SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (XI)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
XI.-- Secesión catalana, esclusas abiertas
por Lorenzo Peña y Gonzalo
viernes 2017-12-15


Con sobrado fundamento se ha criticado, como una falacia, el argumento de la pendiente resbaladiza. ¿En qué consiste ese argumento? En alinear una pluralidad de situaciones a lo largo de una secuencia unidimensional y afirmar que cualquier paso que se dé, adoptando o propiciando una de tales situaciones, conducirá, de un modo u otro, a que se dé el paso siguiente y así sucesivamente.

Normalmente se alinean esas situaciones de menos mala a pésima. Se considera que la barrera para evitar caer en la situación pésima es no dar ni un solo paso en esa secuencia.

El argumento no es del todo inmotivado o arbitrario, aunque sí comporta aspectos ilógicos, como vamos a ver. El motivo en que se basa es que tienden a no mantenerse las situaciones que, por su propia índole, son inestables.

P.ej., en la Roma clásica la mayoría de edad se vinculaba a la única transformación que marca un cierto salto en la vida, que es la pubertad, la cual no es súbita, pero sí un cambio bastante rápido. Sin fijar una edad exacta, los varones romanos ingresaban en la categoría de adultos en torno a los 16 años (podían ser los 15), abandonando su atuendo infantil para vestirse con la toga viril y ejercer sus derechos y deberes de ciudadano adulto.

En siglos más recientes, la mayoría de edad se fijó a los 21 años. ¿Por qué 21 y no 22 ó 20? Fue arbitrario. (En España las mujeres, salvo que se casaran, no adquirían la plena mayoría hasta los 23.) Luego, por presión de una moda que no se justificó, se bajó abruptamente a los 18. De nuevo ese límite es arbitrario. Somos muchos o algunos los que defendemos que, de haber una edad generalmente fijada, debería ser la de los 16, como en la Roma clásica.

Es curioso que el reemplazo de los 21 por los 18 se hiciera tan aceleradamente y sin mediar apenas público debate. Es uno de los pocos casos en los que no se ha invocado el argumento de la pendiente resbaladiza. Nadie quiso pasar por carca oponiéndose. Sin embargo, es un ejemplo típico en el cual el argumento habría sido perfectamente pertinente. Lo es porque las edades están, de suyo, ubicadas en una secuencia lineal natural, no artificialmente forjada ni inventada para efectos de la discusión: 26 años, 25, 24, 23, ..., 16, 15, 14, .... Luego alguien hubiera podido alegar que ese tope de 21 años estaba consagrado por una larga tradición y socialmente asumido; sin que nadie hubiera justificado que el decimoctavo cumpleaños significaba un salto en la vida, saltar de golpe a los 18 era dar un paso al cual podría seguir otro de bajar a 17, luego a 16 y, ¿por qué no?, a 15, a 14, a 13, a 12. Cualquiera de las últimas opciones se juzgaría horrible, catastrófica (estoy esperando las explicaciones de por qué y en qué).

No obstante, como en tantas cosas humanas lo que decide es la moda más que la razón, se abrazó por consenso ese límite de los 18; a los que proponemos bajar a 16 se nos dice que los jóvenes de esa edad son niños, son inmaduros. Si de madurez se trata, pienso que muchos de 26 y aun de 36 siguen siendo inmaduros, manteniendo una mentalidad de adolescentes. (Un ejemplo: ¿cuántos votantes han leído el programa electoral del partido al cual votan? Y, de ellos, ¿cuántos han reflexionado sobre sus propuestas, las han comparado con las de los candidatos alternativos y han hecho un análisis crítico de pros y contras? De quienes actúan así de maduramente, ¿hay más en una franja de edad que en otra?)

Evidentemente, como no está de moda la idea de colocar el paso a la mayoría a los 16, a quienes lo proponemos sí se nos objeta con la pendiente resbaladiza. Dieciséis y ¿por qué no quince? ¿Por qué no catorce? Y así sucesivamente.

No voy a proseguir aquí la discusión sobre ese tema, pues lo traigo a colación como mero ejemplo. En muchas otras alineaciones la secuencia no está ahí, sino que se construye por mor de la disputa. P.ej., se discute si procede instalar cámaras de videovigilancia en un edificio público. Algunos o muchos se oponen alegando que, de hacerse, el siguiente paso será colocar escrutadores que nos vean debajo de la ropa que llevamos encima y el siguiente cachearnos y el siguiente desnudarnos y el siguiente .... No estoy defendiendo la colocación de esas cámaras, pero, en un caso así, el argumento de la pendiente resbaladiza no me parece nada convincente, porque la propia secuencia es artificial y porque hay sobradas razones de respeto a la intimidad para, aun instalando las cámaras, abstenerse de los sucesivos pasos.

Por lo tanto, para que, en un caso concreto, sea válido y no sofístico el argumento de la pendiente resbaladiza es menester que concurran dos requisitos:

  1. Que la secuencia de situaciones alineadas forme una serie natural, no artificialmente inventada con fines polémicos o ad hoc.

  2. Que la inestabilidad del adoptar una de tales situaciones sea de tal índole que conlleve, de suyo, una propensión a adoptar el paso siguiente en la serie, sin que se vea ninguna razón válida para detenerse en uno de los eslabones de la cadena.

Creo que todos los usos falaces del argumento de la pendiente resbaladiza comportan la ausencia de uno u otro de estos requisitos; frecuentemente de ambos.

Lo que quiero defender es que, de prosperar la secesión catalana, sería perfectamente pertinente y válido el argumento de la pendiente resbaladiza en el sentido de que el resultado sería la destrucción y desintegración completa del Estado español. Un Estado-nación que, en mi opinión, existe desde el Principado de Octaviano Augusto (entonces, eso sí, no independiente, sino parte del Imperio Romano --de la Res Publica Populi Romani--, pero una unidad lingüístico-política y cultural que ha pervivido a lo largo de dos milenios). Otros estiman, empero, que sólo existe el Estado español desde el 19 de octubre de 1469, con el casamiento de Fernando e Isabel de Trastámara en Valladolid. Otros pueden proponer otras fechas.

Sea como fuere, esa entidad geográfica, política y cultural existe unida desde, como mínimo, medio milenio (yo creo que desde hace 205 lustros). Está integrada por diversos territorios y sendas poblaciones. Unas tienen más peculiaridades lingüísticas o históricas o culturales. Otras menos. Dentro de los territorios con mayores particularidades, unas zonas las poseen en mayor grado, otras las tienen muy desvaídas o difuminadas.

Las actuales 17 autonomías regionales forman una amalgama heteróclita, cuyo elenco se inventó artificialmente en la Transición por acuerdo o conchabanza de las clases políticas deseosas de instituir sendas redes cacicales y clientelistas, explotando vagos sentimientos regionalistas (generalmente ajenos a las preocupaciones de la mayoría de las poblaciones respectivas). Así, Andalucía puede ser una región cultural, pero carece de entidad histórica (jamás existió ningún reino de Andalucía). Varias autonomías uniprovinciales se han inventado de la nada, arrogándose denominaciones inapropiadas y abusivas. Otras unidades históricas, con historia propia, como León y Castilla, no tienen sendas autonomías; mas no faltan los nostálgicos del siglo XII o del XIV, que desearían restituir los reinos medievales, erigiéndolos en Estados independientes.

Lamentablemente en España, en la España de después de 1975, se ha perdido el sentimiento nacional y patriótico. Digo que eso es desgraciado no porque piense que lo español es mejor, ni que España es una unidad de destino en lo universal cuya misión sea asegurar la supremacía de los valores espirituales; si desde los 11 años rechacé las enseñanzas que nos inculcaban tales nociones, no las voy a asumir ahora. España no es ni mejor ni peor que otros países. Es mejor en unas cosas, peor en otras.

Pero la unión es buena y la desunión mala. Las asociaciones humanas son un producto contingente de una concatenación de acontecimientos que hubieran podido no tener lugar. Pese a su geografía peninsular tan característica, podría no haberse efectuado la unificación de España que fue obra de Roma.

Una vez que existe una asociación humana, tiene un valor del cual carecen las asociaciones alternativas que pudieran crearse en su lugar. Igual sucede con las parejas. Contrariamente al alegato de Kant, una pareja real tiene algo de lo cual carece una pareja posible: su existencia es un atributo de su esencia --aunque sólo, claro, una vez que contingentemente existe. Destruir una unión siempre es un mal, aunque a veces sea un mal necesario o inevitable --o un mal menor.

Sería una catástrofe que nos separásemos los españoles --que llevamos juntos dos milenios--; que unos formaran un Estado y otros otro Estado; que en nuestro territorio compartido y común se erigieran fronteras al albur de unas u otras pretensiones irredentistas.

Pese a la pérdida de sentimiento patriótico y nacional (abusivamente identificado con la ideología del régimen franquista), esa calamidad está evitada por la existencia de un aglutinante, que es --junto con los vínculos lingüísticos, culturales, económicos, familiares y afectivos que nos unen-- el propio funcionamiento del Estado, con sus instituciones y su (insuficiente) política redistributiva (un Estado del bienestar magro y deficiente, pero no nulo).

Imaginemos que eso se rompe con una secesión catalana. Cataluña es la región más rica de España (aunque en la escala teórica de los economistas no ocupe el puesto nº1; pero esa escala está mal). Su separación destrozaría, en buena medida, el funcionamiento de esas instituciones; lo que quedara de ellas sería quebradizo y precario.

El Estado amenguado constituirá una entidad irrelevante en las esferas paneuropea e internacional. Hoy todavía España es, no una potencia, desde luego, mas sí, dentro de la unión europea, un país de dimensión media por su PIB, su población y su territorio. Sin Cataluña (una Cataluña destinada a ser la Letonia del Mediterráneo), lo que quede será un paisujo de tercera categoría.

En ese ambiente, vendrán inmediatamente las reivindicaciones de secesión de las Vascongadas, luego las de Navarra, las de Galicia, siguiendo con las de Canarias, Andalucía, Castilla (Tierra Comunera), Aragón, Valencia, las Baleares.

No creo que pudiera seguir existiendo nada que se llamara «Estado español», como no nos imaginemos uno con territorio discontiguo formado por las provincias de Madrid, Logroño, Santander y Murcia, más las plazas de soberanía de Ceuta y Melilla --posiblemente los últimos reductos de un unitarismo hispano.

La secesión catalana sería particularmente perjudicial para las regiones más pobres de España, que son las que más reciben en la política redistributiva del Estado, al sustraer del haber común precisamente el principal foco regional de riqueza. Sin embargo, por paradójico que sea, en una de ellas, Andalucía, es donde más se levantan voces favorables a tal secesión, justamente con la esperanza de los separatistas andaluces de que, quebrada así la solidaridad interregional, dejando el pueblo andaluz de recibir las subvenciones a que tiene derecho en el marco unitario hispano, caiga una objeción de peso contra sus pretensiones irredentistas encaminadas a convertir el sur de España en un Estado independiente.

No invento yo ese peligro de las esclusas abiertas. Está ahí y debería ser obvio para cualquiera que mire la realidad.

En el plano de las relaciones interindividuales, el divorcio es siempre triste, es una pena, es un fracaso; a menudo se convierte mucho más en fuente de infelicidad y penuria que en arranque de una nueva vida mejor. Infinitamente más trágico sería, en el plano político, el divorcio de las regiones de España, renunciando al legado de las generaciones que nos han precedido y que contribuyeron a la unidad de que disfrutamos.

[continuará]






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