ES JURIDICAMENTE VINCULANTE SEGUIR LAS REGLAS DE LA ACADEMIA

¿Es jurídicamente preceptivo atenerse a las reglas ortográficas de la Real Academia?
por Lorenzo Peña y Gonzalo

jueves 2017-08-31


Una vez más, me ha tocado --en estas semanas estivales-- corregir pruebas de imprenta. Con el correr de los decenios ha ido menguando mi resistencia a las innovaciones ortográficas. Me he resignado poco a poco, aunque todavía no del todo.

Lo que ahora quiero preguntarme --y preguntar a cuantos me siguen en esta bitácora-- es cuál es el estatuto jurídico de los preceptos de la Real Academia Española. ¿Qué obligación legal tenemos de escribir según lo mandan esas reglas --complicadas pero, sobre todo, sobremanera inestables, incluso efímeras en algunos casos?

La Real Academia Española es una corporación de Derecho público creada, con auspicios regios, en 1713 (el mismo año del Tratado de Utrecht).

Sigue siendo un ente público, pero muy sui generis, resultando dificilísimo clasificarlo en una de las categorías de entes públicos que se estudian en Derecho Administrativo. Hoy se rige en su funcionamiento por el Derecho privado, siendo financiada, no sólo por la subvención estatal (salida de los presupuestos generales), sino también por sus propios negocios y posesiones así como por las aportaciones de un patronato y una fundación, creados en 1993 (en el período de las privatizaciones promovidas por el gobierno socialista del Lcdo. Felipe González Márquez).

No es preciso desentrañar aquí el entramado que forman Patronato y Fundación; en el portal de la Academia todo eso resulta laberíntico e intrincado. Sea como fuere, en el Patronato figuran: Arcelor-Mital, Bankia, La Caixa, Iberdrola, Banco Santander, Repsol, la Telefónica, la IBM, el grupo PRISA, Vocento, el BBVA; entre los benefactores integrados en la Fundación se hallan: ALSA (compañía de transportes perteneciente al consorcio británico National Express), la compañía de seguros MAPFRE, Inditex (Zara), la Coca-Cola, OHL, etc. En suma, lo más granado de la oligarquía financiera española junto con unas cuantas multinacionales. (Varias de las empresas auspiciantes de la Academia gestionan o publican órganos de prensa, los cuales vulneran las propias reglas académicas y a diario destrozan, machacan y desfiguran la lengua española.)

Los auspicios públicos más el reconocimiento oficial de que la Academia tiene potestad para determinar las reglas de uso de nuestro idioma (en su triple misión de limpiarlo, fijarlo y darle esplendor) ¿qué significan para los funcionarios públicos y para los ciudadanos privados? ¿Dónde o cómo está dicho que las reglas que prescribe la Academia son de preceptiva observancia por los unos o por los otros?

¿Se atienen, por lo menos, a esas reglas los textos oficiales, los preceptos legislativos, ejecutivos y judiciales, tanto del Estado español cuanto de sus ramificaciones regionales, las llamadas «comunidades autónomas»? Basta hojear el Boletín oficial del Estado para percatarse de que éste no se ajusta a las reglas ortográficas de la Academia.

No conozco norma alguna de Derecho administrativo u otro que preceptúe, ni a los funcionarios o servidores públicos, ni menos a los particulares atenerse a las reglas de la Academia. Desde luego es obvio que no se incurre en sanción alguna por escribir como la Academia prohíbe o desaconseja. ¿Podría ser una obligación sin sanción por incumplimiento? Podría ser. Pero para afirmar que lo es, hay que demostrarlo. Yo no conozco prueba alguna de que exista tal obligación.

Si acaso podrá haber (y seguramente hay) prescripciones reglamentarias en ese sentido en dos ámbitos. El uno es atinente a la instrucción. Es limitada la libertad de cátedra (hoy crecientemente erosionada y residual, incluso en la Universidad). Principalmente los maestros de primera enseñanza y también los profesores de secundaria están sujetos a constreñimientos sobre el contenido de su docencia. Una de las materias que tienen que enseñar es la escritura de nuestro idioma, ateniéndose a determinadas prescripciones. En particular la ortografía se impartirá según unos prontuarios que se inspirarán, sin lugar a dudas, en los alambicados y tortuosos textos de la Academia.

Los resultados difícilmente pueden ser peores: el español es cada vez peor conocido y ahora fortísimamente concurrenciado por el impuesto bilingüismo, cuya consecuencia está siendo el semilingüismo --para usar el vocablo utilizado por el Profesor Jean-Luc Fournet--, o sea que los alumnos salen sin ser plenamente solventes en ninguna lengua --y, desde luego, incapaces de hablar y escribir correctamente el castellano.

De la obligación docente se deriva la discente. Para aprobar la asignatura de lengua española (y, en alguna medida, quizá también otras, al menos en teoría), los alumnos han de dominar la ortografía del español según lo que les han enseñado. Luego escribirá cada cual según sus preferencias, pero, en principio, en los exámenes y ejercicios escolares se les exigirá que se atengan a la ortografía que en clase les han impartido. Notemos ya, de pasada, que lo que les resultará preceptivo será seguir las reglas que se les hayan enseñado; no directamente las de la Academia, que pueden y suelen ser muchísimo más enrevesadas.

Otro ámbito de prescripción ortográfica puede ser el de las pruebas escritas que haya que superar para acceder a empleos públicos (aunque no estoy seguro de que lo sea --entre otras razones porque dudo mucho que los examinadores conozcan bien esas reglas).

Reconozcamos que estamos asistiendo a un cuasiiletrismo generalizado, cuando es difícil encontrar individuos que apliquen las reglas más elementales de nuestra ortografía (aquellas que han permanecido estables a lo largo de ocho quindecenios --y algunas de ellas varios siglos).

En páginas oficiales de centros públicos (incluso de enseñanza), en portales académicos, en escritos de autores de buena reputación, en textos de catedráticos de Universidad y, desde luego, en revistas y periódicos pueden leerse gazapos como los siguientes: «son los mejores pagados»; «¿Porque tienen tanta prisa?»; «han trabajado cómo siempre»; «España es quién tiene más margen para subir el interés en depósitos de Europa» (El Economista, 2017-08-22); «habían muchos manifestantes»; «el edificio contigüo»; «funciona mal el desague»; «KLM ha absorvido a Air France»; «sino presentan a tiempo su solicitud, caducará su derecho a reclamar»; «el juez dictó el deshaucio»; «no saben como ha sucedido»; «han hechado a varios trabajadores de la empresa»; «un exámen»; «los examenes»; «pudiendose»; «ingénuo»; «contemporaneo»; «pudieséis»; «preveyendo»; «contribuísteis»; «haciendolo»; «ofreciendoselo»; «dandonos»; «fijémosnos»; «pretesto»; «trastocar», «trastoca»; «denostan»; «disuadir» por «persuadir» o viceversa; «retroactividad» por «irretroactividad» o viceversa; «puede hacerlo y no puede hacerlo» (por «puede hacerlo y puede no hacerlo»); «delante de esos malos resultados, plantean una reorientación»; «el estadio se convirtió en una hoya a presión»; «hasta que no hallan terminado las obras no empezarán las clases»; «sin que nadie lo digera».

Y no cuento la turbamulta de barbarismos, en particular los innecesarios anglicismos a troche y moche (no se trata de palabras técnicas como software) así como las abundantísimas faltas de concordancia («Es necesario muchas reformas»; «el mismo área»; «este agua»). (La publicidad comercial es todavía peor, sin faltar extremos como «apollar a los candidatos»).

(Diversos, pero relacionados, son otros fenómenos: la pobreza de vocabulario; el desuso de formas morfológicas menos frecuentes y su reemplazo por otras semánticamente no equivalentes; la sintaxis monótona y llana, abandonándose los complementos circunstanciales y las cláusulas subordinadas, todo lo cual empobrece la dicción, perdiéndose el brío y la belleza gráfica y sonora de nuestra prosa decimonónica.)

Ante ese alud de faltas y ese masivo mal uso lingüístico, mi impresión es que, desgraciadamente, escasean hoy quienes saben escribir correctamente muestro idioma; y eso a todos los niveles, sin excluir a los catedráticos de Universidad. ¿Tienen mayor competencia los señores de la Real Academia Española? Suelen provenir de ese medio o de otros de menor instrucción (p.ej. literatos de cierta fama, que no forzosamente son maestros en el dominio de la lengua cervantina).

En ese ambiente de crasa ignorancia --no ya ortográfica, sino lingüística en general--, ¿cómo podrán mostrarse muy exigentes los examinadores de pruebas de acceso a empleos, empeñándose en calificar los ejercicios en función de la observancia de las reglas académicas? Lo dudo.

Finalmente ¿cuál es el uso que han de hacer de esas reglas las empresas privadas y los particulares? Ningún mandamiento oficial prescribe observar los preceptos de la Academia. Sin embargo, es palmario que, en mayor o menor medida, se tenderá a seguirlas por una razón pragmática: que nos entendamos al leernos los unos a los otros. Si escribe sus documentos de cualquier modo, un administrativo de una firma comercial causará en sus destinatarios perplejidad y desconcierto, por lo cual es normal que los empleadores algo sí tengan en cuenta la ortografía de los aspirantes a empleos privados (por lo menos la de aquellos a quienes vayan a confiarse tareas que impliquen el uso de la pluma o --más bien hoy-- del teclado).

Surgen aquí, empero, dos graves problemas. El primero es que existe un considerable hiato entre el contenido docente de la ortografía (forzosamente simplificado) y el complejo entramado de las prescripciones reguladas por los académicos en sus solemnes y gruesos textos. El segundo es que son muy cambiantes las reglas de la Real Academia Española, lo cual acarrea inseguridad, incertidumbre y hasta rechazo en no pocos escritores, principalmente en aquellos que pusieron empeño en escribir bien, esmerándose en atenerse pulcramente a las reglas que les habían enseñado (mientras que son quizá más proclives a adaptarse a las frecuentes mudanzas de la normativa académica los laxos --aquellos cuyo conocimiento de la ortografía siempre fue superficial y vacilante--, puesto que el asunto les importa poco).

* * *

Ilustraré ese doble problema con lo que me ha sucedido corrigiendo pruebas de imprenta en semanas recientes. Voy a ceñirme a tres tropiezos.

El primero se refiere al uso de mayúsculas y minúsculas. La regla que me enseñaron y que yo he aplicado (aunque no siempre) es que hay ciertos nombres comunes cuya inicial se escribe con mayúscula cuando denotan un ente abstracto institucional; p.ej. «el Estado», «el Derecho», «la Ley» --a diferencia de «el mal estado de los alimentos», «el derecho de asociación», «la ley de seguridad ciudadana»). Mi reciente manuscrito es un texto de filosofía jurídica, por lo cual contiene miles de ocurrencias de «el Derecho». Todas ellas han pasado a escribirse con minúscula. (¡Vale! Me pregunto si no resulta raro decir: «el derecho concede a todos el derecho de reunión».)

También entran aquí las minúsculas de tratamientos honoríficos. A mí me enseñaron a escribir «Su Santidad el Papa», «Su Excelencia el gobernador», «Su Eminencia el Cardenal», «Su Alteza el Príncipe». Ahora tales tratamientos («santidad» etc) se escriben con minúscula. Mi objeción es que en la oración «Su Santidad aterrizó por la tarde en Barajas» el sujeto designa a un individuo, sirviendo como sucedáneo de un nombre propio; podemos decir: «Su Santidad goza de gran prestigio pero es discutible su santidad».

No sé si la regla que me enseñaron sobre mayúsculas era la oficial de la Academia, porque yo no leí los textos de ese alto establecimiento. Pero pienso que es útil mayusculizar palabras con significado abstracto institucional. No sé desde cuándo ha cambiado esa regla. Va a resultar que algunas de mis publicaciones --hasta determinada fecha-- seguirán una pauta y las más recientes otra.

Un segundo problema concierne a los guiones. Hace ya años la Academia decidió que sobraba el guión en palabras derivadas con el uso de un prefijo o incluso de un lexema cuyo valor categoremático estuviera decayendo. Así se escribiría «excombatientes», «prerrevolucionario» (que lamentablemente muchos escriben «prerevolucionario»), «psicosocial», «sociopráctico», «etnolingüística», «antidepresivos», «demoliberal».

Ahora parece haberse dado un paso más (o así lo han creído ver mis marcadores), a saber: que siempre se suprima el guión, incluso en palabras compuestas: «democraticoliberal», «juridicoconstitucional», «filosoficojurídico», «el método hipoteticodeductivo», «las relaciones estadounidensejaponesas»; «la guerra sovieticofinlandesa», «las pautas pragmaticocontextuales», etc. Me he rebelado. No sé qué es lo que manda la Academia, pero rehúso que nada que lleve mi firma se escriba así, porque chirría, resultando ilegible e incomprensible.

El tercer problema es el de los acentos agudos. (Incidentalmente juzgo errónea la moda de llamarlos «tildes»; en términos de escritura fonética, el signo tilde es «~», o sea aquel que en español se coloca superpuesto a la «n» para formar «ñ» y en portugués se usa en palabras como «distribução» y «distribuções», nasalizando sendas vocales.) Nuestro acento agudo, «'» es el mismo que se usa (aunque para otros empleos diacríticos) en otros idiomas romances como el catalán, el portugués, el francés y el italiano, pero asimismo en lenguas como el polaco. En varios idiomas de nuestra familia latina se usan distintivamente el acento agudo, el grave y el circunflejo. Está claro que el primero es el mismo que usamos nosotros, por lo cual no me parece nada apropiado llamarlo «tilde» --diga la Academia lo que dijere--.

La cuestión que planteo se refiere al uso del acento agudo en el adverbio «sólo» y en los pronombres demostrativos masculino y femenino. La versión que corre es que antes eran preceptivos y ahora están prohibidos (desde la reforma de 2010).

Ateniéndose a esa lectura, mis marcadores han suprimido todos los acentos agudos de «sólo» en mi manuscrito (siendo una palabra que yo uso muchísimo) y los de los pronombres demostrativos. Aquí me he inclinado.

El resultado es que en una página de mi manuscrito podía haber bastantes decenas de correcciones señaladas en rojo, ya sólo con la supresión de esos acentos y la minusculización del «Derecho», para no hablar del guión de las palabras compuestas.

Me intriga el asunto de los acentos. He leído, justamente, un interesante artículo (magnífico, como todos los suyos) de mi ilustre colega y amigo, el Dr. Salvador Gutiérrez Ordóñez, de la Real Academia Española: «Sobre la tilde en solo y en los demostrativos», Boletín de la Real Academia Española [BRAE], tomo XCVI, cuaderno CCCXIV, julio-diciembre de 2016 (disponible en línea).

Con pleno respeto a sus siempre muy bien argumentadas opiniones (que emanan de su gran saber como preclaro lingüista, pues es una de las eminencias de la lingüística general de España), me permito expresar aquí mi desacuerdo.

El Dr. Gutiérrez Ordóñez hace un interesantísimo recorrido histórico, mostrándonos que la regla de la acentuación no es muy antigua, sino que fue introducida cual novedad a fines del siglo XIX en aras de evitar anfibologías (en sendas reformas ortográficas de 1870 y 1880).

A riesgo de ser infiel a sus propósitos, voy a resumir sus cinco argumentos.

  • El primero es de principio. En nuestro idioma el acento agudo (el único que usamos) sólo se emplea para diferenciar la prosodia de las palabras --concretamente la ubicación del acento tónico-- con reglas relativamente sencillas que permiten, sin lugar a dudas, saber si una palabra es aguda, llana, esdrújula o esdrujulísima (mientras que en italiano hay que conocer de memoria las palabras esdrújulas, bastante frecuentes). Siendo ésa su razón de ser, no tiene por qué confiarse al acento gráfico otra función, cual es la de deshacer anfibologías, porque hacerlo perturba la funcionalidad propia de ese signo gráfico.

  • El segundo argumento es el ya muy repetido de que son infrecuentes tales anfibologías, soliendo encargarse el contexto de disiparlas.

  • Un tercer argumento es que para saber --según las prescripciones ortográficas de 1870 y 1880-- cuándo hay que colocar acento gráfico y cuándo no, es menester un conocimiento gramatical que supera el acervo cultural de muchos hablantes del idioma; hay que estar atentos para percatarse de si se trata de un adverbio o de un adjetivo y para no confundir un pronombre con un adjetivo, siendo ésos conocimientos gramaticales cuyo dominio pronto y riguroso no puede darse por descontado ni exigirse a todos.

  • Un cuarto argumento es que, si de veras se quisiera confiar al acento gráfico una misión de disipar anfibologías, por coherencia habría que hacerlo también con otras palabras, p.ej. pronombres indefinidos (a fin de distinguir «vinieron algunos borrachos» en los dos sentidos de «algunos vinieron borrachos» y «algunos borrachos vinieron»).

  • Un quinto y último argumento es que hay casos dudosos como «este libro y aquel». ¿Es «aquel» un adjetivo o es un pronombre?

Voy a contestar a esos cinco argumentos.

Frente al primero digo que, si bien, efectivamente, la función primordial de nuestro acento gráfico es la de indicar el acento tónico de las palabras, no tiene por qué ser el único uso. Pero es que, aunque ese signo se usara únicamente para marcar diferencias prosódicas, éstas no se reducen a la presencia del acento tónico. Hay en español un superacento --quizá acento enfático--. Existe una diferencia prosódica entre «Este amigo tuyo no es» y «Éste amigo tuyo no es». Aunque en ambos casos «este» sea palabra llana con acento tónico en la primera sílaba (lo cual voy a cuestionar en seguida), la acentuación es más fuerte o enfática cuando se trata del pronombre; además, el pronombre va seguido de una pequeña pausa, que podría representarse por una coma. «Éste, amigo tuyo no es» o «Éste, muy amigo tuyo no es»; a diferencia de «Este amigo tuyo no es» («no es el responsable», p.ej.). Por otro lado, pienso que el adjetivo demostrativo suele ser átono. Fíjese el lector cómo pronuncia «Este amigo tuyo es el causante» y se percatará de que, muy probablemente, pronuncia como una sola palabra «esteamigo», formándose incluso un pseudodiptongo «tea», o sea una palabra fonéticamente llana de cuatro sílabas; en ciertas hablas del español la pronunciación se asemejará a «estiamigo».

Igualmente hay diferencia prosódica entre «el Presidente sólo rellenó 10 hojas» y «el Presidente solo rellenó 10 hojas». En el segundo caso, una minúscula pausa es posible entre el sintagma nominal «el Presidente solo» y el verbal «rellenó 10 hojas». El adverbio «sólo» lleva un superacento tónico enfático; y más bien se tiende a hacer una pequeña pausa entre el sujeto, «el Presidente», y el verbal «sólo rellenó 10 hojas».

Frente al segundo argumento sostengo que abundan las anfibologías en cuestión. Cierto que muchas veces las disipa el contexto, pero sólo al precio de releer la frase, o saltar atrás o adelante --lo cual no es aplicable en el caso de enunciados breves, como titulares. De todos modos, persisten casos en los que el contexto no permite desambiguar.

Frente al tercer argumento digo que es facilísimo aprender cuándo se escribe «sólo» y cuándo «solo» (según las viejas reglas): «sólo» cuando se puede reemplazar por «solamente». La regla es puerilmente simple, la estudiamos y aprendimos a los ocho o nueve años y siempre la hemos retenido, sin el menor titubeo hasta que la Academia vino a complicar las cosas (con prescripciones como la de usar el acento sólo en caso de posible confusión, lo cual sí obliga a un ejercicio mental más difícil). También es muy sencillo saber cuándo «éste» se acentúa (según las viejas reglas): basta preguntarse «Este ¿qué?» Si es un pronombre, huelga la pregunta: «Tiene dos hermanos; éste es muy cariñoso pero aquél es arisco»; en tal contexto no tiene sentido preguntar «este ¿qué?».

De todos modos, para reforzar mi respuesta al tercer argumento, me pregunto si vale esa consideración de facilitar las cosas a los ignorantes. ¿De veras es tan difícil distinguir un pronombre de un adjetivo, un adverbio de un adjetivo? Si se trata de allanar el camino a los ignaros (entre ellos muchos periodistas, escritores, políticos, paginadores, anunciantes, enseñantes, profesores de Universidad etc), grandes serían los cambios que habría que introducir en nuestra ortografía: eliminar la hache, igualar la «b» y la uve y, para la mayoría de los hablantes (aunque afortunadamente no todos), la distinción entre «ye» y «elle».

Frente al cuarto argumento, mi objeción es que en el siglo XIX la Academia introdujo el acento gráfico para disipar las anfibologías del «sólo» y de los pronombres demostrativos y ninguna otra. Varias generaciones de españoles (y posiblemente de otros hispanohablantes) se educaron con esas reglas. Generalizar el uso diacrítico para indefinidos u otros vocablos sería introducir una confundente y perniciosa perturbación. Ninguna ortografía se ajusta a un canon de absoluta sistematicidad. Además esas otras anfibologías son menos frecuentes.

Frente al quinto argumento, reconozco los casos dudosos, por lo cual es permisible, en esos supuestos, poner el acento o no (siempre a tenor de las viejas normas). En esos casos, carece de importancia, pues ahí, indefectiblemente, desambigúa el contexto inmediato.

* * *

Termino mi artículo con una reflexión. El lema --ya más arriba recordado-- de la Academia es el de «limpia, fija y da esplendor». Eso implica fijar. Y para fijar, la propia Academia tiene que manifestar fijeza. No hace gala de ella cuando está alterando las reglas ortográficas (y las léxicas) cada dos por tres. Como mínimo habría que exigirle que a cuantos aprendimos unas reglas nos permitieran seguir usándolas toda la vida; seguir usándolas, no sólo en nuestros manuscritos, sino en nuestras publicaciones. Que a lo largo de una vida haya que mudar varias veces la ortografía como se cambia de camisa es resultado de la misma incontinencia legislativa que, con sobrada razón, les reprochamos a los legisladores, generando inseguridad jurídica. Posiblemente la Academia debería imponerse no hacer cambios ortográficos más que cada diez lustros.






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