ayudar a reducir y resolver el conflicto».

No se dice qué salida va a tener tal ayuda, pero claramente se da a entender que lo decidido por la comisión será vinculante.

En cuanto a las competencias de los expertos que integren la comisión se precisa: «la Comisión debería incluir expertos en derecho nacional e internacional, ética y filosofía política y especialistas en resolución de conflictos». Tratándose de expertos nombrados por los partidos políticos, puede ser que un partido se haga representar por un conocedor del derecho nacional, otro por uno que sepa del derecho internacional, un tercero por un profesor de ética (sea cognitivista o no cognitivista), un cuarto por un cultor de la filosofía política (p.ej., un libertario) y un quinto por un perito en ese arte tan etéreo que es el de los «especialistas en resolución de conflictos», o sea un buen mediador.

¿Es eso una comisión experta? ¿Qué discusión técnica o intelectualmente seria va a tener lugar en ese heteróclito conglomerado? Porque no se dice que todos los miembros de la comisión sean expertos en derecho ni todos en ética (si es que hay expertos en ética) ni todos en filosofía política.

Lo que yo saco en limpio de este segundo punto de la propuesta es que se trata de constituir una comisión mediadora y arbitral, un consejo de amigables componedores, sazonado por personas con un prestigio que, sentadas en torno a una mesa y entre cuatro paredes, resuelvan el litigio.

Queda así hurtado el tema al público debate, a la participación de la ciudadanía, para confinarlo en el espacio cerrado y reservado de un grupo de componedores.

Dos extremos me resultan particularmente reprochables en esa propuesta:

1º) Se vulnera el Estado de derecho, pues se hace caso omiso de las normas jurídicas que están en vigor (y en virtud de las cuales las autoridades autonómicas catalanas han actuado, no ya al margen de la ley, sino incurriendo en actuaciones delictivas) para canalizar la solución del problema a través de una comisión cuya mera existencia, al margen de las previsiones legales, supondría una nueva violación del Estado de derecho.

2º) Como cualquier junta de mediadores, esa comisión (para cumplir su papel de componedores) se reuniría en secreto, en lugar de que sus conversaciones o discusiones se celebraran a la luz pública; yo veo absolutamente condenable e inadmisible la mera existencia de tal comisión; pero, de constituirse, exigiría que sus reuniones se celebraran siendo transmitidas en directo por radio y televisión a todos los españoles.

III

Paso así al punto tres de la propuesta:

No sólo la legislación española, sino también partes del derecho internacional, como el Acuerdo de Helsinki (artículo 1.III), el tratado UE Maastricht (artículo 4.2), el Código de Buenas Prácticas del Consejo de Europa sobre referendos, así como la Carta de las Naciones Unidas, el Pacto Civil de las Naciones Unidas y la Resolución 2625 de la Asamblea General de las Naciones Unidas podrían formar parte del marco jurídico a considerar. Todos los partidos políticos involucrados, los responsables de tomar decisiones y las organizaciones no gubernamentales deberían seguir estrictamente las normas pertinentes. Pacta sunt servanda.

Los autores del manifiesto no nos dicen cómo han seleccionado esos preceptos que, según ellos, deberían formar parte del marco jurídico que rigiera las negociaciones. Constituye ese abigarrado elenco un heteróclito almiar de normas y subnormas, sin que nos confíen en virtud de qué criterio han escogido ésas y no cualesquiera otras.

Resulta peregrino y asombroso que unas presuntas conversaciones internas entre el gobierno central de un país y las autoridades regionales alzadas contra él en desobediencia insurreccional se regulen por el derecho internacional, lo cual hiere el concepto mismo de juridicidad, el más mínimo buen sentido jurídico.

Las normas del derecho internacional están para regular las relaciones entre estados u otros establecimientos con personalidad jurídico-internacional. Verdad es que, en su reciente evolución, el derecho público internacional también reconoce un embrión de personalidad jurídico-internacional a los individuos; mas únicamente cuando se trata de defender algunos de sus derechos fundamentales frente a crímenes contra la humanidad u otras actuaciones similares, lo cual no se plantea ni se aduce por nadie en el presente caso. Sea como fuere, las autoridades regionales o provinciales de un estado de ningún modo están revestidas de personalidad jurídico-internacional.

Aun suponiendo que fuera aplicable alguna norma de derecho internacional, sería la norma en su conjunto, no un subartículo de la misma. ¿Qué sentido tiene adoptar como norma reguladora el art. 1.III del Acuerdo de Helsinki y no ese Acuerdo como un todo? Evidentemente a ningún jurista se le pasaría por las mientes un procedimiento tan ad hoc. (En cuanto a los que los treintaidós firmantes llaman «el Pacto Civil de las Naciones Unidas» me imagino que es el Pacto de derechos civiles y políticos de 1966, cuya pertinencia en este debate se me escapa; en cualquier caso, de tomarse en cuenta, sería en igualdad con el Pacto, también de 1966, sobre los derechos económicos, sociales y culturales. Una secesión catalana sería gravemente lesiva para unos y otros derechos individuales tanto de los catalanes cuanto de los demás españoles.)

Si de veras se tomara como guía la Carta de las Naciones Unidas, entonces justamente quedaría claro que el derecho internacional (incluyendo la propia Carta y las decisiones de organismos internacionales) han de permanecer al margen de las cuestiones que, por su propia naturaleza, son de orden interno. Obviamente lo es un desacuerdo entre el gobierno central de la Nación y las autoridades regionales.

Asignar como tarea --incluso a título de recomendación-- a quienes entablaran unas conversaciones sobre problemas políticos de orden interno regirse por normas que, por su propia índole, son del todo ajenas e irrelevantes es tan absurdo como recomendar a un tribunal o a un juzgado encargados de juzgar un delito que tengan en consideración, no sólo el Código Penal y la Ley de enjuiciamiento criminal, sino también el Tratado de Libre Comercio, o el artículo 45.B.3 del acuerdo entre España y la Santa Sede.

Es sumamente alarmante la conclusión de este punto: «Todos los partidos políticos involucrados, los responsables de tomar decisiones y las organizaciones no gubernamentales deberían seguir estrictamente las normas pertinentes. Pacta sunt servanda».

En primer lugar, sería una ruptura del ordenamiento jurídico, una quiebra del Estado de derecho, que en una discusión entre el gobierno central y las autoridades regionales insurgentes intervinieran para nada unas organizaciones no gubernamentales. (¿De qué legitimidad están investidas? ¿Quién se la ha otorgado? ¿En virtud de qué se seleccionan tales organizaciones en lugar de cualesquiera otras? Y ¿a quién incumbe seleccionarlas?).

Tampoco es admisible en un Estado de derecho que quienes tomen parte en esas conversaciones se erijan en «responsables de tomar decisiones», toda vez que los únicos habilitados para tomar decisiones válidas son los órganos legalmente competentes, no los reunidos en una mesa de diálogo que ni siquiera tiene existencia jurídicamente prevista.

Es condenable el principio «pacta sunt seruanda». Merecen observancia los pactos jurídicamente lícitos, no los ilícitos. Es un principio fundamental del derecho que las promesas contrarias a la ley no sólo carecen de fuerza vinculante, sino que han de tenerse por nulas (aunque quienes las suscriban puedan incurrir, al hacerlo, en responsabilidad criminal).

En ese presunto diálogo ¿qué legitimidad representativa u otra tienen los dialogantes? ¿Quién se la ha reconocido? ¿Quién les ha dado capacidad legítima para negociar y decidir qué? ¿Cuál norma jurídica ampara su negociación (porque de eso se trata, no de charlar)? ¿Es admisible, siempre que se pongan farrucos unos individuos --suficientemente numerosos-- o los ocasionales titulares de unos cargos electos, saltarse los cauces y las normas legales y, vulnerándolas, forzar al gobierno a unas negociaciones, calificadas de «diálogo», para, en ellas, tomar unas decisiones y, entonces, reputarlas inviolables, por encima de la constitución y de todo el ordenamiento jurídico?

Por último, si pacta sunt seruanda, entonces hay que recordar que los principales partidos que integran la insurreccional coalición separatista que ha hegemonizado el gobierno y el parlamento autonómico de Cataluña en los años recientes son signatarios del pacto constitucional de 1978, incluyendo el precepto de la indivisibilidad de España. Ese pacto lo han violado. ¿Qué fiabilidad tienen ahora para exigir a nadie la observancia de un nuevo pacto? Está claro que los secesionistas sólo respetan pactos que les convengan y únicamente mientras les convengan.

IV

Veamos ahora el punto cuarto del manifiesto:

En la medida en que las normas jurídicas no determinan suficientemente la resolución de conflictos, la solución debería basarse en normas éticas que deben ser discutidas libremente y aceptadas por la Comisión.

Aquí exponen una postura que encierra y subsume los peligros de la ética; sólo que lamentablemente lo hacen con disimulo, agazapadamente.

Que la ética es peligrosa para la solución de los problemas sociales y políticos lo he defendido en mi reciente libro Visión lógica del derecho y en varios ensayos difundidos como resúmenes y comentarios a esa obra.

Se me ha criticado centrar el derecho natural en un principio al cual se reprocha su presunta vaguedad e indeterminación: la obligatoriedad del bien común.

El bien común es, en primer lugar, el de la comunidad política, el del cuerpo político --usando la locución de la tradición filosófico-política británica; o el de la nación --usando el concepto de Estado-nación de la tradición liberal y revolucionaria decimonónica, una nación soberana.

Si la noción del bien común es inevitablemente indeterminada (habiendo de determinarla, en cada caso, el conocimiento de las poblaciones y de las élites, en función de circunstancias histórico-sociales evolutivas), posee, al menos, un núcleo perfectamente definido: la realización de la prosperidad, la perfección y el engrandecimiento de la colectividad en tanto en cuanto, lejos de constituir sólo un bien colectivamente poseído, se distribuya asimismo en el bien de sus integrantes (en el disfrute de sus derechos de libertad y de bienestar).

El derecho natural se rige por un solo valor, aunque es cierto que, lejos de ser monolítico, ese bien común es calidoscópico, descomponiéndose en diversos bienes, a menudo opuestos entre sí. La vinculatividad de ese principio del bien común emana de la propia existencia de la sociedad, siendo del todo independiente de las escalas morales, de las teorías éticas, de si abrazamos el cognitivismo o el anticognitivismo, una ética teleológica, una ética intrinsecista o una ética material de los valores o cualquier otra.

En cambio, invocar la ética para resolver cuestiones de pública decisión nos empantana en la total incertidumbre. ¿Cuáles normas éticas son pertinentes? ¿Quién las escoge? ¿Con qué criterios? ¿Va a ser un ético cognitivista o uno anticognitivista? ¿Va a ser un ético intrinsecista o uno consecuencialista?

Suponiendo que esa espúrea «comisión» (¿comisionada por quién?), tras un tiempo (forzosamente largo) de discusión libre, se ponga de acuerdo en unas normas éticas, ¿por qué hemos de respetarlas y acatarlas los demás? Si escogen una ética intrinsecista, ¿qué nos fuerza a someternos a ella a quienes preferimos el consecuencialismo? ¿Y qué sucede si se ponen de acuerdo en el no cognitivismo y, por lo tanto, las normas éticas en las cuales concuerdan son cuestión de gusto?

De todos modos, el supuesto mismo carece de fundamento: esa apelación a la funesta ética la hacen --¡reconozcámoslo!-- para el caso «en que las normas jurídicas no determin[e]n suficientemente la resolución de conflictos». Pero eso es imposible. Según lo he demostrado en el citado reciente libro, no hay lagunas jurídicas, de suerte que el ordenamiento jurídico siempre resuelve los conflictos.

En nuestro caso, el litigio planteado se resuelve en un minuto: una pretensión es totalmente ilegal, absolutamente anticonstitucional, mientras que el rechazo de la misma es, no sólo lícito, sino totalmente preceptivo. Jurídicamente el asunto está zanjado antes de que empiece la discusión.

V

Paso al punto 5º del manifiesto:

Si bien es improbable --aunque no imposible-- que todos los miembros de la Comisión lleguen a un acuerdo sobre procedimientos y otras normas para la reducción y resolución de conflictos, la mayoría requerida para la aceptación de las normas de trabajo debería superar ampliamente el 50%. En las decisiones trascendentales de las democracias, con un efecto a largo plazo sobre las generaciones futuras, los acuerdos requieren mayorías claras y significativas, tal como sucede al aceptar o revisar constituciones en muchos países.

¿Qué valor tiene tal precaución? Cuando los firmantes del manifiesto están tratando de legitimar una imaginaria comisión de diálogo cuyas decisiones fueran vinculantes para todos los españoles, por encima de la Constitución, de las leyes y de las decisiones del Tribunal Constitucional, unas decisiones que significarían la abrogación de la Constitución de 1978 por un procedimiento tan absolutamente anticonstitucional como los acuerdos entre unos representantes del poder ejecutivo central y otros del poder ejecutivo autonómico (más, eventualmente, unas organizaciones privadas escogidas o nombradas por alguien), eso significa que precisamente se estarían infringiendo todas las previsiones de la Constitución en lo tocante a su revisión, a las mayorías calificadas y a los procedimientos de revisión.

Sentado tal precedente, arrogándose esa ilegal e ilegítima comisión unos poderes de derogación de la Constitución, actuando al margen de cualesquiera normas jurídicas vigentes, ¿qué escrúpulo la llevaría a tomar sus decisiones por una mayoría calificada? ¿Cuál? ¿Qué norma regularía y estipularía el procedimiento y la mayoría requerida? Además, dado ese paso de una comisión que estaría perpetrando un golpe de estado, al día siguiente se podrá reunir otra que derogase lo así acordado.

VI

He aquí el 6º punto del manifiesto:

Un referéndum negociado sobre la independencia catalana podría ser una salida [...] Los referéndums tienen que ser cuidadosamente preparados [...] De nuevo, tanto en las votaciones parlamentarias como en las públicas, las mayorías deberían ser claras y significativas.

Ningún plebiscito, ni negociado ni no negociado, puede ser una salida porque eso vulnera de la manera más absoluta un elemento esencial de la actual Constitución española de 1978 y de cuantas la han precedido (1812, 1836, 1869, 1876, 1931).

Siendo un principio fundamentalísimo (y, en rigor, supraconstitucional) de nuestro ordenamiento jurídico la indivisibilidad de la nación española (o del pueblo español, o de la sociedad española o del cuerpo político hispano --como quiera decirse), lesiona de la manera más absoluta ese ordenamiento el que su abolición se someta a un plebiscito.

Es cierto que la Constitución de 1978 no contiene ninguna cláusula de intangibilidad y que, por consiguiente, la propia indivisibilidad patria podría ser legalmente abolida. Ahora bien, en primer lugar, eso habría de hacerse según los procedimientos de revisión previstos en la Carta Magna. Además, quienes creemos en normas supraconstitucionales (en la preceptividad jurídico-natural de la obligación del bien común) no podríamos aceptar en ningún caso esa revisión, ni siquiera si se realizara según el procedimiento de revisión constitucional.

Es irrelevante que el plebiscito se prepare cuidadosamente o a la pata la llana. Una de dos. Si es legal, las mayorías calificadas serán las que marque la ley. Mas la ley no tolera ni consiente un plebiscito para abolir ilegalmente la propia legalidad. Si, en cambio, es un plebiscito ilegal --convocado al amparo de cualquier conchabanza y componenda--, las mayorías exigidas serán las que hayan fijado los compadres.

VII

Llego así al 7º y último punto del manifiesto:

[...] Nos tomamos en serio la declaración de los partidarios de la independencia catalana de que se consideran pro-europeos [...] una actitud pro-europea debe incluir la consideración de los intereses relevantes en toda la Unión Europea.

Es absolutamente irrelevante que los secesionistas catalanes sean o no partidarios de la unidad europea. Tal unidad es fruto de un contingente y ocasional convenio internacional, que, según el derecho internacional, puede venir abrogado (en virtud del Convenio de Viena sobre el derecho de los tratados). Jurídicamente son iguales las pretensiones del secesionismo tanto si éste aspira a que el eventual fruto de la secesión esté integrado como miembro de la unión europea como si ambiciona su pertenencia a otra agrupación supranacional o a ninguna.

Ni tampoco los defensores de la Constitución y de la ley tienen que ser partidarios de la unión europea ni lo son todos. La pertenencia de España a esa unión no emana de la Constitución ni, menos aún, es un principio supraconstitucional ni siquiera ha sido sometida nunca a la aprobación plebiscitaria del pueblo español, sino decidida en las alturas, sin mediar debate público.

En todo caso, es inaceptable que un asunto como éste se dilucide en función, no de los intereses del pueblo español, sino desde «los intereses relevantes en toda la Unión Europea». O esos intereses son conformes con los del pueblo español --siendo entonces ocioso y redundante invocarlos--; o, si no, se está sacrificando al pueblo español a favor de la unión europea, cuando las élites que, sin consultar nuestra opinión, nos impusieron el ingreso en tal unión alegaron que así se salvaguardarían mejor los intereses del pueblo español.

Estaríamos ofrendándonos en aras de la unión europea cuando nadie lo hace. Ninguna cuestión en litigio político en Italia, Hungría, Polonia, Dinamarca, Rumania, Austria u Holanda se resuelve a expensas de los intereses nacionales y en aras del presunto interés superior de la unión europea en su conjunto.

Conclusión

Los firmantes del manifiesto han desaprovechado una buena ocasión para callarse. Lejos de aportar claridad o argumentos jurídicamente atendibles, han contribuido a embrollar más las cuestiones en litigio con unas posturas confusas y, además, no exentas de sobreentendidos y de proposiciones trabucadas o con medias palabras.




DECLARACIÓN SOBRE LA CRISIS EN CATALUÑA

«NO ONE IS BORN HATING ANOTHER PERSON BECAUSE OF THE COLOR OF HIS SKIN, OR HIS BACKGROUND, OR HIS RELIGION ... IF THEY CAN LEARN TO HATE, THEY CAN BE TAUGHT TO LOVE.» (NELSON MANDELA)

LOS ABAJO FIRMANTES, FILÓSOFOS QUE TRABAJAN EN UNIVERSIDADES CATALANAS, DECLARAMOS QUE:

  • 1. RECHAZAMOS LA VIOLENCIA POLICIAL QUE SE EJERCIÓ CONTRA LOS CIUDADANOS NO VIOLENTOS EN CATALUÑA EL 1 DE OCTUBRE DE 2017. EN DEMOCRACIA, TAL VIOLENCIA NO ESTÁ JUSTIFICADA, EXISTA O NO SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DE ESPAÑA SOBRE LA ILEGALIDAD DEL REFERÉNDUM. LA VIOLENCIA NO ERA NECESARIA PARA EVITAR EL REFERÉNDUM. HACEMOS UN LLAMAMIENTO A TODOS LOS POLÍTICOS ESPAÑOLES Y CATALANES PARA QUE SE ABSTENGAN DE OPTAR POR LA VIOLENCIA, RECURRIR A ACCIONES UNILATERALES, Y PROMOVER LAS PROVOCACIONES Y LA MANIPULACIÓN DEL PÚBLICO. LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y EL DIÁLOGO RESPETUOSO, GUIADOS POR ARGUMENTOS Y HECHOS ADECUADOS, DEBEN SER LA FORMA DE RESOLVER LAS DISPUTAS POLÍTICAS.

  • 2. COMO PRIMER E INMEDIATO PASO HACIA LA REDUCCIÓN DE LA TENSIÓN, PROPONEMOS A LOS GOBIERNOS ESPAÑOL Y CATALÁN QUE SE CONSTITUYA UNA COMISIÓN FORMADA POR REPRESENTANTES EXPERTOS DE TODOS LOS PRINCIPALES PARTIDOS, INCLUIDOS LOS PARTIDOS DE OPOSICIÓN DE AMBOS PARLAMENTOS, CON LA TAREA DE CONSTRUIR UN CONSENSO SOBRE LAS NORMAS PROCESALES Y SUSTANTIVAS QUE DEBERÍAN AYUDAR A REDUCIR Y RESOLVER EL CONFLICTO.

    ADEMÁS, LA COMISIÓN DEBERÍA INCLUIR EXPERTOS EN DERECHO NACIONAL E INTERNACIONAL, ÉTICA Y FILOSOFÍA POLÍTICA Y ESPECIALISTAS EN RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS.

  • 3. NO SÓLO LA LEGISLACIÓN ESPAÑOLA, SINO TAMBIÉN PARTES DEL DERECHO INTERNACIONAL, COMO EL ACUERDO DE HELSINKI (ARTÍCULO 1.III), EL TRATADO UE MAASTRICHT (ARTÍCULO 4.2), EL CÓDIGO DE BUENAS PRÁCTICAS DEL CONSEJO DE EUROPA SOBRE REFERENDOS, ASÍ COMO LA CARTA DE LAS NACIONES UNIDAS, EL PACTO CIVIL DE LAS NACIONES UNIDAS Y LA RESOLUCIÓN 2625 DE LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS PODRÍAN FORMAR PARTE DEL MARCO JURÍDICO A CONSIDERAR. TODOS LOS PARTIDOS POLÍTICOS INVOLUCRADOS, LOS RESPONSABLES DE TOMAR DECISIONES Y LAS ORGANIZACIONES NO GUBERNAMENTALES DEBERÍAN SEGUIR ESTRICTAMENTE LAS NORMAS PERTINENTES. PACTA SUNT SERVANDA.

  • 4. EN LA MEDIDA EN QUE LAS NORMAS JURÍDICAS NO DETERMINAN SUFICIENTEMENTE LA RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS, LA SOLUCIÓN DEBERÍA BASARSE EN NORMAS ÉTICAS QUE DEBEN SER DISCUTIDAS LIBREMENTE Y ACEPTADAS POR LA COMISIÓN.

  • 5. SI BIEN ES IMPROBABLE --AUNQUE NO IMPOSIBLE-- QUE TODOS LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN LLEGUEN A UN ACUERDO SOBRE PROCEDIMIENTOS Y OTRAS NORMAS PARA LA REDUCCIÓN Y RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS, LA MAYORÍA REQUERIDA PARA LA ACEPTACIÓN DE LAS NORMAS DE TRABAJO DEBERÍA SUPERAR AMPLIAMENTE EL 50%. EN LAS DECISIONES TRASCENDENTALES DE LAS DEMOCRACIAS, CON UN EFECTO A LARGO PLAZO SOBRE LAS GENERACIONES FUTURAS, LOS ACUERDOS REQUIEREN MAYORÍAS CLARAS Y SIGNIFICATIVAS, TAL COMO SUCEDE AL ACEPTAR O REVISAR CONSTITUCIONES EN MUCHOS PAÍSES.

  • 6. UN REFERÉNDUM NEGOCIADO SOBRE LA INDEPENDENCIA CATALANA PODRÍA SER UNA SALIDA, AUNQUE NO LA ÚNICA. LOS REFERÉNDUMS TIENEN QUE SER CUIDADOSAMENTE PREPARADOS, REQUIEREN UN DEBATE PÚBLICO JUSTO, BIEN INFORMADO E IMPARCIAL, GUIADO POR LOS IDEALES DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA. EN ESTE DEBATE, LAS OPCIONES ALTERNATIVAS, COMO UNA MAYOR AUTONOMÍA PARA CATALUÑA O UNA REFORMA FEDERAL DE ESPAÑA, DEBERÍAN ESTAR PLENAMENTE PRESENTES TAMBIÉN. LA COMISIÓN DEBERÍA ELABORAR DICHAS PROPUESTAS Y ENVIARLAS A LOS PARLAMENTOS ESPAÑOL Y CATALÁN PARA UN DEBATE INFORMADO. CON EL CONSENTIMIENTO DE TODAS LAS PARTES, LOS ASESORES DE ORGANIZACIONES INTERNACIONALES PODRÍAN AYUDAR A NEGOCIAR UN ACUERDO ENTRE LOS PARLAMENTOS. DE NUEVO, TANTO EN LAS VOTACIONES PARLAMENTARIAS COMO EN LAS PÚBLICAS, LAS MAYORÍAS DEBERÍAN SER CLARAS Y SIGNIFICATIVAS.

  • 7. EL CONFLICTO DEBERÍA ABORDARSE DE MANERA QUE RECONOZCA QUE CATALUÑA NO ES EL ÚNICO LUGAR CON UN MOVIMIENTO DE INDEPENDENCIA EN EUROPA Y QUE LA EXIGENCIA DE UNA MAYOR AUTODETERMINACIÓN DEBE SER EQUILIBRADA CON OTRAS TAREAS Y DESAFÍOS IMPORTANTES A LOS QUE SE ENFRENTA LA UNIÓN EUROPEA. NOS TOMAMOS EN SERIO LA DECLARACIÓN DE LOS PARTIDARIOS DE LA INDEPENDENCIA CATALANA DE QUE SE CONSIDERAN PRO-EUROPEOS, A DIFERENCIA DE OTROS MOVIMIENTOS NACIONALISTAS. CREEMOS QUE UNA ACTITUD PRO-EUROPEA DEBE INCLUIR LA CONSIDERACIÓN DE LOS INTERESES RELEVANTES EN TODA LA UNIÓN EUROPEA.

CON ESTOS PRIMEROS PASOS, NUESTRO OBJETIVO ES AYUDAR A REDUCIR LA PELIGROSA ESCALADA DE ACCIONES Y EMOCIONES EN ESTE MOMENTO CRÍTICO. ESTOS «JUEGOS DEL GALLINA» (BERTRAND RUSSELL) PUEDEN TERMINAR MUY MAL. SI EL CONFLICTO CONTINÚA, TODAS LAS PARTES PUEDEN SUFRIR PÉRDIDAS MUY GRAVES Y LAMENTABLES. ES ESENCIAL IMPEDIR LA ESCALADA DEL CONFLICTO.

INVITAMOS A TODOS LOS CIUDADANOS DE CATALUÑA, ESPAÑA Y EUROPA A SUMARSE A ESTA DECLARACIÓN.

BARCELONA, 03/10/2017

SIGNED FIRST BY:

  • MASSIMILIANO BADINO (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • NORBERT BILBENY GARCIA (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • VICTORIA CAMPS (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • PAULA CASAL (UNIVERSITAT POMPEU FABRA)
  • MARIA RAMON CUBELLS BARTOLOMÉ (UNIVERSITAT ROVIRA I VIRGILI, TARRAGONA)
  • ENCARNACIÓN DÍAZ LEÓN (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • JOSÉ ANTONIO DIEZ (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • ANNA ESTANY PROFITÓS (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • CHRISTOPHER EVANS (FUNDACIÓ BOSCH I GIMPERA)
  • ALEXANDER FIDORA (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • DANIEL GAMPER (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • MANUEL GARCÍA-CARPINTERO (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • VICTOR GÓMEZ PIN (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • IÑIGO GONZÁLEZ RICOY (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • CARL HOEFER (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • TERESA MARQUES (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • GENOVEVA MARTÍ (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • JOSÉ LUIS MARTÍ (UNIVERSITAT POMPEU FABRA)
  • VÍCTOR MÉNDEZ BAIGES (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • NÚRIA SARA MIRAS BORONET (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • J. J. MORESO (UNIVERSITAT POMPEU FABRA)
  • SERENA OLSARETTI (UNIVERSITAT POMPEU FABRA)
  • FRANCESC PEREÑA BLASI (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • JOSEP LLUÍS PRADES (UNIVERSITAT DE GIRONA)
  • ÀNGEL PUYOL GONZÁLEZ (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • JESUS HERNANDEZ REYES (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • SVEN ROSENKRANZ (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • ALBERT SOLÉ (UNIVERSITAT DE BARCELONA)
  • THOMAS STURM (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • JOAN VERGÉS GIFRA (UNIVERSITAT DE GIRONA)
  • GERARD VILAR (UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
  • ANDREW WILLIAMS (UNIVERSITAT POMPEU FABRA)

[continuará]