SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (V)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
V.-- España, dos milenios de historia
por Lorenzo Peña y Gonzalo

Jueves 2017-08-10


Tal día como hoy, hace 1759 años, era ejecutado en Roma, por sus ideas, mi paisano y tocayo Laurentius, cuya trágica muerte fue posteriormente mitificada con la célebre leyenda de la parrilla.

Causó su muerte un déspota, el usurpador Valeriano, poco después no sólo derrotado por los persas sino también apresado, muriendo en un ignominioso cautiverio. Corrían los días más lúgubres del Imperio Romano, sumido en la terrible crisis del siglo III.

En la historia de la civilización española (esa a cuyo estudio y a cuya propagación consagró su vida mi también paisano, el filólogo D. Rafael Lapesa y Melgar, de la Real Academia Española) está revestido de una especial significación el mártir cristiano San Lorenzo. El primer escritor cuya producción puede calificarse de castellano antiguo fue el riojano maese Gonzalo de Berceo (1195-1268). Una de sus obras poéticas fue el relato del martirio de San Lorenzo.1NOTA 1

Si Laurentius había nacido en Valencia (Gonzalo de Berceo afirma que fue en Huesca), el dato es pertinente para recordar que a España la hizo Roma, que España es una creación romana, una nación con dos milenios de historia, obra, por entero, de la colonización y unificación que nos aportó Roma.

De la prerromana Península Ibérica, de las tribus iberas, celtas y celtíberas, no quedan más que los genes (y no sé cuántos, porque en los largos siglos de pertenencia de España al Imperio Romano la aportación genética italiana fue, sin lugar a dudas, decisiva --aunque sólo fuera por los legionarios; la mayoría de los actuales españoles seguramente tenemos como antepasado a algún legionario romano).

Antes de los romanos ya habían emprendido la colonización y unificación de nuestra península los semitas africanos, los púnico-cartagineses. Pero, por imperativo demográfico, estaban destinados a fracasar. El pueblo fenicio de Cartago era exiguo en comparación con la enorme masa de la población latina. Pese al inmortal genio de Aníbal, los cartagineses fueron eliminados.

El relevo pasa entonces a Roma, la cual, en una serie de campañas (que se prolongan unos dos siglos) acomete y lleva a término la conversión de España en provincia romana. Es cierto que, durante un tiempo, se trató de dos provincias (la citerior y la ulterior), más tarde subdivididas. Esas divisiones administrativas no impedían que, desde algo antes del comienzo de la era cristiana, toda España está unificada bajo el poder de Roma (quitando algún rincón rebelde de la cornisa cantábrica); toda ella habla el latín; toda ella ha olvidado a los moradores celtíberos, aunque gran parte de la población hispanorromana descienda de ellos.

La literatura y la leyenda de siglos posteriores nos hablan de Numancia y de Viriato, pero los españoles de hace dos milenios nada querían saber ni de Numancia ni de Viriato. Todo eso estaba sepultado en el olvido. De tales hechos, reales o legendarios, no se tiene otra noticia que la que dan los propios historiadores romanos. A nosotros, los romanos hispanos, nos traían sin cuidado esos cuentos sobre nuestros antepasados, que nada nos habían dejado, mientras que Roma nos dio todo, nos hizo hispanos, o sea españoles.

En estos últimos tiempos se ha puesto de moda decir que España no es Hispania, llegando algunos --entre ellos el meritorio profesor zaragozano Dr. Francisco Pina Polo, a quien mucho aprecio-- a atribuir al franquismo la identificación de Hispania con España, la calificación como españoles de Séneca, Lucano, Marcial, Quintiliano, Calcidio, Trajano, Hadriano y Teodosio, entre otros.

Voy a citar varios pasajes de su artículo «El estudio de la historia antigua en España bajo el franquismo» (Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna, vol. 41 [2009], ISSN 1853-1555 [en línea], pp. 1ss.):


Tres ideas dominaron al respecto: en primer lugar, la dimensión unitaria de la historia de España, traducida en la existencia de una personalidad propia española colectiva desde el mismo comienzo de la historia, el supuesto `espíritu nacional español'; [...] por último, la idea dependiente del siempre omnipresente nacional catolicismo de que España fue bastión del cristianismo [...].


Por ello se hablaba siempre de España y no de Hispania, y de españoles y no de hispanos, incluso cuando alguien se refería a Viriato [...] Esa idea de la unidad esencial y eterna de España y de los españoles está, p.ej., perfectamente presentada por el título publicado en el año 1945 por Antonio García y Bellido [...] España y los españoles hace dos mil años según Estrabón [...]


Un buen ejemplo de definición de carácter nacional español con los rasgos citados se encuentra en la introducción escrita por Menéndez Pidal en la Historia de España que él dirigió, con el título «Sobre los españoles y la Historia». Publicada en 1947 se convirtió lógicamente en obra de referencia sobre la historia española y fue por tanto muy influyente durante todo el franquismo.


El castellano centrismo debe ser visto por otra parte como una de las características de la historiografía española bajo el franquismo.


En realidad existió una cierta ambigüedad en relación con Roma. Por un lado no dejaba de ser un Estado invasor a cuyo dominio los españoles se resistieron ferozmente. Por otro lado es obvio que trajo consigo elementos culturales fundamentales a la articulación de lo español [...]


Se parte de que todos los nacidos en las provincias hispanas eran `españoles' [...] Trajano, nacido en la Itálica del Guadalquivir, es reivindicado como un gran emperador español que consigue revitalizar el Imperio Romano. Otros personajes son presentados como decisivos en el enriquecimiento intelectual de Roma, como Séneca, Marcial o Lucano.

Concluye mi estimado colega su artículo con esta frase:


Sus principales tesis [las de la historiografía franquista] significaron simplemente la hipertrofia de otras que desde el siglo XVI habían defendido un peculiar papel de la España cristiana en la historia universal [...] como corresponde a un régimen totalitario como era la dictadura del general Franco.

Subyacente a todas y cada una de esas consideraciones es una antileyenda generalizada bajo los últimos dos reinados borbónicos: que España casi la inventó Franco o, por lo menos, que fue su tiranía la que, si no creó del todo, sí enunció y monopolizó plenamente el nacionalismo historiográfico español y hispano-español.

Todo lo que Pina Polo atribuye a la historiografía franquista se halla, desde siglos atrás, en la pluma de nuestros grandes historiadores, desde la Estoria general de España del rey castellano Alfonso X el Sabio en el siglo XIII,2NOTA 2 pasando por el jesuita talaverano P. Juan de Mariana en 1601 [cuya obra será reeditada por el intelectual y político demócrata catalán --y futuro Presidente de la República Española-- D. Francisco Pi y Margall en las Obras Completas del Padre Mariana, en 2 voles, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1854] para --a través de la Historia de España del académico liberal-progresista D. Modesto Lafuente y Zamalloa (varios volúmenes publicados entre 1850 y 1867)-- llegar a la frondosísima escuela de Eduardo Hinojosa y de su pléyade de discípulos liberales y republicanos, entre ellos D. Claudio Sánchez Albornoz (presidente del consejo de ministros de la República Española en el exilio de 1962 a 1971).3NOTA 3

A esa misma escuela progresista y democrática pertenece D. Ramón Menéndez Pidal, quien, regresando a España en 1939, se vio sometido al ostracismo y a punto de quedar condenado a un exilio interior; no deja de ser paradójico que venga considerado ahora un intelectual del franquismo; cierto que tuvo que doblar la rodilla y agasajar al régimen para sobrevivir, pero sus ideas --afines a las de su amigo y colaborador, Claudio Sánchez Albornoz-- no eran para nada similares ni al monarco-reaccionarismo, ni al tradicionalismo ni al falangismo.

En la pluma de Sánchez Albornoz aparecen, con esmero y pasión, todos los temas que Pina Polo juzga propios de la ideología franquista o nacional-católica. (Sánchez Albornoz era también, por cierto, católico y así lo proclamó rotundamente nada más iniciar en 1939 su largo exilio argentino.)

Esa historiografía refleja una visión subyacente, amplísimamente compartida por todos los españoles cultos durante toda la Edad Media, la de la unidad histórico-política y cultural de España como una realidad con un pasado y un porvenir comunes, a lo largo de toda la reconquista, a menudo incluyendo también a la España musulmana, y eso tanto al norte como al sur de la línea de demarcación entre moros y cristianos.4NOTA 4

Es verdad que en toda esa tradición historiográfica hay titubeos y ambigüedades. Frente a la afirmación romanista, romano-latina, de la esencia de España, asoman otras tres concepciones alternativas, sin que los autores se percaten de sus propias incongruencias:

  • 1ª) Una creencia en una España perdurable desde época prerromana, lo cual reduciría la esencia de España a un mero concepto geográfico-natural, de geografía puramente física, ya que los pobladores de la Península Ibérica antes de la colonización romana eran etnias totalmente diferentes entre sí y de las cuales no hemos heredado nada en absoluto.

  • 2ª) Una visión de España como una entidad política independiente que habría surgido en el siglo V o en el VI por obra de los reyes godos, ya que éstos (los últimos de ellos) se titularon (al menos numismáticamente) «reges Hispaniae», al paso que, hasta entonces, Hispania había estado unida en el Imperio Romano, mas no constituido un Estado independiente.

  • 3ª) Una concepción de España posmedieval, cuyo nacimiento arrancaría del casamiento de Fernando e Isabel de Trastámara en 1469 --o diez años después, cuando Fernando herede el reino de Aragón de su padre, Juan II--.

Esas tres concepciones son radicalmente erróneas. La primera por lo ya dicho: entre la Península Ibérica prerromana y España=Hispania hay una radical discontinuidad y ruptura (sirviendo un poco de puente la conquista cartaginesa, a la postre frustrada y que apenas dejó nada tras de sí, salvo el haber facilitado la obra de Roma).

La segunda concepción, la visigótica, sostiene que España se hizo independiente bajo el yugo visigodo. ¡Qué desfiguración de la historia! Al ser invadida y arrasada por las hordas germánicas en el comienzo del siglo V (suevos, alanos, vándalos y godos), los godos sólo pusieron su planta en una parte de la España tarraconense y pronto fueron forzados a cruzar los Pirineos.

Afincados en un territorio con capital en Tolosa, emprendieron de nuevo la conquista de España, ocupando la mayor parte de ella hacia el año 476. Mas su reino seguía siendo transpirenaico, asentado principalmente en la Galia al sur del Loira. En el siglo VI serán derrotados por otra horda germánica, los francos, quienes entonces los despojan de casi todos sus dominios al norte de los Pirineos. La instalación de la capitalidad del recompuesto reino godo en Toledo sucede con el rey Atanagildo, ya en la segunda mitad del siglo VI.

Mas en las mismas fechas una parte del sur y todo el sureste de España son liberados por el general romano Liberius, reintegrándose al Imperio Romano y permaneciendo como provincia romana hasta el año 630, al paso que sólo a fines del siglo VI son vencidos los suevos, quienes habían fundado su propio reino bárbaro en la Galicia romana (que abarcaba un territorio muchísimo más extenso que la actual Galicia). Los godos no reinaron sobre toda España más que unos 16 lustros, del 630 al 711.

Durante la mayor parte de su dominación fueron odiados por los oprimidos hispanorromanos, sometidos a segregación racial, que sólo será abolida por el rey godo Recesvinto en el año 654. Fue por entonces cuando los reyes godos empezaron a denominarse «reges Hispaniae». No es que se considerasen los monarcas de un reino de España o Hispania, sino reyes del pueblo godo asentado en Hispania.

Que España se haya constituido en nación por ser subyugada (felizmente durante poco tiempo) por esa horda bárbara de los godos no puede significar que España adquiriera su esencia ni su existencia gracias a esos dominadores circunstanciales.

Mejor que nadie supo ver D. Marcelino Menéndez y Pelayo cómo la esencia y la existencia de España, de la histórica nación española, son romanas, latinas, romano-latinas; que España no es sino ese trozo de la latinidad, de la romanidad, del Imperio Romano, que ha guardado su esencia romano-latina, cuya demarcación territorial fue delimitada por la naturaleza: la Península Ibérica.5NOTA 5

En ese sentido España es como Italia, como Rumania: trozos de la latinidad políticamente unificados y asimilados en el Imperio Romano, que se vieron desgajados de su Madre Patria, Roma, al caer ésta en poder de los bárbaros (en el caso de Rumania incluso antes, al ser conquistada por las hordas germánicas a fines del siglo III).6NOTA 6

Que el origen de España como nación histórica y lingüística es romano-latino, pudiendo fecharse, aproximadamente, en el principado de Augusto (comienzo de la era cristiana) --que es cuando los romanos completan la pacificación de nuestra Península-- y que, por consiguiente, nuestra Madre Patria es Roma (de la cual fuimos arrancados por la fuerza bruta de los invasores bárbaros) lo expresó --según ya lo he recordado-- Menéndez Pelayo, cuando en su Historia de los heterodoxos españoles (vol I, p. 268) afirma:

Los visigodos nada han dejado, ni una piedra, ni un libro, ni un recuerdo, si quitamos las cartas de Sisebuto y Bulgoranos, escritas quizá por obispos españoles y puestas a nombre de aquellos altos personajes. Desengañémonos: la civilización peninsular es romana de pies a cabeza, con algo de semitismo; nada tenemos de teutónicos, a Dios gracias. Lo que los godos nos trajeron se redujo a algunas leyes bárbaras y que pugnan con el resto de nuestros códigos y a esa indisciplina y desorden que dio al traste con el imperio que ellos establecieron.

En la misma página, Menéndez Pelayo comenta que, frente a las imágenes idealizantes de los invasores germánicos, es preciso no olvidar esto: «La depravación bárbara siempre fue peor que la culta y artística. Ese mismo individualismo o exceso de personalismo que las razas del Norte traían los indujo a [...] discordias intestinas y, lo que es peor, a traiciones y perjurios contra su pueblo y raza, porque no abrigaban esas grandes ideas de patria y de ciudad propias de helenos y latinos». En la página anterior, Menéndez Pelayo recuerda las costumbres de aquella aristocracia goda que mantuvo sojuzgada a España durante más de dos siglos: «La nobleza goda era relajadísima en costumbres: la crueldad y la lascivia manchan a cada paso las hojas de su historia».

Menéndez Pelayo ve como un efecto, aunque indirecto, de la llegada de los musulmanes en el año 711 el que, de resultas de los acontecimientos que desencadenó, ese proceso histórico «nos limpió de la escoria goda» (ibid., p. 269). No olvida que hasta las postrimerías del dominio visigodo había imperado un régimen de apartheid, en el cual los hispanorromanos eran un pueblo oprimido y discriminado, estando prohibidos los matrimonios mixtos --una prohibición que sólo será levantada por Recesvinto; la conversión de Recaredo al catolicismo no había puesto fin a la segregación racial. Hasta ese extremo final del régimen godo --sigue diciendo Menéndez Pelayo-- la «organización del Estado [era] [...] ruda, selvática y grosera, como de gente nacida y criada en bosques». Y no pasa por alto Menéndez Pelayo una consecuencia de esa segregación --sólo abolida legalmente en los ultimísimos reinados de la monarquía goda: «Error sería creer que las dos razas, goda e hispanorromana, estaban fundidas al tiempo de la catástrofe de Guadalete [año 711]. La unión había adelantado mucho con Recaredo, no poco con Recesvinto, pero distaba de ser completa. [...] diferencias íntimas y radicales los separaban aún» (ibid., p. 266).

Paso así a la tercera concepción errónea: la de que España sólo existe desde la unión dinástica de 1469 (o de 1479, según se mire). Eso es completamente absurdo, un contrasentido pseudohistórico. (Y me temo que ésa es la concepción del Prof. Pina Polo, desgraciadamente.)

Vamos a aplicar un criterio coherente. ¿Cuál? Para mí, una nación es la comunidad de todos los habitantes humanos de un territorio de cierta amplitud, geográficamente delimitado, sea por demarcaciones más o menos importantes de geografía física, sea como resultado de hechos histórico-políticos, siempre que esa comunidad:

  • (1º) esté unida por vínculos históricos, culturales, económicos, demográficos y lingüísticos (no necesariamente un solo idioma);

  • (2º) comparta una memoria y una autoidentificación colectivas;

  • (3º) no forme parte de una unidad similar más amplia (y, por lo tanto, no guarde afinidad, en todos esos aspectos, con los territorios contiguos);

  • 4º) como consecuencia de lo cual, esa comunidad, o bien forma un cuerpo político independiente, o tiene sobrados motivos para reclamar ese estatuto, del cual sólo puede estar privada por estar sufriendo una opresión extranjera (resultado de una conquista o de un sojuzgamiento).

Una de las características de una nación es que, cuando está rota su unidad política, la población y las élites de las diferentes partes fragmentadas guardan alguna conciencia (a veces confusa o borrosa) de copertenencia, por la persistencia de una idea del subconsciente colectivo, aunque sea muy vaga, del pasado común con esperanzas de un futuro igualmente común (cual sucedió a lo largo de nuestra Edad Media, según lo estudió el Prof. Maravall, con envidiables erudición y minuciosidad).

España es una nación desde el reinado de Augusto, aunque entonces no cumplía ni el requisito 3º ni el 4º. Era una parte de la nación romano-latina. Fue el derrumbamiento del Imperio Romano lo que causó, contra la voluntad de los españoles, que España se convirtiera en una nación diferenciada. No la hicieron tal los godos, que siempre fueron y se sintieron raza dominante, nunca hispanos. Mas esa contingencia puramente externa no alteró la esencia de España.

Con mi criterio, Italia es una nación por lo menos desde el final de la guerra social (año 88 aEC). No empieza a existir Italia con la proclamación del rey de Cerdeña, Víctor Manuel II de Saboya, como rey de Italia en marzo de 1861; había habido previamente entidades políticas que recibieron esa misma denominación, «regno d'Italia». Usamos la misma palabra, «Italia» para hablar de la Italia romana de Cicerón, de la Italia sojuzgada por los godos (493 a 535), de la fugazmente liberada por Justiniano, de la que cayó después víctima de las nuevas invasiones germánicas (lombardos, francos y normandos), de la que estuvo desunida durante 22 siglos y de la mal reunificada por la conquista militar piamontesa en 1861 (disfrazada con la mascarada de plebiscitos ratificatorios de las anexiones, fruto de victorias militares de la casa de Saboya sobre los demás Estados italianos).

Desde la época romana hasta esa pésima unificación forzada de la segunda mitad del siglo XIX, las poblaciones y las élites de Italia siempre tuvieron conciencia colectiva --más intensa unas veces, más tenue y difuminada otras-- de constituir una unidad con un pasado común y unas vagas esperanzas o añoranzas de futuro común; igual que España en la Edad Media. En el siglo IX, en el XIV, en el XVII «ser italiano» quería decir algo.

¿Y la nación alemana? Cuando Fichte pronuncia y difunde sus célebres Discursos a la nación alemana, en 1808, no existía unidad política alguna con denominación germana ni con pretensión pangermánica, ni siquiera la exigua supremacía nominal que, durante muchos siglos, había correspondido al Sacro Imperio Romano-Germánico (un tanto fantasmagórico, sobre todo después del tratado de Westfalia de 1648); tal imperio, derrotado por Napoleón, se había extinguido justo dos años antes de las proclamas de Fichte.

Es dudoso desde cuándo hay una nación alemana o germana, pero sin duda ésta ya existía cuando Luis I firma con sus hermanos, el 10 de agosto de 843, el tratado de Verdún, dividiéndose el imperio carolingio; viene proclamado rey de la Francia oriental, pero de hecho se lo conoció como rey de Germania, basándose, en parte, la delimitación de las tres «Francias» (oriental, central y occidental) en genere, moribus, lingua, legibus: eran pueblos diferenciados étnicamente, en sus costumbres, en su lengua y en su Derecho. La Francia occidental será Francia; la oriental, Alemania.

China es una nación desde tiempo inmemorial; cuando se instaura un poder central unificador, el de la efímera dinastía Qin en 221 aEC, los chinos no viven esa experiencia como generadora de su nación, sino como lo que era, una unificación --sólo que bajo el cetro de un déspota brutal, que no pudo consolidar su dinastía, la cual va a perecer con él. Siguen 81 lustros de unidad bajo la dinastía Han, cuyo derrocamiento en el año 220 EC abre un larguísimo período de desunión (220 a 589). Reunificada la nación china bajo la fugaz dinastía Sui (581-618) y su heredera la dinastía Tang (618-906), de nuevo queda sumida, a comienzos del siglo X, en el marasmo y la desunión, atenuada por la hegemonía de los monarcas de la dinastía Sung, 960-1279. Entre 1279 y 1368 está bajo el yugo mongol. Vienen luego las dinastías Ming (1368-1644) y Ching (1644-1912; no olvidemos que ésta es bárbara, manchú, aunque aclimatada a la China subyugada, que nunca se resignó del todo a esa sumisión). Finalmente en 1912 se proclama la República China.

Si aplicamos a la historia china un criterio análogo a aquel con el que se quiere decir que Hispania no es España, no sé dónde se pondrá la línea de demarcación entre la China antigua y la moderna, pues lo que la historia nos ofrece es un continuo, no roto por los largos y turbulentos períodos de desunión y de sojuzgamiento a manos de los bárbaros del norte.

Aplicando esos mismos criterios hemos de pensar que Hispania=España.

Además, ¿cómo se traduce «España» al latín? La lengua latina ha sido la oficial de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano hasta la decisión del 6 de octubre del 2014 impuesta por su santidad Francisco I. La diplomacia vaticana, redactada en latín, ¿cómo tenía que traducir el nombre propio «España»? Naturalmente «Hispania».

Además, las versiones de los clásicos latinos en otros idiomas traducen «Hispania» como «Spanien», «Spain», «Espagne», «Spagna»; y traducen «hispanos» como «spanisch», «spaniards», «espagnols», «spagnoli». La edición bilingüe (latín y francés) del Ab urbe condita de Tito Livio que constituyó mi libro de reestudio de la (entonces un poco olvidada) lengua de Cicerón durante mis años de doctorado en Lieja (1975-79) siempre, en el lado derecho, hacía corresponder «Espagne» a la palabra del lado izquierdo, «Hispania».

Leyendo también obras de recientes historiadores de la antigüedad romana --como Luciano Canfora (uno de mis preferidos)-- compruebo que usan «la Spagna» para referirse a Hispania, o sea a España. ¿Todos equivocados?

Por otro lado ¿qué sucedió en 1469 o en 1479? Los reyes de Castilla, de Aragón, de Navarra y de Portugal ya se titulaban, los cuatro, «reyes de España» desde mucho antes, igual que el rey nazarí de Granada se titulaba rey de Al-Ándalus. Ni el casamiento de Valladolid ni las proclamaciones reales subsiguientes instituyeron una entidad política nueva, denominada «reino de España».

Éste, en esos términos, sólo empezará oficial o nominalmente a existir en 1812, aunque desde el siglo XVI, o desde el XV, no sólo toda la correspondencia diplomática llama al monarca hispano «rey de España», no sólo es así como se expresa el pueblo, sino que incluso los tratados internacionales inscriben tal denominación (p.ej. el Tratado de Utrecht de 1713; la guerra de 1701-1715 [combinación de guerra civil española y de guerra internacional] fue conocida generalmente como «guerra de sucesión de España» o «guerra de España»). En el siglo XVII era ampliamente usada la locución «la nación española»; en la citada guerra, los partidarios catalanes de Carlos III (el archiduque Carlos de Austria) proclamaron que luchaban «por toda la nación española». El episodio de 1469 había sido un mero jalón en ese largo recorrido, nada más.

Recientemente el lingüista hispano-estadounidense Francisco Adolfo Marcos Martín ha insistido en que los hispanorromanos no eran españoles. Su argumento es que la vivencia colectiva que tenían no era la de españoles, sino la de hispanos. El Prof. Marcos Martín también rechaza hablar de la España musulmana. Pero, ¿acaso la vivencia de los españoles de 1492, de 1592, de 1692, de 1792, de 1892 o incluso de 1992 es, de veras, igual que la de los españoles de este año 2017? Basta echar memoria, acordarse de cómo sentía uno las cosas hace unos decenios; no sólo uno, para sus adentros, sino en la relación con los demás. Nuestras vivencias han cambiado. Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río; pero ese río no es tampoco enteramente otro río. Es y no es el mismo. Igual sucede con las naciones.

De todo lo cual se deduce que España --o, si se prefiere, Hispania--, nación bimilenaria, es muy anterior a las regiones que se generaron en la Edad Media: Castilla, Andalucía, Aragón, Cataluña, Vasconia, León, etc. En nuestra España antigua hubo primero las dos provincias de la Citerior y la Ulterior. Luego fueron creándose otras. A fines del siglo III la reforma administrativa del emperador Diocleciano unificó toda España (incluyendo la Mauretania Tingitania, o sea aproximadamente el Rif) en una diócesis, dividida en siete provincias: Bética, Lusitania, Tingitania (también llamada «Hispania noua»), Cartaginense, Tarraconense, Baleárica y Galaica. Desde luego ni la Bética era Andalucía ni Glllaecia era Galicia, ni, en absoluto, la Lusitania era Portugal ni, para nada, la Tarraconense era Cataluña.

Las actuales regiones sólo empiezan a adquirir fisonomía y denominación muchos siglos después de Diocleciano. (Vasconia ni siquiera figuraba en la lista. Los vascones de entonces, habitantes de la actual Navarra, eran un pueblo de origen celta o, al menos, indoeuropeo, que no tenían nada de euskaros; éstos ingresarán en España, cruzando los Pirineos, tras el desmoronamiento del Imperio Romano de Occidente, en una inmigración que se prolongará varios siglos.)

Por último, como colofón, diré unas palabras sobre el castellano-centrismo que el Prof. Pina Polo achaca al régimen de Franco. (Yo no soy, en absoluto, castellano-centrista; ¡todo lo contrario! --a pesar de que mis antepasados eran oriundos de Castilla la Vieja por ambas líneas.) El castellano-centrismo es propio de la generación del 98, un santo y seña del regeneracionismo que quiso sacudir a España. Castellanista, castellano-centrista, fue D. Miguel de Unamuno.7NOTA 7 Huelga recordar el castellano-centrismo del andaluz D. Antonio Machado.

En la Gaceta de Madrid del 28 abril 1931 publícase el Decreto del Gobierno Provisional de la República Española «Bandera nacional», del cual extraigo esta frase: «La República cobija a todos. También la bandera, que significa paz, colaboración de los ciudadanos bajo el imperio de justas leyes. Significa más aún: el hecho, nuevo en la Historia de España, de que la acción del Estado no tenga otro móvil que el interés del país, ni otra norma que el respeto a la conciencia, a la libertad y al trabajo. Hoy se pliega la bandera adoptada como nacional a mediados del siglo XIX. De ella se conservan los dos colores y se le añade un tercero, que la tradición admite por insignia de una región ilustre, nervio de la nacionalidad, con lo que el emblema de la República, así formado, resume más acertadamente la armonía de una gran España». ¿Se puede ser más castellano-centrista que una República que considera a Castilla, no sólo una región ilustre, sino nervio de la nación española?8NOTA 8 Al destruir esa bandera, escogida por las multitudes, y restaurar la bicolor deforme de Carlos III, el franquismo realizará un acto político anticastellano.

Soy consciente de que, por sostener estas tesis historiográficas, se me acusará de suscribir el nacionalismo español. ¡A mucha honra! Nacionalismo español desde mis puntos de vista políticos y jurídicos, los del republicanismo social, liberal, igualitario, fraternalista y progresista, los del antiimperialismo, aquellos que me acompañaron ya en los lejanos años sesenta del pasado siglo.



1

[NOTA 1]

V. Juan José Ortiz de Mendivil, «Acercamiento a la `passion o martyrio de Sant Laurenzo' de Gonzalo de Berceo», 1982, Nº 103 de la Biblioteca Gonzalo de Berceo, disp. en acc. También «El Martirio de san Lorenzo de Gonzalo de Berceo: Estructura y comentarios» de Antonino M. Pérez Rodríguez, accesible. El poema empieza con estos versos: «En el nomne precioso del Rey omnipotent / que faze sol e luna nazer en Orient, / quiero fer la passion de Sennor Sant Laurent / en romanz que la pueda saber toda la gent». Otra variante: «Del Martir Sant Laurençio romanzo otra scriptura, / Fo en Roma martiriada tan sancta creatura, / Asaronli en parriellas sayones a rencura, / Imperante don Deçio, omne de audace dura». [Los historiadores juzgan equivocado atribuir ese martirio al emperador Decio, muerto poco antes, en la batalla de Abrittus, aplastado por los godos, en el año 251; efectivamente Decio también había perseguido cruelmente a los cristianos.] V. asimismo acc.. Cf. acc..


2

[NOTA 2]

Disp. en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, acc.; v. «La versión primitiva de la Estoria de España de Alfonso X: edición crítica», acc.; v. asimismo: Mariano de la Campa, «La versión primitiva de la Estoria de España de Alfonso X: Edición crítica», Seminario Menéndez Pidal (U.C.M.), acc..


3

[NOTA 3]

V. mi escrito de 2014 «La renovación de los estudios histórico-jurídicos en España en el primer tercio del siglo XX», acc. en acc..


4

[NOTA 4]

V. la magna obra de José Antonio Maravall Casesnoves, El concepto de España en la Edad Media, Centro de Estudios Constitucionales, 2013, ISBN 9788425915567.


5

[NOTA 5]

Excepto, en verdad, Portugal, que optó en 1640 por desgajarse del tronco común, siguiendo su propio itinerario; como pronto hará de eso medio milenio, por doloroso que sea tal desgarro, es seguramente irreversible.


6

[NOTA 6]

El caso de Francia es diferente, pues aceptó autodenominarse con el nombre de la tribu germánica que sojuzgó la Galia; la conciencia nacional francesa siempre ha considerado a los invasores francos como sus antepasados; nunca nadie en el país vecino ha reclamado liberarse de tal denominación.


7

[NOTA 7]

A Unamuno debemos este hermoso poema: «Tú me levantas, tierra de Castilla, / en la rugosa palma de tu mano, / al cielo que te enciende y te refresca, / al cielo, tu amo, / Tierra nervuda, enjuta, despejada, / madre de corazones y de brazos, / toma el presente en ti viejos colores / del noble antaño. / Con la pradera cóncava del cielo / lindan en torno tus desnudos campos, / tiene en ti cuna el sol y en ti sepulcro / y en ti santuario. / Es todo cima tu extensión redonda / y en ti me siento al cielo levantado, / aire de cumbre es el que se respira / aquí, en tus páramos. / ¡Ara gigante, tierra castellana, / a ese tu aire soltaré mis cantos, / si te son dignos bajarán al mundo / desde lo alto!»


8

[NOTA 8]

D. Pedro Rico, alcalde republicano de Madrid, en su artículo «Nacimiento espontáneo de la bandera tricolor» ensalza las banderas republicanas porque son «enseñas en las que se unía a los antiguos, el color morado, no menos antiguo en la conciencia popular, como simbolizador de Castilla». Y agrega: «el verdadero significado [de la oficialización de la bandera tricolor era] el de integrar, llevar a su plenitud, la simbolización de la patria, incorporando a su emblema el color de Castilla».

[continuará]




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