ES JURIDICAMENTE VINCULANTE SEGUIR LAS REGLAS DE LA ACADEMIA

¿Es jurídicamente preceptivo atenerse a las reglas ortográficas de la Real Academia?
por Lorenzo Peña y Gonzalo

jueves 2017-08-31


Una vez más, me ha tocado --en estas semanas estivales-- corregir pruebas de imprenta. Con el correr de los decenios ha ido menguando mi resistencia a las innovaciones ortográficas. Me he resignado poco a poco, aunque todavía no del todo.

Lo que ahora quiero preguntarme --y preguntar a cuantos me siguen en esta bitácora-- es cuál es el estatuto jurídico de los preceptos de la Real Academia Española. ¿Qué obligación legal tenemos de escribir según lo mandan esas reglas --complicadas pero, sobre todo, sobremanera inestables, incluso efímeras en algunos casos?

La Real Academia Española es una corporación de Derecho público creada, con auspicios regios, en 1713 (el mismo año del Tratado de Utrecht).

Sigue siendo un ente público, pero muy sui generis, resultando dificilísimo clasificarlo en una de las categorías de entes públicos que se estudian en Derecho Administrativo. Hoy se rige en su funcionamiento por el Derecho privado, siendo financiada, no sólo por la subvención estatal (salida de los presupuestos generales), sino también por sus propios negocios y posesiones así como por las aportaciones de un patronato y una fundación, creados en 1993 (en el período de las privatizaciones promovidas por el gobierno socialista del Lcdo. Felipe González Márquez).

No es preciso desentrañar aquí el entramado que forman Patronato y Fundación; en el portal de la Academia todo eso resulta laberíntico e intrincado. Sea como fuere, en el Patronato figuran: Arcelor-Mital, Bankia, La Caixa, Iberdrola, Banco Santander, Repsol, la Telefónica, la IBM, el grupo PRISA, Vocento, el BBVA; entre los benefactores integrados en la Fundación se hallan: ALSA (compañía de transportes perteneciente al consorcio británico National Express), la compañía de seguros MAPFRE, Inditex (Zara), la Coca-Cola, OHL, etc. En suma, lo más granado de la oligarquía financiera española junto con unas cuantas multinacionales. (Varias de las empresas auspiciantes de la Academia gestionan o publican órganos de prensa, los cuales vulneran las propias reglas académicas y a diario destrozan, machacan y desfiguran la lengua española.)

Los auspicios públicos más el reconocimiento oficial de que la Academia tiene potestad para determinar las reglas de uso de nuestro idioma (en su triple misión de limpiarlo, fijarlo y darle esplendor) ¿qué significan para los funcionarios públicos y para los ciudadanos privados? ¿Dónde o cómo está dicho que las reglas que prescribe la Academia son de preceptiva observancia por los unos o por los otros?

¿Se atienen, por lo menos, a esas reglas los textos oficiales, los preceptos legislativos, ejecutivos y judiciales, tanto del Estado español cuanto de sus ramificaciones regionales, las llamadas «comunidades autónomas»? Basta hojear el Boletín oficial del Estado para percatarse de que éste no se ajusta a las reglas ortográficas de la Academia.

No conozco norma alguna de Derecho administrativo u otro que preceptúe, ni a los funcionarios o servidores públicos, ni menos a los particulares atenerse a las reglas de la Academia. Desde luego es obvio que no se incurre en sanción alguna por escribir como la Academia prohíbe o desaconseja. ¿Podría ser una obligación sin sanción por incumplimiento? Podría ser. Pero para afirmar que lo es, hay que demostrarlo. Yo no conozco prueba alguna de que exista tal obligación.

Si acaso podrá haber (y seguramente hay) prescripciones reglamentarias en ese sentido en dos ámbitos. El uno es atinente a la instrucción. Es limitada la libertad de cátedra (hoy crecientemente erosionada y residual, incluso en la Universidad). Principalmente los maestros de primera enseñanza y también los profesores de secundaria están sujetos a constreñimientos sobre el contenido de su docencia. Una de las materias que tienen que enseñar es la escritura de nuestro idioma, ateniéndose a determinadas prescripciones. En particular la ortografía se impartirá según unos prontuarios que se inspirarán, sin lugar a dudas, en los alambicados y tortuosos textos de la Academia.

Los resultados difícilmente pueden ser peores: el español es cada vez peor conocido y ahora fortísimamente concurrenciado por el impuesto bilingüismo, cuya consecuencia está siendo el semilingüismo --para usar el vocablo utilizado por el Profesor Jean-Luc Fournet--, o sea que los alumnos salen sin ser plenamente solventes en ninguna lengua --y, desde luego, incapaces de hablar y escribir correctamente el castellano.

De la obligación docente se deriva la discente. Para aprobar la asignatura de lengua española (y, en alguna medida, quizá también otras, al menos en teoría), los alumnos han de dominar la ortografía del español según lo que les han enseñado. Luego escribirá cada cual según sus preferencias, pero, en principio, en los exámenes y ejercicios escolares se les exigirá que se atengan a la ortografía que en clase les han impartido. Notemos ya, de pasada, que lo que les resultará preceptivo será seguir las reglas que se les hayan enseñado; no directamente las de la Academia, que pueden y suelen ser muchísimo más enrevesadas.

Otro ámbito de prescripción ortográfica puede ser el de las pruebas escritas que haya que superar para acceder a empleos públicos (aunque no estoy seguro de que lo sea --entre otras razones porque dudo mucho que los examinadores conozcan bien esas reglas).

Reconozcamos que estamos asistiendo a un cuasiiletrismo generalizado, cuando es difícil encontrar individuos que apliquen las reglas más elementales de nuestra ortografía (aquellas que han permanecido estables a lo largo de ocho quindecenios --y algunas de ellas varios siglos).

En páginas oficiales de centros públicos (incluso de enseñanza), en portales académicos, en escritos de autores de buena reputación, en textos de catedráticos de Universidad y, desde luego, en revistas y periódicos pueden leerse gazapos como los siguientes: «son los mejores pagados»; «¿Porque tienen tanta prisa?»; «han trabajado cómo siempre»; «España es quién tiene más margen para subir el interés en depósitos de Europa» (El Economista, 2017-08-22); «habían muchos manifestantes»; «el edificio contigüo»; «funciona mal el desague»; «KLM ha absorvido a Air France»; «sino presentan a tiempo su solicitud, caducará su derecho a reclamar»; «el juez dictó el deshaucio»; «no saben como ha sucedido»; «han hechado a varios trabajadores de la empresa»; «un exámen»; «los examenes»; «pudiendose»; «ingénuo»; «contemporaneo»; «pudieséis»; «preveyendo»; «contribuísteis»; «haciendolo»; «ofreciendoselo»; «dandonos»; «fijémosnos»; «pretesto»; «trastocar», «trastoca»; «denostan»; «disuadir» por «persuadir» o viceversa; «retroactividad» por «irretroactividad» o viceversa; «puede hacerlo y no puede hacerlo» (por «puede hacerlo y puede no hacerlo»); «delante de esos malos resultados, plantean una reorientación»; «el estadio se convirtió en una hoya a presión»; «hasta que no hallan terminado las obras no empezarán las clases»; «sin que nadie lo digera».

Y no cuento la turbamulta de barbarismos, en particular los innecesarios anglicismos a troche y moche (no se trata de palabras técnicas como software) así como las abundantísimas faltas de concordancia («Es necesario muchas reformas»; «el mismo área»; «este agua»). (La publicidad comercial es todavía peor, sin faltar extremos como «apollar a los candidatos»).

(Diversos, pero relacionados, son otros fenómenos: la pobreza de vocabulario; el desuso de formas morfológicas menos frecuentes y su reemplazo por otras semánticamente no equivalentes; la sintaxis monótona y llana, abandonándose los complementos circunstanciales y las cláusulas subordinadas, todo lo cual empobrece la dicción, perdiéndose el brío y la belleza gráfica y sonora de nuestra prosa decimonónica.)

Ante ese alud de faltas y ese masivo mal uso lingüístico, mi impresión es que, desgraciadamente, escasean hoy quienes saben escribir correctamente muestro idioma; y eso a todos los niveles, sin excluir a los catedráticos de Universidad. ¿Tienen mayor competencia los señores de la Real Academia Española? Suelen provenir de ese medio o de otros de menor instrucción (p.ej. literatos de cierta fama, que no forzosamente son maestros en el dominio de la lengua cervantina).

En ese ambiente de crasa ignorancia --no ya ortográfica, sino lingüística en general--, ¿cómo podrán mostrarse muy exigentes los examinadores de pruebas de acceso a empleos, empeñándose en calificar los ejercicios en función de la observancia de las reglas académicas? Lo dudo.

Finalmente ¿cuál es el uso que han de hacer de esas reglas las empresas privadas y los particulares? Ningún mandamiento oficial prescribe observar los preceptos de la Academia. Sin embargo, es palmario que, en mayor o menor medida, se tenderá a seguirlas por una razón pragmática: que nos entendamos al leernos los unos a los otros. Si escribe sus documentos de cualquier modo, un administrativo de una firma comercial causará en sus destinatarios perplejidad y desconcierto, por lo cual es normal que los empleadores algo sí tengan en cuenta la ortografía de los aspirantes a empleos privados (por lo menos la de aquellos a quienes vayan a confiarse tareas que impliquen el uso de la pluma o --más bien hoy-- del teclado).

Surgen aquí, empero, dos graves problemas. El primero es que existe un considerable hiato entre el contenido docente de la ortografía (forzosamente simplificado) y el complejo entramado de las prescripciones reguladas por los académicos en sus solemnes y gruesos textos. El segundo es que son muy cambiantes las reglas de la Real Academia Española, lo cual acarrea inseguridad, incertidumbre y hasta rechazo en no pocos escritores, principalmente en aquellos que pusieron empeño en escribir bien, esmerándose en atenerse pulcramente a las reglas que les habían enseñado (mientras que son quizá más proclives a adaptarse a las frecuentes mudanzas de la normativa académica los laxos --aquellos cuyo conocimiento de la ortografía siempre fue superficial y vacilante--, puesto que el asunto les importa poco).

* * *

Ilustraré ese doble problema con lo que me ha sucedido corrigiendo pruebas de imprenta en semanas recientes. Voy a ceñirme a tres tropiezos.

El primero se refiere al uso de mayúsculas y minúsculas. La regla que me enseñaron y que yo he aplicado (aunque no siempre) es que hay ciertos nombres comunes cuya inicial se escribe con mayúscula cuando denotan un ente abstracto institucional; p.ej. «el Estado», «el Derecho», «la Ley» --a diferencia de «el mal estado de los alimentos», «el derecho de asociación», «la ley de seguridad ciudadana»). Mi reciente manuscrito es un texto de filosofía jurídica, por lo cual contiene miles de ocurrencias de «el Derecho». Todas ellas han pasado a escribirse con minúscula. (¡Vale! Me pregunto si no resulta raro decir: «el derecho concede a todos el derecho de reunión».)

También entran aquí las minúsculas de tratamientos honoríficos. A mí me enseñaron a escribir «Su Santidad el Papa», «Su Excelencia el gobernador», «Su Eminencia el Cardenal», «Su Alteza el Príncipe». Ahora tales tratamientos («santidad» etc) se escriben con minúscula. Mi objeción es que en la oración «Su Santidad aterrizó por la tarde en Barajas» el sujeto designa a un individuo, sirviendo como sucedáneo de un nombre propio; podemos decir: «Su Santidad goza de gran prestigio pero es discutible su santidad».

No sé si la regla que me enseñaron sobre mayúsculas era la oficial de la Academia, porque yo no leí los textos de ese alto establecimiento. Pero pienso que es útil mayusculizar palabras con significado abstracto institucional. No sé desde cuándo ha cambiado esa regla. Va a resultar que algunas de mis publicaciones --hasta determinada fecha-- seguirán una pauta y las más recientes otra.

Un segundo problema concierne a los guiones. Hace ya años la Academia decidió que sobraba el guión en palabras derivadas con el uso de un prefijo o incluso de un lexema cuyo valor categoremático estuviera decayendo. Así se escribiría «excombatientes», «prerrevolucionario» (que lamentablemente muchos escriben «prerevolucionario»), «psicosocial», «sociopráctico», «etnolingüística», «antidepresivos», «demoliberal».

Ahora parece haberse dado un paso más (o así lo han creído ver mis marcadores), a saber: que siempre se suprima el guión, incluso en palabras compuestas: «democraticoliberal», «juridicoconstitucional», «filosoficojurídico», «el método hipoteticodeductivo», «las relaciones estadounidensejaponesas»; «la guerra sovieticofinlandesa», «las pautas pragmaticocontextuales», etc. Me he rebelado. No sé qué es lo que manda la Academia, pero rehúso que nada que lleve mi firma se escriba así, porque chirría, resultando ilegible e incomprensible.

El tercer problema es el de los acentos agudos. (Incidentalmente juzgo errónea la moda de llamarlos «tildes»; en términos de escritura fonética, el signo tilde es «~», o sea aquel que en español se coloca superpuesto a la «n» para formar «ñ» y en portugués se usa en palabras como «distribução» y «distribuções», nasalizando sendas vocales.) Nuestro acento agudo, «'» es el mismo que se usa (aunque para otros empleos diacríticos) en otros idiomas romances como el catalán, el portugués, el francés y el italiano, pero asimismo en lenguas como el polaco. En varios idiomas de nuestra familia latina se usan distintivamente el acento agudo, el grave y el circunflejo. Está claro que el primero es el mismo que usamos nosotros, por lo cual no me parece nada apropiado llamarlo «tilde» --diga la Academia lo que dijere--.

La cuestión que planteo se refiere al uso del acento agudo en el adverbio «sólo» y en los pronombres demostrativos masculino y femenino. La versión que corre es que antes eran preceptivos y ahora están prohibidos (desde la reforma de 2010).

Ateniéndose a esa lectura, mis marcadores han suprimido todos los acentos agudos de «sólo» en mi manuscrito (siendo una palabra que yo uso muchísimo) y los de los pronombres demostrativos. Aquí me he inclinado.

El resultado es que en una página de mi manuscrito podía haber bastantes decenas de correcciones señaladas en rojo, ya sólo con la supresión de esos acentos y la minusculización del «Derecho», para no hablar del guión de las palabras compuestas.

Me intriga el asunto de los acentos. He leído, justamente, un interesante artículo (magnífico, como todos los suyos) de mi ilustre colega y amigo, el Dr. Salvador Gutiérrez Ordóñez, de la Real Academia Española: «Sobre la tilde en solo y en los demostrativos», Boletín de la Real Academia Española [BRAE], tomo XCVI, cuaderno CCCXIV, julio-diciembre de 2016 (disponible en línea).

Con pleno respeto a sus siempre muy bien argumentadas opiniones (que emanan de su gran saber como preclaro lingüista, pues es una de las eminencias de la lingüística general de España), me permito expresar aquí mi desacuerdo.

El Dr. Gutiérrez Ordóñez hace un interesantísimo recorrido histórico, mostrándonos que la regla de la acentuación no es muy antigua, sino que fue introducida cual novedad a fines del siglo XIX en aras de evitar anfibologías (en sendas reformas ortográficas de 1870 y 1880).

A riesgo de ser infiel a sus propósitos, voy a resumir sus cinco argumentos.

  • El primero es de principio. En nuestro idioma el acento agudo (el único que usamos) sólo se emplea para diferenciar la prosodia de las palabras --concretamente la ubicación del acento tónico-- con reglas relativamente sencillas que permiten, sin lugar a dudas, saber si una palabra es aguda, llana, esdrújula o esdrujulísima (mientras que en italiano hay que conocer de memoria las palabras esdrújulas, bastante frecuentes). Siendo ésa su razón de ser, no tiene por qué confiarse al acento gráfico otra función, cual es la de deshacer anfibologías, porque hacerlo perturba la funcionalidad propia de ese signo gráfico.

  • El segundo argumento es el ya muy repetido de que son infrecuentes tales anfibologías, soliendo encargarse el contexto de disiparlas.

  • Un tercer argumento es que para saber --según las prescripciones ortográficas de 1870 y 1880-- cuándo hay que colocar acento gráfico y cuándo no, es menester un conocimiento gramatical que supera el acervo cultural de muchos hablantes del idioma; hay que estar atentos para percatarse de si se trata de un adverbio o de un adjetivo y para no confundir un pronombre con un adjetivo, siendo ésos conocimientos gramaticales cuyo dominio pronto y riguroso no puede darse por descontado ni exigirse a todos.

  • Un cuarto argumento es que, si de veras se quisiera confiar al acento gráfico una misión de disipar anfibologías, por coherencia habría que hacerlo también con otras palabras, p.ej. pronombres indefinidos (a fin de distinguir «vinieron algunos borrachos» en los dos sentidos de «algunos vinieron borrachos» y «algunos borrachos vinieron»).

  • Un quinto y último argumento es que hay casos dudosos como «este libro y aquel». ¿Es «aquel» un adjetivo o es un pronombre?

Voy a contestar a esos cinco argumentos.

Frente al primero digo que, si bien, efectivamente, la función primordial de nuestro acento gráfico es la de indicar el acento tónico de las palabras, no tiene por qué ser el único uso. Pero es que, aunque ese signo se usara únicamente para marcar diferencias prosódicas, éstas no se reducen a la presencia del acento tónico. Hay en español un superacento --quizá acento enfático--. Existe una diferencia prosódica entre «Este amigo tuyo no es» y «Éste amigo tuyo no es». Aunque en ambos casos «este» sea palabra llana con acento tónico en la primera sílaba (lo cual voy a cuestionar en seguida), la acentuación es más fuerte o enfática cuando se trata del pronombre; además, el pronombre va seguido de una pequeña pausa, que podría representarse por una coma. «Éste, amigo tuyo no es» o «Éste, muy amigo tuyo no es»; a diferencia de «Este amigo tuyo no es» («no es el responsable», p.ej.). Por otro lado, pienso que el adjetivo demostrativo suele ser átono. Fíjese el lector cómo pronuncia «Este amigo tuyo es el causante» y se percatará de que, muy probablemente, pronuncia como una sola palabra «esteamigo», formándose incluso un pseudodiptongo «tea», o sea una palabra fonéticamente llana de cuatro sílabas; en ciertas hablas del español la pronunciación se asemejará a «estiamigo».

Igualmente hay diferencia prosódica entre «el Presidente sólo rellenó 10 hojas» y «el Presidente solo rellenó 10 hojas». En el segundo caso, una minúscula pausa es posible entre el sintagma nominal «el Presidente solo» y el verbal «rellenó 10 hojas». El adverbio «sólo» lleva un superacento tónico enfático; y más bien se tiende a hacer una pequeña pausa entre el sujeto, «el Presidente», y el verbal «sólo rellenó 10 hojas».

Frente al segundo argumento sostengo que abundan las anfibologías en cuestión. Cierto que muchas veces las disipa el contexto, pero sólo al precio de releer la frase, o saltar atrás o adelante --lo cual no es aplicable en el caso de enunciados breves, como titulares. De todos modos, persisten casos en los que el contexto no permite desambiguar.

Frente al tercer argumento digo que es facilísimo aprender cuándo se escribe «sólo» y cuándo «solo» (según las viejas reglas): «sólo» cuando se puede reemplazar por «solamente». La regla es puerilmente simple, la estudiamos y aprendimos a los ocho o nueve años y siempre la hemos retenido, sin el menor titubeo hasta que la Academia vino a complicar las cosas (con prescripciones como la de usar el acento sólo en caso de posible confusión, lo cual sí obliga a un ejercicio mental más difícil). También es muy sencillo saber cuándo «éste» se acentúa (según las viejas reglas): basta preguntarse «Este ¿qué?» Si es un pronombre, huelga la pregunta: «Tiene dos hermanos; éste es muy cariñoso pero aquél es arisco»; en tal contexto no tiene sentido preguntar «este ¿qué?».

De todos modos, para reforzar mi respuesta al tercer argumento, me pregunto si vale esa consideración de facilitar las cosas a los ignorantes. ¿De veras es tan difícil distinguir un pronombre de un adjetivo, un adverbio de un adjetivo? Si se trata de allanar el camino a los ignaros (entre ellos muchos periodistas, escritores, políticos, paginadores, anunciantes, enseñantes, profesores de Universidad etc), grandes serían los cambios que habría que introducir en nuestra ortografía: eliminar la hache, igualar la «b» y la uve y, para la mayoría de los hablantes (aunque afortunadamente no todos), la distinción entre «ye» y «elle».

Frente al cuarto argumento, mi objeción es que en el siglo XIX la Academia introdujo el acento gráfico para disipar las anfibologías del «sólo» y de los pronombres demostrativos y ninguna otra. Varias generaciones de españoles (y posiblemente de otros hispanohablantes) se educaron con esas reglas. Generalizar el uso diacrítico para indefinidos u otros vocablos sería introducir una confundente y perniciosa perturbación. Ninguna ortografía se ajusta a un canon de absoluta sistematicidad. Además esas otras anfibologías son menos frecuentes.

Frente al quinto argumento, reconozco los casos dudosos, por lo cual es permisible, en esos supuestos, poner el acento o no (siempre a tenor de las viejas normas). En esos casos, carece de importancia, pues ahí, indefectiblemente, desambigúa el contexto inmediato.

* * *

Termino mi artículo con una reflexión. El lema --ya más arriba recordado-- de la Academia es el de «limpia, fija y da esplendor». Eso implica fijar. Y para fijar, la propia Academia tiene que manifestar fijeza. No hace gala de ella cuando está alterando las reglas ortográficas (y las léxicas) cada dos por tres. Como mínimo habría que exigirle que a cuantos aprendimos unas reglas nos permitieran seguir usándolas toda la vida; seguir usándolas, no sólo en nuestros manuscritos, sino en nuestras publicaciones. Que a lo largo de una vida haya que mudar varias veces la ortografía como se cambia de camisa es resultado de la misma incontinencia legislativa que, con sobrada razón, les reprochamos a los legisladores, generando inseguridad jurídica. Posiblemente la Academia debería imponerse no hacer cambios ortográficos más que cada diez lustros.






SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (VII)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
VII.-- El pacto político es perpetuo (recordando a Lincoln)
por Lorenzo Peña y Gonzalo

jueves 2017-08-17


En las elecciones presidenciales estadounidenses del 6 de noviembre de 1860 triunfó el candidato republicano Abraham Lincoln.1NOTA 1 La nueva administración no acarreaba amenaza alguna de abolición de la esclavitud en el territorio norteamericano, e incluso --además de ser indiferente al respecto-- el propio Lincoln estaba dispuesto a favorecer que se enmendara la Constitución federal para hacer inderogable a perpetuidad el mantenimiento de la esclavitud negra en los estados en que existía. Lo que estaba en discusión es si se iba a autorizar la implantación de la esclavitud en los nuevos territorios del Oeste, según lo deseaban los sureños. La mayoría del partido republicano era hostil a esa expansión occidental del esclavismo.

Al margen de tales orígenes del debate, la controversia jurídica que se suscitó giraba en torno al derecho a la autodeterminación.

Puede objetarse la pertinencia de esa controversia de la guerra civil norteamericana aduciendo las siguientes razones.

  • 1ª) Que Dixilandia no era una nación, porque su población hablaba el mismo idioma que el resto del país, no existiendo otras particularidades nacionales que la distinguieran del norte.
  • 2ª) Que la secesión de Dixilandia se hizo para asegurar la pervivencia de la esclavitud y que, por lo tanto, el derecho de autodeterminación --aunque hubiera existido-- colisionaba ahí con el prioritario derecho de cada hombre y mujer a ser libre y no esclavo.

Son erróneas ambas objeciones. La primera porque Dixilandia presentaba muchos más títulos para aducir su diferencia nacional respecto del norte que aquellos que pueda esgrimir Cataluña. Entre el norte y el sur había una marcada diferencia cultural y de idiosincrasia. La vida económica también estaba, en buena medida, escindida en dos, a lo largo de la línea Mason-Dixon, fijada en el compromiso de Missouri de 1820: el sur exportaba algodón a Inglaterra y Francia e importaba sus productos manufacturados de Europa (por eso las monarquías francesa e inglesa respaldaron con todas sus fuerzas la secesión sureña), constituyendo así una economía no integrada con la agro-industrial del norte.2NOTA 2 En cuanto a la mismidad lingüística, eso siempre es cuestión de apreciación, en parte de decisión. (Cualquiera puede percatarse de ello comparando el habla de Virginia o de Luisiana con la de Nueva Inglaterra.)

Tampoco los unía mucho el peso de la tradición histórico-política, porque hasta 1776 cada colonia inglesa había dependido directamente de la Corona, de suerte que no había existido ningún vínculo político entre el norte y el sur; la unión entre ellos había durado a lo sumo ocho decenios.

La segunda objeción también es errónea porque lo que se debate es si Dixilandia tenía derecho a la autodeterminación, no si ejerció bien ese derecho al optar por la preservación de la esclavitud.

En el momento mismo de la secesión, la opción no era la de separación con mantenimiento de la esclavitud o unión con prohibición de la misma, porque Lincoln declaró que no preconizaba abolirla ni tenía potestad para ello; y, de hecho, en el Norte no se prohibirá la esclavitud hasta después de terminada la guerra de secesión.3NOTA 3

Si lo que quiere decir el objetor es que el ejercicio del derecho de autodeterminación, que él preconiza, ha de condicionarse a que se haga respetando otros derechos humanos fundamentales y no vaya en detrimento de ellos, entonces surge la cuestión de cuáles de esos derechos habrá de respetar una decisión secesionista; concretamente si será ilícita cualquier separación que atente gravemente a derechos de libertad de una parte de la población del territorio separado, o a derechos fundamentales de bienestar de la población del resto del territorio.4NOTA 4

Si se responde afirmativamente, entonces en la práctica cualquier secesión será ilícita, salvo rarísimas excepciones, a menos que se piense que se va a producir la secesión como si no se produjera y sin tener efectos políticos ni económicos en la vida de la gente.

En ese transfondo, vale la pena analizar algunos pasajes del discurso inaugural del presidente Abraham Lincoln pronunciado en Washington el 4 de marzo de 1861.

1.-- Primer argumento: secesión y divorcio

Los defensores del derecho a la autodeterminación siempre han equiparado esa potestad de secesión por decisión mayoritaria de la población de un territorio al derecho a divorciarse, o sea: al derecho individual de cualquier adulto en su sano juicio a no seguir unido por el vínculo matrimonial de por vida, si muda su voluntad.

La comparación suscita dos dificultades. La primera dificultad es que, si vale la comparación, la eventual secesión habrá de estar sujeta a las mismas condiciones que rigen el divorcio en países con un ordenamiento jurídico justo.5NOTA 5 En los países civilizados, un divorcio lícito, o bien es de común acuerdo, o habrá de acarrear, si no, una pensión compensatoria a cargo del culpable de la terminación del vínculo, además de que comportará la persistencia de obligaciones comunes hacia los hijos.

Si la población de una porción del territorio estatal se separa políticamente de la del resto, los hijos son todos los ciudadanos y residentes de una u otra porción, los cuales no deberían quedar desamparados ni privados de los derechos preexistentes con relación a una y otra porciones del territorio y a las instituciones, instalaciones y servicios en ellas respectivamente situados. Y, si eso es así, en la práctica la secesión no surtiría ningún efecto, salvo el puramente nominal.

La segunda dificultad fue vista por Lincoln, en ese discurso, al señalar:

Físicamente no podemos separarnos. No podemos desgajar nuestras respectivas porciones territoriales ni alejarlas la una de la otra, ni erigir entre ellas un muro infranqueable. El marido y la mujer pueden divorciarse yéndose cada uno por su lado, lejos del otro; mas las diferentes partes de nuestro país no pueden hacerlo. No les queda más remedio que permanecer unidas, lado a lado; y la interconexión entre ellas habrá de continuar, ineluctablemente, ya sea amistosa u hostil. ¿Es posible, entonces, hacer que esa interconexión resulte más ventajosa o más satisfactoria tras la separación que antes de ella? ¿Pueden los extranjeros hacer tratados más fácilmente de lo que pueden los amigos hacer leyes? ¿Pueden esos tratados ponerse en vigor más fielmente entre extranjeros que las leyes entre amigos?

Ese argumento de Lincoln recalca dos diferencias sustanciales. La primera diferencia es que, efectivamente, resulta de escaso valor la analogía entre dos individuos que se divorcian y dos territorios que se separan políticamente, ya que no hay paralelismo ni siquiera físico. Los ex-cónyuges pueden vivir vidas totalmente al margen el uno del otro (salvo en determinadas circunstancias), y no están constreñidos a seguir juntos cooperando e interrelacionándose.

La segunda diferencia sustancial es que el divorcio amistoso entre cónyuges supone esa capacidad de separación física y de rumbo vital en un alejamiento esencial, al paso que erigir una frontera acarrea problemas totalmente diversos, a saber: puesto que, inexorablemente, tiene que seguir la cooperación, las soluciones legislativas y los procedimientos civiles de arbitraje habrán de sustituirse por la vía de convenios internacionales, precarios, inestables y regidos por la correlación de fuerzas.

2.-- Segundo argumento: la división de la cosa común

A ese doble argumento, Lincoln añadía otro:

Este país, con sus instituciones, pertenece al pueblo que lo habita. Cuando ese pueblo se harte del gobierno existente, puede ejercer su derecho constitucional de enmendarlo o su derecho revolucionario de disolverlo y derribarlo. No desconozco que muchos ciudadanos valiosos y patriotas tienen deseos de que se enmiende la Constitución Nacional.

Lo que aquí está señalando Lincoln es que es todo el territorio de los EE.UU. lo que pertenece en común a todo el pueblo de los EE.UU. Conque la secesión significaría una división de la cosa común. Desde luego, en la visión liberal de Lincoln cada norteamericano tenía el derecho de emigrar de Norteamérica a cualquier otro lugar del planeta; y también amparaba ese derecho a cualquier grupo de ciudadanos estadounidenses. Lo que él negaba (y con razón) es que los habitantes de tal parte del territorio tuvieran derecho a apoderarse de ese territorio como algo propio y separado. Y es que la división de la cosa común ha de hacerse de común acuerdo y no según el arbitrio de una de las partes.

En un estado en el cual los ciudadanos tienen reconocido el derecho constitucional de radicarse en cualquier parte del territorio estatal, por el motivo que quieran o por ninguno, la escisión territorial, la secesión, despoja a los ciudadanos de ese derecho de libre radicación. A partir de la secesión, los ciudadanos del estado resultante, A, sólo podrán emigrar al B en la medida en que así lo estipulen los tratados internacionales; y viceversa.

Además, las riquezas, los recursos públicos, las instalaciones públicas, existentes en la parte A pasarán a ser inaccesibles a los de la parte B, y viceversa, salvo en tanto en cuanto nuevos tratados internacionales posibiliten el uso mutuo (lo cual jamás sucede igual que en el seno de un mismo estado).

Así, dividir un estado según una línea determinada entraña despojar al pueblo de la propiedad común de todo el territorio; y ese despojo se traduce en pérdidas concretas de derechos para los ciudadanos. Por otro lado, si una de las partes es más rica que la otra, y su población menos numerosa, entonces se está produciendo una división inicua y leonina.

3.-- Tercer argumento: el compromiso de perpetuidad

A los dos argumentos enumerados, Lincoln añade un tercero, el del compromiso de perpetuidad inserto en cualquier constitución. Este argumento se desglosa en tres ramas.

La primera rama consiste en señalar que cualquier constitución política contiene, explícita o implícitamente, un precepto de perpetuidad:

La perpetuidad está implícita, cuando no es expresa, en la ley fundamental de cualquier gobierno nacional. No parece arriesgado afirmar que ningún gobierno propiamente dicho insertó jamás una providencia en su ley orgánica que previera su terminación.

O sea, una de las características del pacto de unión política al cual van dando su adhesión las sucesivas generaciones es la voluntad de permanencia para siempre del estado así constituido. De ahí que la ley fundamental, o constitución, del estado nunca prevea, ni pueda prever, que ese estado se extinga en un momento.

Hay, en verdad, estados que son destruidos; lo que resulta inconcebible es que la destrucción del estado venga incorporada como una cláusula constitucional. La constitución, como ley fundamental que expresa la soberanía nacional, presupone tal soberanía, como un hecho con vocación de perpetuidad.

Cualquier derecho de autodeterminación de una parte del pueblo soberano implicaría la total y absoluta negación de esa soberanía popular, la cual quedaría entonces supeditada a la decisión ajena (en tanto en cuanto la parte difiere del todo).

Tampoco le es lícito ni siquiera al pueblo soberano abdicar de su soberanía, aceptando voluntariamente la partición. De serlo, no habría de tener lugar por el mecanismo de una enmienda constitucional, sino por una convención constituyente soberana, en el ejercicio del poder constituyente originario.

Aun así, si bien a cada pueblo le es lícito fundirse voluntariamente con otros (en ejercicio del poder constituyente originario), le está, en cambio, prohibido suicidarse, desintegrándose en una pluralidad. En la unificación política de dos estados, ninguno pierde su soberanía; sólo se fusionan en una nueva. Ningún habitante ve mermado derecho alguno; al revés, adquieren todos nuevos derechos. La soberanía de cada uno de los dos pueblos integrados en una nueva unidad, lejos de extinguirse, se metaformosea, persistiendo sublimada; no mengua, no muere, sino que se hace una con la del otro pueblo.

En cambio, al quebrarse y desmembrarse un estado, se extingue la soberanía del pueblo de ese estado. No se conserva, sino que perece.

No se me oculta que los estados y las naciones pueden perecer. ¿No pereció la nación romana, víctima de las invasiones bárbaras? En su libro Vanished Kingdoms, Norman Davies lleva a cabo un estudio de geografía histórica que nos recuerda (centrado en Europa) el influyentísimo libro del conde Volney en el siglo XVIII Las ruinas de Palmira. También mueren los individuos. ¿Hace eso lícito el homicidio? Por otro lado, hay naciones y estados que, al parecer, son inmortales. Así China, como nación, existe desde hace tres mil años y como estado desde hace 22 siglos (aunque con interrupciones en su unidad e independencia, igual que España). ¿Qué sucederá en el futuro? Nadie ha bosquejado un escenario en el cual China deje de existir.

Pasemos a la segunda rama de este argumento. Consiste en señalar que el pacto político que fundó la creación de la Unión norteamericana era un pacto a perpetuidad:

Si los Estados Unidos no fueran un gobierno propiamente dicho, sino una asociación de estados que celebran entre sí un mero contrato, ¿sería lícito que ese contrato fuera pacíficamente deshecho sin el consentimiento de todas las partes que lo establecieron? Una parte de un contrato no puede violarlo --romperlo, por decirlo así-- sino que tiene que acudir al procedimiento legal de rescisión.

Aquí señala Lincoln cuán poco les sirve a los autodeterminacionistas la analogía que quieren establecer entre la libertad de separación de las poblaciones de partes de un territorio y la de los contratantes de resolver el contrato (analogía parcialmente válida si lo que se tuviera fuera, no una unidad estatal, sino una alianza). De ser válida la analogía, estaría perfectamente claro que la parte que desee finalizar el contrato habrá de sujetarse a los preceptos y las condiciones legales para su resolución, y no proceder arbitraria y unilateralmente, porque entonces los contratos no valdrían nada ni obligarían a nada.

Y así llegamos a la tercera rama:

Bajando de esos principios generales, hallamos la proposición de que, desde el punto de vista jurídico, la Unión es perpetua viene confirmada por la historia de la propia Unión [...] todos los 13 estados expresamente se comprometieron y empeñaron en que [la unión] sería perpetua [...]

No nos interesa aquí saber si Lincoln llevaba o no razón en lo tocante a la unión norteamericana, sino reflexionar acerca de si la unión forjada a lo largo de milenios de convivencia en un estado común contiene un compromiso implícito de irrevocabilidad e inescindibilidad.

Así es. Los contratos entre los hombres no necesitan ser acuerdos de palabra ni por escrito; sólo unos pocos lo son. La inmensa mayoría de los contratos o convenios en que entramos unos con otros son fácticos y consensuales, y se establecen y ratifican por los hechos. El matrimonio fue históricamente una relación de convivencia entre hombre y mujer, una convivencia fáctica con consecuencias jurídicas, perfectamente previsibles por quienes la entablaban voluntariamente. Y lo mismo ha sucedido con las relaciones laborales, con muchas relaciones comerciales y tantas otras en todas las esferas de la vida.

¿Es correcto decir que en el caso de los EE.UU. la firma de ciertos documentos que obligan a la perpetuidad puede haber sido vinculante, mas no así en el caso de estados formados por una larga historia en la cual han intervenido conquistas y relaciones de fuerza? No, no es correcto.

Lo contrario es verdad. Que unos plenipotenciarios hayan asumido el compromiso de perpetuidad en tal documento suscrito por ellos abre la doble cuestión de si estaban facultados a contraer tal compromiso y de si las generaciones posteriores están obligadas a mantenerlo sólo porque en tal circunstancia ellos hayan dado su aquiescencia contingente al compromiso de marras.

En cambio, las uniones naturales de los verdaderos pueblos se han ido formando paulatinamente en el transcurso de milenios, como resultado de factores de geografía física y humana, en lenta sedimentación y erosión mutua; son uniones mucho más sólidas, menos circunstanciales, menos producidas por el antojo de unos cuantos políticos, y más arraigadas en la voluntad profunda de los pueblos patentizada a lo largo de muchas generaciones de convivencia pacífica y copertenencia a esa unidad política.

De ahí que la obligación de respetar ese compromiso de unidad no se deba a tal o cual documento, a la actuación concreta de tales o cuales delegados, sino al sentir profundo de las amplias masas populares a lo largo de generaciones y generaciones.

No vale objetar que han surgido por hechos de conquista y de imposición las uniones políticas tradicionales --como las de Francia, España, China, Japón, Gran Bretaña, Persia, Italia, Etiopía, Suecia, etc. El empleo de la fuerza ha jugado un papel; y es posible que en algunos casos haya sido decisivo; mas, pasada la conquista, las masas populares han persistido, a lo largo de cientos y, a veces, miles de años, en la permanencia en ese estado.

Es esa aquiescencia de las masas, patentizada en la vida misma, en los hechos intergeneracionales, lo que fundamenta un nexo sólido, cuyo quebranto no puede ampararse por ningún derecho de autodeterminación legítima, salvo cuando concurran gravísimas y persistentes situaciones de injusticia y discriminación nacional que no puedan solventarse en el marco del estado común.

Iré más lejos todavía. Sigo la doctrina de D. Francisco Giner de los Ríos cuando sustenta las obligaciones humanas, más que en actos jurídicos, en hechos jurídicos, sobre todo en el hecho de la convivencia.

En el mismo tiempo en que en Francia el fundador de la teoría solidarista, Léon Bourgeois, fundaba el deber de solidaridad en un cuasicontrato, Giner elaboraba su filosofía jurídico-política fundándolo en el mero hecho de la convivencia. La teoría del cuasicontrato de Bourgeois siempre suscitó muchas dudas a los juristas, porque resulta un tanto problemático que un individuo contrate o cuasi-contrate al nacer, o al crecer en una población; que esté suscribiendo un cuasicontrato cuando aún no sabe hablar y cuando no tiene uso de razón. Ni siquiera cuando es un niño. No podría dar su consentimiento válido. Pero es que ni hace falta tal consentimiento ni sería lícito rehusarlo, porque lo que crea el vínculo sinalagmático de solidaridad entre el individuo y la sociedad a la que pertenece por su nacimiento es el hecho jurídico de ese su nacer y crecer en tal sociedad (según lo argumenté en mi libro Estudios Republicanos).

(No niego el derecho del individuo a, llegado a la madurez, abandonar esa sociedad, para radicarse en otro país e incorporarse a la población de ese país --derecho a cuyo favor he argumentado en mi ensayo «El derecho de radicación y naturalización»; de ejercer tal derecho, el individuo transfiere a la sociedad que ha escogido sus deberes de solidaridad, como contrapartida de los cuales adquirirá derechos de bienestar con relación a esa sociedad.)

No ignoro que en algunos países se ha admitido un derecho de secesión como solución a tensiones y enfrentamientos. Adúcese así la separación de Bélgica respecto del reino de los Países Bajos en 1830 o la de Noruega respecto de Suecia en 1905. En realidad Bélgica sólo a la fuerza había sido incorporada al reino holandés por las monarquías victoriosas de la Santa Alianza en 1814; aun así tal incorporación mantenía su personalidad política diferenciada, de suerte que en 1830 lo que hizo el pueblo belga fue instituir un nuevo orden constitucional, con una nueva dinastía.

Aún más visible es el caso de Noruega, que conservó su independencia durante los seis quindecenios que duró su unión con Suecia (impuesta asimismo en 1815 por la fuerza militar), limitándose la unión compartir a un soberano común. En el ejercicio de su potestad constituyente originaria, el pueblo noruego decidió, en 1905, cambiar de dinastía. Nunca había formado parte de la nación sueca (como tampoco Bélgica había formado parte de la nación holandesa).

Adúcese también el plebiscito de secesión escocés del 18 de septiembre de 2014. Pero es que, en realidad, el reino unido de la Gran Bretaña se creó por un tratado internacional en 1707. Hasta ese momento Escocia e Inglaterra eran dos reinos, dos naciones, siempre en guerra hasta que, por el azar de las herencias dinásticas, en 1603 la suerte les deparó un soberano común. (A lo largo de la antigüedad, de la Edad media y de una parte de la edad moderna Inglaterra y Escocia siempre habían estado separadas. La primera formó la provincia romana de Britannia, al paso que los pobladores de la segunda eran los pictos y caledones, nunca incorporados al imperio romano ni sojuzgados por las posteriores invasiones de anglosajones y normandos.)

Muy distintos son los casos de las secesiones políticas en Europa oriental consecutivas a la I guerra mundial (1918 y años sucesivos) y a la demolición de la URSS (1991 en adelante). En esos casos han sido sobre todo intereses de las potencias occidentales los que han intervenido para implementar las secesiones que les convenían. (No hay que olvidar, en particular, que la guerra fría no dejó de ser --a su manera--, si no exactamente una guerra, sí un combate, una fortísima pugna, que perdió el bloque oriental y ganó el bloque occidental --más poderoso y, a la postre, mejor organizado. Derrotado el bloque oriental, fue sometido a despedazamiento.)

Por último tenemos las secesiones africanas de años recientes, como las de Eritrea respecto de Etiopía y la del Sudán del Sur respecto del Sudán. Son casos muy diferentes, pero en los cuales concurren dos rasgos: (1º) han resultado de las intervenciones occidentales, principalmente estadounidenses; (2º) han acarreado y siguen acarreando baños de sangre (lejos de haber sido un bálsamo que sirviera para cicatrizar heridas).

Como conclusión, afirmo que es absolutamente contrario a cualquier visión racional de la vida política, de la sociedad humana, instituir o reconocer un derecho de secesión.


1

[NOTA 1]

Lincoln ganó en todos los estados del norte salvo California, Nueva Jersey y Oregón; perdió en todos los estados del sur. El sur contaba en total con 996 condados; sólo en 2 de ellos vinieron elegidos compromisarios favorables a la candidatura de Lincoln, o sea un 0,21%. Todos esos datos pueden consultarse en Wikipedia.


2

[NOTA 2]

Una de las oposiciones norte-sur se refería a la cuestión del proteccionismo arancelario, masivamente apoyado en el norte y tajantemente rechazado en el sur, que defendía el librecambismo.


3

[NOTA 3]

La esclavitud fue abolida en USA el 18 de diciembre de 1865 en virtud de la 13ª enmienda de la constitución federal. Hasta la entrada en vigor de esa enmienda subsistió la esclavitud en los estados de Delaware y Kentucky. Notemos que la enmienda fue rechazada en esos dos estados; el primero no la ratificará hasta 1901; el segundo hasta 1976. El estado de Misisipí sólo la ha ratificado el 16 de marzo de 1995, 130 años después; hasta fines del siglo XX, por consiguiente, ese estado norteamericano era partidario de haber mantenido la esclavitud. En el territorio de los EE.UU. siguió habiendo esclavizaciones prohibidas por esa enmienda hasta 1947 en que tuvo lugar la última acusación penal por tales hechos.


4

[NOTA 4]

V. el artículo III de la presente serie, donde demuestro que la secesión de Cataluña entrañaría una gravísimo quebrantamiento de derechos individuales, tanto de los catalanes cuanto de los demás españoles.


5

[NOTA 5]

No es el caso de España, donde hemos pasado de la prohibición del divorcio a la libertad de repudio unilateral sin compensación.


[continuará]




SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (VI)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
VI.-- ¿Nación de naciones?
por Lorenzo Peña y Gonzalo

Lunes 2017-08-14


En el primer artículo de la presente serie ya quedó refutada la visión de España como un Estado plurinacional, o sea una superestructura política que abarca a varias naciones meramente agrupadas o yuxtapuestas.

La noción de Estado plurinacional o multinacional viene de la tradición leninista (aunque ésta indudablemente se inspira en Marx, quien, sin embargo, no ahondó en ese tema ni desarrolló ese concepto).

Está asociada a un concepto de nación --que el propio Lenin, o sea Ulianof, no elabora, constituyendo esa tarea una aportación del georgiano Yugáshvili. ¿Qué concepto? Una muchedumbre de seres humanos que comparten una sola lengua, un solo territorio, una sola cultura e idiosincrasia comunes, una vida económica y una tradición compartidas; no necesariamente todos esos rasgos, o no todos en la misma medida. (Sobreentendiéndose que, no sólo comparten esos rasgos, sino que en todos ellos se diferencian de sus vecinos.)

El Estado, en cambio, es --de conformidad con la idea de Marx-- una organización de policías, jueces y militares encargada de reprimir por la fuerza a las clases dominadas. De suyo, pues, el Estado nada tiene que ver con la nación. Sólo que, en aras del crecimiento de las fuerzas productivas, es en general preferible que una nación esté unificada en un solo Estado y también que cada nación pueda, si lo decide, separarse para formar su propio Estado.

En esa ideología, eran Estados plurinacionales la Rusia zarista, la Alemania de los Hohenzollern, el Imperio Austro-Húngaro, pero también Bélgica y Suiza. Hasta mucho después nadie pensó, en esa tradición, que España fuera plurinacional. Y el eurocentrismo de entonces desviaba la atención de países como Abisinia (Etiopía), China, Persia (Irán), Nepal, Siam (Tailandia) e incluso el Perú o Argentina.

Tras el hundimiento de toda esa tradición ideológica, es digno de mención que uno de los pocos restos que han pervivido del naufragio es la teoría de los Estados plurinacionales, si bien la casi totalidad de quienes hoy la profesan desconocen esos orígenes doctrinales, de los cuales nada querrían saber --como si la teoría tuviera sentido alguno al margen de esos fundamentos teoréticos.

Una de las dificultades a las que, desde el primer momento, se enfrentó esa teoría es que algunas de las comunidades políticas a las que se quería aplicar el rótulo de «Estados plurinacionales» lo rehusaban; en particular Suiza (que, pese a su plurilingüismo y a las ocasionales tensiones entre sus comunidades --p.ej. durante la I guerra mundial--, siempre se ha considerado y se considera una nación única, no un racimo de naciones políticamente constreñidas a convivir en un Estado plurinacional). También la Bélgica de entonces se consideraba uninacional --y así siguió sucediendo hasta los años 60 del siglo XX, a pesar de la dualidad de idiomas: flamenco y francés.

Cuando, con el movimiento emancipador de las colonias, los adeptos de esa tradición leninista quisieron analizar las nuevas realidades --como Suráfrica, el Malí, el Congo, la India independiente, Indonesia, Costa Ebúrnea, el Camerún, Nigeria, Madagascar, Sri Lanka, Siria, Argelia, etc-- pretendieron inicialmente calcarles el rótulo de Estado plurinacional, con el consiguiente (aunque implícito) corolario lógico de que las naciones componentes de esas nuevas entidades políticas tenían un derecho de autodeterminación.

Pronto tuvieron que desdecirse los partidos comunistas o afines que formularon tales puntos de vista, pues esas enunciaciones chocaban frontalmente con la ascendente conciencia de esas poblaciones, que querían constituir naciones identificadas con sus respectivos Estados. Los ortodoxos de la tradición leninista tardaron en percatarse de que su concepto de nación era sólo uno entre varios, no forzosamente aplicable a cualesquiera circunstancias histórico-sociales. Las poblaciones del Malí quieren constituir una sola nación, pese a la multiplicidad de lenguas, culturas, tradiciones y pese a las disparidades de vida económica. Hay disidentes tuaregs (y algunos árabes o songays), pero su separatismo ha tenido que inclinarse ante la voluntad de la inmensa mayoría del pueblo maliano de permanecer unido formando una nación, con orgullo de esa nueva nación.

Y es que la nación en sentido leninista es una categoría válida en ciertas condiciones, cuando las naciones así conceptualizadas tienen unos motivos legítimos de identidad colectiva diferenciada y eventualmente separada, una memoria histórica compartida que conlleva --así sea confusamente-- unas esperanzas de futuro común diferenciado. La mera concurrencia de los rasgos unificadores --pero, a la par, diferenciadores-- de lengua, territorio, idiosincrasia y vida económica no son condiciones ni necesarias ni suficientes para formar una nación.

En las condiciones de la emancipación de los pueblos afroasiáticos del yugo colonial esos rasgos pasan a segundo plano por voluntad colectiva de las poblaciones afectadas y por imperativos de la organización política viable, ya que contemplar, para cada uno de esos nuevos Estados, una pluralidad de naciones significaría desestabilizarlos, abrir las compuertas a unas aventuras destructivas, a la guerra étnica, al hundimiento y la frustración para muchas generaciones. Los bambaras, los wolof, los peuls, los malinkas etc han optado por ser senegaleses, malianos, marfileños, guineanos, nigerinos, ganeanos, etc.

Ni a Marx ni a Lenin se les pasó nunca por la cabeza que España fuera plurinacional. Marx y Engels escribieron mucho sobre España, a la cual prestaron gran atención; a su pluma debemos ensayos periodísticos e historiográficos que conservan un enorme interés y están maravillosamente bien escritos. Jamás imaginan que en el Estado español convivan varias naciones. Marx conoce la peculiaridad lingüística vascuence, pensando que está llamada a extinguirse con el progreso de las fuerzas productivas y sus consecuencias superestructurales.

En todo caso, los leninistas acudieron --un poco furtivamente (en tanto en cuanto no elaboraron teóricamente el concepto)-- a la noción de nacionalidad; sin enunciarlo doctrinalmente (ni siquiera Yugáshvili lo hizo), podemos abducir de cómo usaron las palabras que, implícitamente, sí supieron diferenciar aquellos casos de pluralidad de naciones --en su sentido del vocablo-- de casos donde únicamente se daban algunos rasgos diferenciadores y quizá sólo en parte. Por eso el gobierno revolucionario instaurado el 7 de noviembre de 1917 en Petrogrado comprendía un comisariado del pueblo de las nacionalidades (no de las naciones).

(Según ya lo dije en el primer artículo de esta serie, hasta donde yo sé, fue el autor de estas páginas el primero que --en el año 1968-- formuló doctrinalmente la diferencia entre los conceptos de nación [en sentido leninista] y de nacionalidad.)

Por las razones ya apuntadas en mi primer artículo, España no es una colección política de varias naciones, ya que ni siquiera en lo lingüístico es verdad que en unas partes de España la lengua sea una y en otras otra: en todas las regiones, incluida Cataluña, la lengua más hablada es el español. (Sólo en Cataluña hay otra lengua [¡vamos! casi la misma, porque son parecidísimas] que se acerque al español en uso masivo; y eso tras las imposiciones políticas y las inmersiones forzosas de individuos a quienes no se ha preguntado si quieren o no sufrir tal inmersión --además de que se hace violando el principio de que cada niño y adolescente debe, preferiblemente, ser escolarizado en su lengua materna.)

Es, por consiguiente, un absoluto disparate hablar de España como Estado plurinacional. Además, implica aferrarse a un concepto de nación superado --ese que pergeñó Yugáshvili en su obra teórica de 1912, que no tenía en cuenta la nota que acabo de señalar: la memoria histórica compartida tal que su proyección al futuro haga, en las condiciones histórico-sociales, legítima la expectativa de constituir eventualmente una entidad política separada. (De hecho, como ya lo he recordado, ese concepto obsoleto de nación sería rechazado sin paliativos en todos los países de Asia y de África.)

Ante el fracaso de esa inadecuada caracterización de España como Estado plurinacional (aunque en una embrollada confusión, como si se dijera lo mismo con otras palabras) ha surgido últimamente una nueva moda: la de decir que España es una nación de naciones.

¿Qué es una nación de naciones? Es inaudito que los políticos lancen tal eslogan sin proporcionarnos aclaración alguna de lo que están diciendo.

Cualquiera que sea el concepto de nación que uno abrace, está claro que una nación es una pluralidad de seres humanos, una muchedumbre de individuos de la especie humana, igual que un rebaño es una muchedumbre de individuos de alguna especie no humana (la caprina, la ovina, una de camélidos, etc). Otras pluralidades de individuos son las piaras, las manadas, las hordas, las bandadas.

Una piara sólo abarca puercos, no piaras. ¿Qué sería una piara de piaras? ¿O una manada de manadas? ¿O una horda de hordas? ¿O un rebaño de rebaños?

Si hubiera un rebaño de rebaños ¿habría también un rebaño de rebaños de rebaños --y así al infinito? Entiendo que, de haber una nación de naciones, sería un conjunto cuyos miembros fueran naciones. Pero entonces podría haber una nación cuyos miembros fueran naciones de naciones, y una cuyos miembros fueran, los unos, individuos, los otros naciones, los otros naciones de naciones, y así sucesivamente.

Una cosa es un conjunto de números y otra un conjunto de conjuntos de números. El 7 es un miembro del conjunto de los números primos, pero no es miembro de ningún conjunto de conjuntos de números. También hay conjuntos que abarcan a números y a conjuntos de números, claro está. Y conjuntos que se abarcan a sí mismos. Pero, por definición, una nación, un rebaño, una piara, una familia, una horda, una manada son conjuntos de individuos, sólo de individuos.

Imaginemos que tuviera algún sentido decir que hay una nación de naciones. De cada uno de sus miembros habrá que preguntar si es una nación de naciones o una nación a secas. Y, a su vez, la nación de naciones dada ¿no formará parte, tal vez, en otra nación de naciones más amplia? ¿Qué criterios valen para establecer cuál pluralidad es una nación de naciones y hasta qué punto puede incrustarse una nación en otra de nivel superior?

Sea como fuere, si España es una nación de naciones, sus componentes son naciones. ¿Cuáles? Dado que esa ocurrencia ha saltado a la palestra a raíz de los pronunciamientos del separatismo catalán, imagino que quiere decirse que Cataluña es una de esas naciones. ¿Cuáles son las otras? ¿Murcia, Asturias, la Rioja, Cantabria, las Baleares, Madrid, etc, o sea las 17 «comunidades autónomas» --autarquías, para llamarlas como los portugueses? La abrumadora mayoría de los aragoneses, murcianos, madrileños, riojanos, canarios etc piensa pertenecer a una sola nación, la española. Hay andaluces que creen que su tierra es una nación diferenciada (a pesar de que es la región que menos pasado común tiene, puesto que ni siquiera corresponde a un pretérito reino de Andalucía, que jamás existió). Son minoritarios (aunque --como lo expondré en otro artículo de esta serie--, de producirse la secesión catalana, los irredentismos estallarían en todas las regiones españolas, empezando por Castilla, que ya tiene su propio nacionalismo separatista).

Entonces asoma esta dificultad: España, nación de naciones, ¿qué abarca? ¿Abarca a una nación (que presuntamente no sería, a su vez, nación de naciones a pesar de su interna pluralidad lingüística), que sería Cataluña, quizá a otras como Vasconia y Galicia y, en fin, a un resto? ¿Ese resto viene abarcado por la presunta nación de naciones como una unidad, como un miembro? ¿O lo que sucede es que cada individuo de ese resto viene directamente abarcado por la nación de naciones, la cual sería entonces, más bien, un conjunto híbrido, un conglomerado heteróclito cuyos miembros serían, los unos, colectividades nacionales, y los otros individuos sin otra pertenencia o identidad nacional que la de la nación de naciones?

Alternativamente, ¿es España una nación de naciones con dos miembros: Cataluña y España? En un ensayo de hace muchos años desarrollé la teoría de cúmulos que se abarcan a sí mismos. Pero las naciones no pueden ser cúmulos así. Si España tuviera dos miembros, Cataluña y España, este segundo miembro tendría dos miembros, Cataluña y España, y así al infinito. España sería una nación de naciones de naciones ...

Todo eso es peregrino y no nos lleva a ninguna parte. El dislate de la nación de naciones no merecería ninguna consideración seria si no fuera porque es la fórmula abrazada por uno de los principales partidos políticos del país. Lo que no nos dicen esos políticos es cómo esa fórmula abracadabrantesca va a solucionar, por arte de birlibirloque, el problema político creado por las pretensiones secesionistas.

En general cuantos, con razón, se quejan de la inacción del gobierno español ante la amenaza y la ilegalidad de los secesionistas, cuando exigen que se proponga una nueva fórmula constitucional, se refugian en el acertijo o la adivinanza, porque no nos hacen vislumbrar cuál sería la alternativa que ellos querrían o apoyarían.

Cada cosa en su momento. Desde luego que yo soy partidario de abrogar la constitución monárquica de 1978 (y reemplazarla provisionalmente por la republicana de 1931), pero ahora no se trata de eso. Frente a la destrucción de España, frente a quienes pretenden anular un pasado común de dos milenios --fragmentando nuestra nación, construida por los esfuerzos conjugados de sesenta generaciones--, lo único que cabe exigir es que las autoridades españolas atajen ese crimen; no ya en aras de la legalidad, o de la constitucionalidad, sino por un deber supraconstitucional para con la Patria que es una exigencia del Derecho Natural.

[continuará]




SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (V)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
V.-- España, dos milenios de historia
por Lorenzo Peña y Gonzalo

Jueves 2017-08-10


Tal día como hoy, hace 1759 años, era ejecutado en Roma, por sus ideas, mi paisano y tocayo Laurentius, cuya trágica muerte fue posteriormente mitificada con la célebre leyenda de la parrilla.

Causó su muerte un déspota, el usurpador Valeriano, poco después no sólo derrotado por los persas sino también apresado, muriendo en un ignominioso cautiverio. Corrían los días más lúgubres del Imperio Romano, sumido en la terrible crisis del siglo III.

En la historia de la civilización española (esa a cuyo estudio y a cuya propagación consagró su vida mi también paisano, el filólogo D. Rafael Lapesa y Melgar, de la Real Academia Española) está revestido de una especial significación el mártir cristiano San Lorenzo. El primer escritor cuya producción puede calificarse de castellano antiguo fue el riojano maese Gonzalo de Berceo (1195-1268). Una de sus obras poéticas fue el relato del martirio de San Lorenzo.1NOTA 1

Si Laurentius había nacido en Valencia (Gonzalo de Berceo afirma que fue en Huesca), el dato es pertinente para recordar que a España la hizo Roma, que España es una creación romana, una nación con dos milenios de historia, obra, por entero, de la colonización y unificación que nos aportó Roma.

De la prerromana Península Ibérica, de las tribus iberas, celtas y celtíberas, no quedan más que los genes (y no sé cuántos, porque en los largos siglos de pertenencia de España al Imperio Romano la aportación genética italiana fue, sin lugar a dudas, decisiva --aunque sólo fuera por los legionarios; la mayoría de los actuales españoles seguramente tenemos como antepasado a algún legionario romano).

Antes de los romanos ya habían emprendido la colonización y unificación de nuestra península los semitas africanos, los púnico-cartagineses. Pero, por imperativo demográfico, estaban destinados a fracasar. El pueblo fenicio de Cartago era exiguo en comparación con la enorme masa de la población latina. Pese al inmortal genio de Aníbal, los cartagineses fueron eliminados.

El relevo pasa entonces a Roma, la cual, en una serie de campañas (que se prolongan unos dos siglos) acomete y lleva a término la conversión de España en provincia romana. Es cierto que, durante un tiempo, se trató de dos provincias (la citerior y la ulterior), más tarde subdivididas. Esas divisiones administrativas no impedían que, desde algo antes del comienzo de la era cristiana, toda España está unificada bajo el poder de Roma (quitando algún rincón rebelde de la cornisa cantábrica); toda ella habla el latín; toda ella ha olvidado a los moradores celtíberos, aunque gran parte de la población hispanorromana descienda de ellos.

La literatura y la leyenda de siglos posteriores nos hablan de Numancia y de Viriato, pero los españoles de hace dos milenios nada querían saber ni de Numancia ni de Viriato. Todo eso estaba sepultado en el olvido. De tales hechos, reales o legendarios, no se tiene otra noticia que la que dan los propios historiadores romanos. A nosotros, los romanos hispanos, nos traían sin cuidado esos cuentos sobre nuestros antepasados, que nada nos habían dejado, mientras que Roma nos dio todo, nos hizo hispanos, o sea españoles.

En estos últimos tiempos se ha puesto de moda decir que España no es Hispania, llegando algunos --entre ellos el meritorio profesor zaragozano Dr. Francisco Pina Polo, a quien mucho aprecio-- a atribuir al franquismo la identificación de Hispania con España, la calificación como españoles de Séneca, Lucano, Marcial, Quintiliano, Calcidio, Trajano, Hadriano y Teodosio, entre otros.

Voy a citar varios pasajes de su artículo «El estudio de la historia antigua en España bajo el franquismo» (Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna, vol. 41 [2009], ISSN 1853-1555 [en línea], pp. 1ss.):


Tres ideas dominaron al respecto: en primer lugar, la dimensión unitaria de la historia de España, traducida en la existencia de una personalidad propia española colectiva desde el mismo comienzo de la historia, el supuesto `espíritu nacional español'; [...] por último, la idea dependiente del siempre omnipresente nacional catolicismo de que España fue bastión del cristianismo [...].


Por ello se hablaba siempre de España y no de Hispania, y de españoles y no de hispanos, incluso cuando alguien se refería a Viriato [...] Esa idea de la unidad esencial y eterna de España y de los españoles está, p.ej., perfectamente presentada por el título publicado en el año 1945 por Antonio García y Bellido [...] España y los españoles hace dos mil años según Estrabón [...]


Un buen ejemplo de definición de carácter nacional español con los rasgos citados se encuentra en la introducción escrita por Menéndez Pidal en la Historia de España que él dirigió, con el título «Sobre los españoles y la Historia». Publicada en 1947 se convirtió lógicamente en obra de referencia sobre la historia española y fue por tanto muy influyente durante todo el franquismo.


El castellano centrismo debe ser visto por otra parte como una de las características de la historiografía española bajo el franquismo.


En realidad existió una cierta ambigüedad en relación con Roma. Por un lado no dejaba de ser un Estado invasor a cuyo dominio los españoles se resistieron ferozmente. Por otro lado es obvio que trajo consigo elementos culturales fundamentales a la articulación de lo español [...]


Se parte de que todos los nacidos en las provincias hispanas eran `españoles' [...] Trajano, nacido en la Itálica del Guadalquivir, es reivindicado como un gran emperador español que consigue revitalizar el Imperio Romano. Otros personajes son presentados como decisivos en el enriquecimiento intelectual de Roma, como Séneca, Marcial o Lucano.

Concluye mi estimado colega su artículo con esta frase:


Sus principales tesis [las de la historiografía franquista] significaron simplemente la hipertrofia de otras que desde el siglo XVI habían defendido un peculiar papel de la España cristiana en la historia universal [...] como corresponde a un régimen totalitario como era la dictadura del general Franco.

Subyacente a todas y cada una de esas consideraciones es una antileyenda generalizada bajo los últimos dos reinados borbónicos: que España casi la inventó Franco o, por lo menos, que fue su tiranía la que, si no creó del todo, sí enunció y monopolizó plenamente el nacionalismo historiográfico español y hispano-español.

Todo lo que Pina Polo atribuye a la historiografía franquista se halla, desde siglos atrás, en la pluma de nuestros grandes historiadores, desde la Estoria general de España del rey castellano Alfonso X el Sabio en el siglo XIII,2NOTA 2 pasando por el jesuita talaverano P. Juan de Mariana en 1601 [cuya obra será reeditada por el intelectual y político demócrata catalán --y futuro Presidente de la República Española-- D. Francisco Pi y Margall en las Obras Completas del Padre Mariana, en 2 voles, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1854] para --a través de la Historia de España del académico liberal-progresista D. Modesto Lafuente y Zamalloa (varios volúmenes publicados entre 1850 y 1867)-- llegar a la frondosísima escuela de Eduardo Hinojosa y de su pléyade de discípulos liberales y republicanos, entre ellos D. Claudio Sánchez Albornoz (presidente del consejo de ministros de la República Española en el exilio de 1962 a 1971).3NOTA 3

A esa misma escuela progresista y democrática pertenece D. Ramón Menéndez Pidal, quien, regresando a España en 1939, se vio sometido al ostracismo y a punto de quedar condenado a un exilio interior; no deja de ser paradójico que venga considerado ahora un intelectual del franquismo; cierto que tuvo que doblar la rodilla y agasajar al régimen para sobrevivir, pero sus ideas --afines a las de su amigo y colaborador, Claudio Sánchez Albornoz-- no eran para nada similares ni al monarco-reaccionarismo, ni al tradicionalismo ni al falangismo.

En la pluma de Sánchez Albornoz aparecen, con esmero y pasión, todos los temas que Pina Polo juzga propios de la ideología franquista o nacional-católica. (Sánchez Albornoz era también, por cierto, católico y así lo proclamó rotundamente nada más iniciar en 1939 su largo exilio argentino.)

Esa historiografía refleja una visión subyacente, amplísimamente compartida por todos los españoles cultos durante toda la Edad Media, la de la unidad histórico-política y cultural de España como una realidad con un pasado y un porvenir comunes, a lo largo de toda la reconquista, a menudo incluyendo también a la España musulmana, y eso tanto al norte como al sur de la línea de demarcación entre moros y cristianos.4NOTA 4

Es verdad que en toda esa tradición historiográfica hay titubeos y ambigüedades. Frente a la afirmación romanista, romano-latina, de la esencia de España, asoman otras tres concepciones alternativas, sin que los autores se percaten de sus propias incongruencias:

  • 1ª) Una creencia en una España perdurable desde época prerromana, lo cual reduciría la esencia de España a un mero concepto geográfico-natural, de geografía puramente física, ya que los pobladores de la Península Ibérica antes de la colonización romana eran etnias totalmente diferentes entre sí y de las cuales no hemos heredado nada en absoluto.

  • 2ª) Una visión de España como una entidad política independiente que habría surgido en el siglo V o en el VI por obra de los reyes godos, ya que éstos (los últimos de ellos) se titularon (al menos numismáticamente) «reges Hispaniae», al paso que, hasta entonces, Hispania había estado unida en el Imperio Romano, mas no constituido un Estado independiente.

  • 3ª) Una concepción de España posmedieval, cuyo nacimiento arrancaría del casamiento de Fernando e Isabel de Trastámara en 1469 --o diez años después, cuando Fernando herede el reino de Aragón de su padre, Juan II--.

Esas tres concepciones son radicalmente erróneas. La primera por lo ya dicho: entre la Península Ibérica prerromana y España=Hispania hay una radical discontinuidad y ruptura (sirviendo un poco de puente la conquista cartaginesa, a la postre frustrada y que apenas dejó nada tras de sí, salvo el haber facilitado la obra de Roma).

La segunda concepción, la visigótica, sostiene que España se hizo independiente bajo el yugo visigodo. ¡Qué desfiguración de la historia! Al ser invadida y arrasada por las hordas germánicas en el comienzo del siglo V (suevos, alanos, vándalos y godos), los godos sólo pusieron su planta en una parte de la España tarraconense y pronto fueron forzados a cruzar los Pirineos.

Afincados en un territorio con capital en Tolosa, emprendieron de nuevo la conquista de España, ocupando la mayor parte de ella hacia el año 476. Mas su reino seguía siendo transpirenaico, asentado principalmente en la Galia al sur del Loira. En el siglo VI serán derrotados por otra horda germánica, los francos, quienes entonces los despojan de casi todos sus dominios al norte de los Pirineos. La instalación de la capitalidad del recompuesto reino godo en Toledo sucede con el rey Atanagildo, ya en la segunda mitad del siglo VI.

Mas en las mismas fechas una parte del sur y todo el sureste de España son liberados por el general romano Liberius, reintegrándose al Imperio Romano y permaneciendo como provincia romana hasta el año 630, al paso que sólo a fines del siglo VI son vencidos los suevos, quienes habían fundado su propio reino bárbaro en la Galicia romana (que abarcaba un territorio muchísimo más extenso que la actual Galicia). Los godos no reinaron sobre toda España más que unos 16 lustros, del 630 al 711.

Durante la mayor parte de su dominación fueron odiados por los oprimidos hispanorromanos, sometidos a segregación racial, que sólo será abolida por el rey godo Recesvinto en el año 654. Fue por entonces cuando los reyes godos empezaron a denominarse «reges Hispaniae». No es que se considerasen los monarcas de un reino de España o Hispania, sino reyes del pueblo godo asentado en Hispania.

Que España se haya constituido en nación por ser subyugada (felizmente durante poco tiempo) por esa horda bárbara de los godos no puede significar que España adquiriera su esencia ni su existencia gracias a esos dominadores circunstanciales.

Mejor que nadie supo ver D. Marcelino Menéndez y Pelayo cómo la esencia y la existencia de España, de la histórica nación española, son romanas, latinas, romano-latinas; que España no es sino ese trozo de la latinidad, de la romanidad, del Imperio Romano, que ha guardado su esencia romano-latina, cuya demarcación territorial fue delimitada por la naturaleza: la Península Ibérica.5NOTA 5

En ese sentido España es como Italia, como Rumania: trozos de la latinidad políticamente unificados y asimilados en el Imperio Romano, que se vieron desgajados de su Madre Patria, Roma, al caer ésta en poder de los bárbaros (en el caso de Rumania incluso antes, al ser conquistada por las hordas germánicas a fines del siglo III).6NOTA 6

Que el origen de España como nación histórica y lingüística es romano-latino, pudiendo fecharse, aproximadamente, en el principado de Augusto (comienzo de la era cristiana) --que es cuando los romanos completan la pacificación de nuestra Península-- y que, por consiguiente, nuestra Madre Patria es Roma (de la cual fuimos arrancados por la fuerza bruta de los invasores bárbaros) lo expresó --según ya lo he recordado-- Menéndez Pelayo, cuando en su Historia de los heterodoxos españoles (vol I, p. 268) afirma:

Los visigodos nada han dejado, ni una piedra, ni un libro, ni un recuerdo, si quitamos las cartas de Sisebuto y Bulgoranos, escritas quizá por obispos españoles y puestas a nombre de aquellos altos personajes. Desengañémonos: la civilización peninsular es romana de pies a cabeza, con algo de semitismo; nada tenemos de teutónicos, a Dios gracias. Lo que los godos nos trajeron se redujo a algunas leyes bárbaras y que pugnan con el resto de nuestros códigos y a esa indisciplina y desorden que dio al traste con el imperio que ellos establecieron.

En la misma página, Menéndez Pelayo comenta que, frente a las imágenes idealizantes de los invasores germánicos, es preciso no olvidar esto: «La depravación bárbara siempre fue peor que la culta y artística. Ese mismo individualismo o exceso de personalismo que las razas del Norte traían los indujo a [...] discordias intestinas y, lo que es peor, a traiciones y perjurios contra su pueblo y raza, porque no abrigaban esas grandes ideas de patria y de ciudad propias de helenos y latinos». En la página anterior, Menéndez Pelayo recuerda las costumbres de aquella aristocracia goda que mantuvo sojuzgada a España durante más de dos siglos: «La nobleza goda era relajadísima en costumbres: la crueldad y la lascivia manchan a cada paso las hojas de su historia».

Menéndez Pelayo ve como un efecto, aunque indirecto, de la llegada de los musulmanes en el año 711 el que, de resultas de los acontecimientos que desencadenó, ese proceso histórico «nos limpió de la escoria goda» (ibid., p. 269). No olvida que hasta las postrimerías del dominio visigodo había imperado un régimen de apartheid, en el cual los hispanorromanos eran un pueblo oprimido y discriminado, estando prohibidos los matrimonios mixtos --una prohibición que sólo será levantada por Recesvinto; la conversión de Recaredo al catolicismo no había puesto fin a la segregación racial. Hasta ese extremo final del régimen godo --sigue diciendo Menéndez Pelayo-- la «organización del Estado [era] [...] ruda, selvática y grosera, como de gente nacida y criada en bosques». Y no pasa por alto Menéndez Pelayo una consecuencia de esa segregación --sólo abolida legalmente en los ultimísimos reinados de la monarquía goda: «Error sería creer que las dos razas, goda e hispanorromana, estaban fundidas al tiempo de la catástrofe de Guadalete [año 711]. La unión había adelantado mucho con Recaredo, no poco con Recesvinto, pero distaba de ser completa. [...] diferencias íntimas y radicales los separaban aún» (ibid., p. 266).

Paso así a la tercera concepción errónea: la de que España sólo existe desde la unión dinástica de 1469 (o de 1479, según se mire). Eso es completamente absurdo, un contrasentido pseudohistórico. (Y me temo que ésa es la concepción del Prof. Pina Polo, desgraciadamente.)

Vamos a aplicar un criterio coherente. ¿Cuál? Para mí, una nación es la comunidad de todos los habitantes humanos de un territorio de cierta amplitud, geográficamente delimitado, sea por demarcaciones más o menos importantes de geografía física, sea como resultado de hechos histórico-políticos, siempre que esa comunidad:

  • (1º) esté unida por vínculos históricos, culturales, económicos, demográficos y lingüísticos (no necesariamente un solo idioma);

  • (2º) comparta una memoria y una autoidentificación colectivas;

  • (3º) no forme parte de una unidad similar más amplia (y, por lo tanto, no guarde afinidad, en todos esos aspectos, con los territorios contiguos);

  • 4º) como consecuencia de lo cual, esa comunidad, o bien forma un cuerpo político independiente, o tiene sobrados motivos para reclamar ese estatuto, del cual sólo puede estar privada por estar sufriendo una opresión extranjera (resultado de una conquista o de un sojuzgamiento).

Una de las características de una nación es que, cuando está rota su unidad política, la población y las élites de las diferentes partes fragmentadas guardan alguna conciencia (a veces confusa o borrosa) de copertenencia, por la persistencia de una idea del subconsciente colectivo, aunque sea muy vaga, del pasado común con esperanzas de un futuro igualmente común (cual sucedió a lo largo de nuestra Edad Media, según lo estudió el Prof. Maravall, con envidiables erudición y minuciosidad).

España es una nación desde el reinado de Augusto, aunque entonces no cumplía ni el requisito 3º ni el 4º. Era una parte de la nación romano-latina. Fue el derrumbamiento del Imperio Romano lo que causó, contra la voluntad de los españoles, que España se convirtiera en una nación diferenciada. No la hicieron tal los godos, que siempre fueron y se sintieron raza dominante, nunca hispanos. Mas esa contingencia puramente externa no alteró la esencia de España.

Con mi criterio, Italia es una nación por lo menos desde el final de la guerra social (año 88 aEC). No empieza a existir Italia con la proclamación del rey de Cerdeña, Víctor Manuel II de Saboya, como rey de Italia en marzo de 1861; había habido previamente entidades políticas que recibieron esa misma denominación, «regno d'Italia». Usamos la misma palabra, «Italia» para hablar de la Italia romana de Cicerón, de la Italia sojuzgada por los godos (493 a 535), de la fugazmente liberada por Justiniano, de la que cayó después víctima de las nuevas invasiones germánicas (lombardos, francos y normandos), de la que estuvo desunida durante 22 siglos y de la mal reunificada por la conquista militar piamontesa en 1861 (disfrazada con la mascarada de plebiscitos ratificatorios de las anexiones, fruto de victorias militares de la casa de Saboya sobre los demás Estados italianos).

Desde la época romana hasta esa pésima unificación forzada de la segunda mitad del siglo XIX, las poblaciones y las élites de Italia siempre tuvieron conciencia colectiva --más intensa unas veces, más tenue y difuminada otras-- de constituir una unidad con un pasado común y unas vagas esperanzas o añoranzas de futuro común; igual que España en la Edad Media. En el siglo IX, en el XIV, en el XVII «ser italiano» quería decir algo.

¿Y la nación alemana? Cuando Fichte pronuncia y difunde sus célebres Discursos a la nación alemana, en 1808, no existía unidad política alguna con denominación germana ni con pretensión pangermánica, ni siquiera la exigua supremacía nominal que, durante muchos siglos, había correspondido al Sacro Imperio Romano-Germánico (un tanto fantasmagórico, sobre todo después del tratado de Westfalia de 1648); tal imperio, derrotado por Napoleón, se había extinguido justo dos años antes de las proclamas de Fichte.

Es dudoso desde cuándo hay una nación alemana o germana, pero sin duda ésta ya existía cuando Luis I firma con sus hermanos, el 10 de agosto de 843, el tratado de Verdún, dividiéndose el imperio carolingio; viene proclamado rey de la Francia oriental, pero de hecho se lo conoció como rey de Germania, basándose, en parte, la delimitación de las tres «Francias» (oriental, central y occidental) en genere, moribus, lingua, legibus: eran pueblos diferenciados étnicamente, en sus costumbres, en su lengua y en su Derecho. La Francia occidental será Francia; la oriental, Alemania.

China es una nación desde tiempo inmemorial; cuando se instaura un poder central unificador, el de la efímera dinastía Qin en 221 aEC, los chinos no viven esa experiencia como generadora de su nación, sino como lo que era, una unificación --sólo que bajo el cetro de un déspota brutal, que no pudo consolidar su dinastía, la cual va a perecer con él. Siguen 81 lustros de unidad bajo la dinastía Han, cuyo derrocamiento en el año 220 EC abre un larguísimo período de desunión (220 a 589). Reunificada la nación china bajo la fugaz dinastía Sui (581-618) y su heredera la dinastía Tang (618-906), de nuevo queda sumida, a comienzos del siglo X, en el marasmo y la desunión, atenuada por la hegemonía de los monarcas de la dinastía Sung, 960-1279. Entre 1279 y 1368 está bajo el yugo mongol. Vienen luego las dinastías Ming (1368-1644) y Ching (1644-1912; no olvidemos que ésta es bárbara, manchú, aunque aclimatada a la China subyugada, que nunca se resignó del todo a esa sumisión). Finalmente en 1912 se proclama la República China.

Si aplicamos a la historia china un criterio análogo a aquel con el que se quiere decir que Hispania no es España, no sé dónde se pondrá la línea de demarcación entre la China antigua y la moderna, pues lo que la historia nos ofrece es un continuo, no roto por los largos y turbulentos períodos de desunión y de sojuzgamiento a manos de los bárbaros del norte.

Aplicando esos mismos criterios hemos de pensar que Hispania=España.

Además, ¿cómo se traduce «España» al latín? La lengua latina ha sido la oficial de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano hasta la decisión del 6 de octubre del 2014 impuesta por su santidad Francisco I. La diplomacia vaticana, redactada en latín, ¿cómo tenía que traducir el nombre propio «España»? Naturalmente «Hispania».

Además, las versiones de los clásicos latinos en otros idiomas traducen «Hispania» como «Spanien», «Spain», «Espagne», «Spagna»; y traducen «hispanos» como «spanisch», «spaniards», «espagnols», «spagnoli». La edición bilingüe (latín y francés) del Ab urbe condita de Tito Livio que constituyó mi libro de reestudio de la (entonces un poco olvidada) lengua de Cicerón durante mis años de doctorado en Lieja (1975-79) siempre, en el lado derecho, hacía corresponder «Espagne» a la palabra del lado izquierdo, «Hispania».

Leyendo también obras de recientes historiadores de la antigüedad romana --como Luciano Canfora (uno de mis preferidos)-- compruebo que usan «la Spagna» para referirse a Hispania, o sea a España. ¿Todos equivocados?

Por otro lado ¿qué sucedió en 1469 o en 1479? Los reyes de Castilla, de Aragón, de Navarra y de Portugal ya se titulaban, los cuatro, «reyes de España» desde mucho antes, igual que el rey nazarí de Granada se titulaba rey de Al-Ándalus. Ni el casamiento de Valladolid ni las proclamaciones reales subsiguientes instituyeron una entidad política nueva, denominada «reino de España».

Éste, en esos términos, sólo empezará oficial o nominalmente a existir en 1812, aunque desde el siglo XVI, o desde el XV, no sólo toda la correspondencia diplomática llama al monarca hispano «rey de España», no sólo es así como se expresa el pueblo, sino que incluso los tratados internacionales inscriben tal denominación (p.ej. el Tratado de Utrecht de 1713; la guerra de 1701-1715 [combinación de guerra civil española y de guerra internacional] fue conocida generalmente como «guerra de sucesión de España» o «guerra de España»). En el siglo XVII era ampliamente usada la locución «la nación española»; en la citada guerra, los partidarios catalanes de Carlos III (el archiduque Carlos de Austria) proclamaron que luchaban «por toda la nación española». El episodio de 1469 había sido un mero jalón en ese largo recorrido, nada más.

Recientemente el lingüista hispano-estadounidense Francisco Adolfo Marcos Martín ha insistido en que los hispanorromanos no eran españoles. Su argumento es que la vivencia colectiva que tenían no era la de españoles, sino la de hispanos. El Prof. Marcos Martín también rechaza hablar de la España musulmana. Pero, ¿acaso la vivencia de los españoles de 1492, de 1592, de 1692, de 1792, de 1892 o incluso de 1992 es, de veras, igual que la de los españoles de este año 2017? Basta echar memoria, acordarse de cómo sentía uno las cosas hace unos decenios; no sólo uno, para sus adentros, sino en la relación con los demás. Nuestras vivencias han cambiado. Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río; pero ese río no es tampoco enteramente otro río. Es y no es el mismo. Igual sucede con las naciones.

De todo lo cual se deduce que España --o, si se prefiere, Hispania--, nación bimilenaria, es muy anterior a las regiones que se generaron en la Edad Media: Castilla, Andalucía, Aragón, Cataluña, Vasconia, León, etc. En nuestra España antigua hubo primero las dos provincias de la Citerior y la Ulterior. Luego fueron creándose otras. A fines del siglo III la reforma administrativa del emperador Diocleciano unificó toda España (incluyendo la Mauretania Tingitania, o sea aproximadamente el Rif) en una diócesis, dividida en siete provincias: Bética, Lusitania, Tingitania (también llamada «Hispania noua»), Cartaginense, Tarraconense, Baleárica y Galaica. Desde luego ni la Bética era Andalucía ni Glllaecia era Galicia, ni, en absoluto, la Lusitania era Portugal ni, para nada, la Tarraconense era Cataluña.

Las actuales regiones sólo empiezan a adquirir fisonomía y denominación muchos siglos después de Diocleciano. (Vasconia ni siquiera figuraba en la lista. Los vascones de entonces, habitantes de la actual Navarra, eran un pueblo de origen celta o, al menos, indoeuropeo, que no tenían nada de euskaros; éstos ingresarán en España, cruzando los Pirineos, tras el desmoronamiento del Imperio Romano de Occidente, en una inmigración que se prolongará varios siglos.)

Por último, como colofón, diré unas palabras sobre el castellano-centrismo que el Prof. Pina Polo achaca al régimen de Franco. (Yo no soy, en absoluto, castellano-centrista; ¡todo lo contrario! --a pesar de que mis antepasados eran oriundos de Castilla la Vieja por ambas líneas.) El castellano-centrismo es propio de la generación del 98, un santo y seña del regeneracionismo que quiso sacudir a España. Castellanista, castellano-centrista, fue D. Miguel de Unamuno.7NOTA 7 Huelga recordar el castellano-centrismo del andaluz D. Antonio Machado.

En la Gaceta de Madrid del 28 abril 1931 publícase el Decreto del Gobierno Provisional de la República Española «Bandera nacional», del cual extraigo esta frase: «La República cobija a todos. También la bandera, que significa paz, colaboración de los ciudadanos bajo el imperio de justas leyes. Significa más aún: el hecho, nuevo en la Historia de España, de que la acción del Estado no tenga otro móvil que el interés del país, ni otra norma que el respeto a la conciencia, a la libertad y al trabajo. Hoy se pliega la bandera adoptada como nacional a mediados del siglo XIX. De ella se conservan los dos colores y se le añade un tercero, que la tradición admite por insignia de una región ilustre, nervio de la nacionalidad, con lo que el emblema de la República, así formado, resume más acertadamente la armonía de una gran España». ¿Se puede ser más castellano-centrista que una República que considera a Castilla, no sólo una región ilustre, sino nervio de la nación española?8NOTA 8 Al destruir esa bandera, escogida por las multitudes, y restaurar la bicolor deforme de Carlos III, el franquismo realizará un acto político anticastellano.

Soy consciente de que, por sostener estas tesis historiográficas, se me acusará de suscribir el nacionalismo español. ¡A mucha honra! Nacionalismo español desde mis puntos de vista políticos y jurídicos, los del republicanismo social, liberal, igualitario, fraternalista y progresista, los del antiimperialismo, aquellos que me acompañaron ya en los lejanos años sesenta del pasado siglo.



1

[NOTA 1]

V. Juan José Ortiz de Mendivil, «Acercamiento a la `passion o martyrio de Sant Laurenzo' de Gonzalo de Berceo», 1982, Nº 103 de la Biblioteca Gonzalo de Berceo, disp. en acc. También «El Martirio de san Lorenzo de Gonzalo de Berceo: Estructura y comentarios» de Antonino M. Pérez Rodríguez, accesible. El poema empieza con estos versos: «En el nomne precioso del Rey omnipotent / que faze sol e luna nazer en Orient, / quiero fer la passion de Sennor Sant Laurent / en romanz que la pueda saber toda la gent». Otra variante: «Del Martir Sant Laurençio romanzo otra scriptura, / Fo en Roma martiriada tan sancta creatura, / Asaronli en parriellas sayones a rencura, / Imperante don Deçio, omne de audace dura». [Los historiadores juzgan equivocado atribuir ese martirio al emperador Decio, muerto poco antes, en la batalla de Abrittus, aplastado por los godos, en el año 251; efectivamente Decio también había perseguido cruelmente a los cristianos.] V. asimismo acc.. Cf. acc..


2

[NOTA 2]

Disp. en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, acc.; v. «La versión primitiva de la Estoria de España de Alfonso X: edición crítica», acc.; v. asimismo: Mariano de la Campa, «La versión primitiva de la Estoria de España de Alfonso X: Edición crítica», Seminario Menéndez Pidal (U.C.M.), acc..


3

[NOTA 3]

V. mi escrito de 2014 «La renovación de los estudios histórico-jurídicos en España en el primer tercio del siglo XX», acc. en acc..


4

[NOTA 4]

V. la magna obra de José Antonio Maravall Casesnoves, El concepto de España en la Edad Media, Centro de Estudios Constitucionales, 2013, ISBN 9788425915567.


5

[NOTA 5]

Excepto, en verdad, Portugal, que optó en 1640 por desgajarse del tronco común, siguiendo su propio itinerario; como pronto hará de eso medio milenio, por doloroso que sea tal desgarro, es seguramente irreversible.


6

[NOTA 6]

El caso de Francia es diferente, pues aceptó autodenominarse con el nombre de la tribu germánica que sojuzgó la Galia; la conciencia nacional francesa siempre ha considerado a los invasores francos como sus antepasados; nunca nadie en el país vecino ha reclamado liberarse de tal denominación.


7

[NOTA 7]

A Unamuno debemos este hermoso poema: «Tú me levantas, tierra de Castilla, / en la rugosa palma de tu mano, / al cielo que te enciende y te refresca, / al cielo, tu amo, / Tierra nervuda, enjuta, despejada, / madre de corazones y de brazos, / toma el presente en ti viejos colores / del noble antaño. / Con la pradera cóncava del cielo / lindan en torno tus desnudos campos, / tiene en ti cuna el sol y en ti sepulcro / y en ti santuario. / Es todo cima tu extensión redonda / y en ti me siento al cielo levantado, / aire de cumbre es el que se respira / aquí, en tus páramos. / ¡Ara gigante, tierra castellana, / a ese tu aire soltaré mis cantos, / si te son dignos bajarán al mundo / desde lo alto!»


8

[NOTA 8]

D. Pedro Rico, alcalde republicano de Madrid, en su artículo «Nacimiento espontáneo de la bandera tricolor» ensalza las banderas republicanas porque son «enseñas en las que se unía a los antiguos, el color morado, no menos antiguo en la conciencia popular, como simbolizador de Castilla». Y agrega: «el verdadero significado [de la oficialización de la bandera tricolor era] el de integrar, llevar a su plenitud, la simbolización de la patria, incorporando a su emblema el color de Castilla».

[continuará]