Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
IV.-- El amor a la patria
por Lorenzo Peña y Gonzalo
Lunes 2017-07-24
Prescribe el artículo 6 de nuestra primera constitución, la del 19 de marzo de 1812: «El amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles y, asimismo, el ser justos y benéficos».
Lamentablemente tan sabio precepto no se ha reiterado en las constituciones posteriores; al revés, ha sido escarnecido por muchos pensadores cínicos.
Lo que preceptúa la constitución gaditana no es un sentimiento. Tiene escaso sentido prescribir que los españoles sientan amor a la patria. Lo que manda es una conducta. Han de actuar como si sintieran ese amor. Su conducta ha de ajustarse a la pauta comportamental que es propia de quienes actúan por amor a la patria. Lo que suceda en su fuero interno es una vivencia psíquica que el poder público no tiene competencia para regular (menos aún una constitución liberal, respetuosa de la intimidad individual).
Tal precepto es bastante próximo al canon jurídico-natural de actuar para el bien común (incorporado a la lógica nomológica según lo expuse en mi tesis doctoral IDEA IURIS LOGICA).
Hay diferencias. Actuar para el bien común no se circunscribe a hacerlo en aras del bien de la patria, puesto que también implica el bien de la humanidad. Sin embargo, la comunidad directa de ese deber jurídico-natural del bien común es el cuerpo político al cual se pertenece, o sea la patria.
La patria es la comunidad política intergeneracional que está erigida en una entidad independiente, goza de soberanía y vehicula la memoria de los anhelos, los sufrimientos y las esperanzas de los antepasados, incumbiéndole la tarea de llevar adelante, en nuevas circunstancias, esos anhelos de prosperidad común, de defensa de la soberanía, de unidad y de progreso.
¿No hay, entonces, patrias que carezcan de esos atributos? ¿No hay patrias que aún no se hayan constituido en cuerpos políticos independientes? Las hay. Pero sólo pueden calificarse de «patrias» si reúnen uno de estos tres requisitos que les haga merecer, con sobrada justificación, su elevación al estatuto de Estados independientes: (1) haber sido objeto, en tiempos recientes, de agresión y ocupación extranjera, que pisotea una tradición de previa independencia plurisecular; (2) estar sojuzgados colonialmente por una potencia alejada, claramente ajena a su historia, su cultura, su etnicidad y su identidad colectiva; (3) sufrir, de manera gravísima y continuada a lo largo de generaciones, una opresión discriminatoria, que se materializa en sistemática exclusión de sus habitantes autóctonos, carencia de derechos acordados a los demás ciudadanos del Estado e insufribles humillaciones colectivas.
Con arreglo a esos criterios, aun antes de arrancar la independencia, eran ya patrias Argelia, Marruecos, el Malí, Costa Ebúrnea, Indonesia, Birmania, Ceilán, Quenia, el Camerún, el Congo, Namibia, el Sudán, Siria, Malaya, etc. Es verdad que la mayoría de esas patrias no preexistieron a la dominación colonialista, sino que fueron constituidas en unidades diferenciadas por el propio yugo colonial que les tocó sacudirse para alcanzar su independencia y soberanía. Sin embargo, ese yugo colonial era el resultado de una conquista reciente (o menos reciente en algunos casos), del sojuzgamiento masivo de la población autóctona por potencias extranjeras alejadas, totalmente ajenas a la cultura, la tradición, la etnicidad propias de esos territorios. Antes del sojuzgamiento colonial habían formado parte de comunidades independientes de sus regiones, las cuales, destruidas por el colonialismo, ya no podrían reconstruirse. Por eso optaron sus poblaciones por asumir la delimitación territorial impuesta por los conquistadores, reclamando y --tras duras luchas-- obteniendo su independencia y soberanía.
En cambio, no eran patrias las comunidades territoriales que --como resultado de vicisitudes políticas, guerras o intervenciones extranjeras-- han sido desgajadas de sus territorios contiguos para ser erigidas en Estados independientes más o menos artificiales. No era una nación Panamá, antes de separarse de Colombia el 3 de noviembre de 1903, por obra de la intervención estadounidense, deseosa de someter esa provincia colombiana a un estatuto de protectorado y arrancarle la extraterritorialidad de la zona del futuro canal, colocada directamente bajo la autoridad colonial norteamericana. En el Panamá anterior a esa fecha no concurría ninguno de esos tres requisitos. Es muy dudoso que hayan concurrido tales requisitos (y, de concurrir, en qué medida) para justificar que se erijan en patrias aparte tantos estadicos de la Europa central y oriental que han surgido como hongos, en sucesivas oleadas, tras la I guerra mundial.
Sea como fuere, la España de hoy es una patria. Es una patria bimilenaria --según lo demostraré en la siguiente entrega de esta serie de artículos.
Donde hay una patria, ninguna parte de la misma es una patria. Se habla de la «patria chica»; y, en alguna acepción (hoy en desuso) de «patria» a secas para designar el terruño, la comarca, la ciudad natal de alguien. (Decíase en el siglo XIX que Santander era la patria de Pereda y de Menéndez Pelayo.)
Murcia no es una patria, ni lo son la Alcarria, Extremadura, el Bierzo, la Bureba, la Maragatería o la Vega de Pas, aunque tengan sus particularidades (incluidas, en algunas casos, las lingüísticas, con hablas vernáculas diferenciadas, tradiciones culturales propias y rasgos específicos de su idiosincrasia). Pese a tales particularidades, forman esa España de todos, dos de cuyos máximos exponentes y defensores fueron mis insignes paisanos: Rafael Lapesa y Melgar y Rafael Altamira y Crevea.
¿Por qué hay que actuar con amor a la patria, o sea en aras del bien común de la patria? Por el principio de solidaridad que inspiró la teoría de Léon Bourgeois --retomada por Léon Duguit y convertida en el eje doctrinal de la escuela de Burdeos del servicio público--. Como muy bien lo señaló, hace más de un siglo, uno de nuestros pocos filósofos, D. Francisco Giner de los Ríos (a quien hoy se cita pero al cual no se lee), los deberes que uno contrae no surgen primariamente de actos jurídicos, sino de hechos jurídicos. Para Giner, p.ej., el matrimonio, antes que un contrato, es una situación de hecho, un vivir maritalmente juntos una mujer y un hombre, generando, con tal convivencia, unos deberes y derechos recíprocos de fidelidad, de socorro, de ayuda mutua, de compañía, de permanencia el uno al lado del otro, para la riqueza y la pobreza, la fortuna y el infortunio, la salud y la enfermedad. No hay que plantear la falsa cuestión de cuándo uno de los convivientes ha suscrito tales obligaciones ni en qué términos ha expresado su compromiso, pues éste no emana de ninguna promesa, de ningún acto jurídico, sino de la naturaleza misma de la relación humana continuada, en la cual ambos han vivido voluntariamente y de la cual ambos han obtenido beneficios.
Con gran acierto señaló Léon Bourgeois cómo quedaba uno obligado a una actuación de reciprocidad por el mero hecho de haber nacido en una comunidad, haber crecido en ella, haber ido alcanzando --gracias a pertenecer a esa comunidad-- un desarrollo de la personalidad, un acervo de aptitudes y conocimientos, un dominio lingüístico, una cultura heredada de las generaciones precedentes. Actuación de reciprocidad que él cifraba en un deber de contribuir a la vida y prosperidad de la comunidad, a su armonía social y, por lo tanto, a ayudar a los más necesitados, los que han tenido menos suerte.
¿Hacia quién o quiénes va dirigido ese deber de solidaridad, según la doctrina solidarista (que es una de las fuentes del republicanismo republicano propuesto por el autor de estas páginas en su libro ESTUDIOS REPUBLICANOS)? No hacia los individuos, sino hacia la comunidad que forman, hacia el cuerpo político, o sea hacia la patria.
Si el deber de solidaridad tuviera como su objeto directo a los individuos, no habría uno, sino millones. Cada vez que nace un nuevo español, se agregaría para nosotros una nueva carga, un adicional deber de solidaridad. Cada vez que muere uno, quedaríamos exonerados de uno de esos millones de deberes. Al ser deberes para con los individuos, tendríamos que arreglárnoslas para atender nosotros mismos sus necesidades, inquirir de qué han menester e ingeniárnoslas para --ateniéndonos a algún criterio razonable-- subvenir a las de uno o a las de otro.
Nada más alejado del pensamiento solidarista, que lo que instituye es un deber de contribuir al bien común. Bourgeois fundó en ese principio sus proyectos de un impuesto sobre la renta, que fracasaron varias veces hasta establecerse por la ley del 15 de julio de 1914 (lamentablemente semanas antes del desencadenamiento de la I guerra mundial).
Su pensamiento era el de que cada uno ha de contribuir, con una parte de sus ingresos y de su fortuna, a la prosperidad común, incumbiendo a las autoridades implementar políticas gracias a las cuales se atendieran, con esos recursos, las más apremiantes necesidades de todos.
Pero eso implica que cada cual está obligado por ese deber de solidaridad para con una comunidad específica y concreta, que es el cuerpo político en cuyo seno ha nacido y crecido y al cual sigue perteneciendo. (Quedan al margen de esta discusión los problemas de la migración; el emigrante adquiere una patria de adopción, a la cual transfiere sus deberes al igual que en ella adquiere nuevos derechos.)
El deber de solidaridad no va dirigido a cualquier comunidad que uno escoja o que le apetezca, a cualquier parte de la comunidad política que sea objeto de su más afectuosa adhesión. No es una opción a la carta, de modo que cualquiera pueda, según su antojo, dedicar su deber de solidaridad a su comarca, a su región, como tampoco a su medio social, al estamento al cual se pertenece (el campesinado, la clase obrera, el artesanado, la burguesía, el sector de las gentes de leyes o cualquier otro). Trátase de un vínculo deóntico que liga al individuo con toda la comunidad política preestablecida, históricamente continuada, intergeneracional. Es un deber hacia la colectividad, que abarca también los muertos y las generaciones futuras, un deber de hacer patria, de llevar adelante los afanes de quienes nos precedieron y transmitir un país mejor a quienes vendrán detrás.
Los deberes para con los individuos son derivados de ese deber para con la comunidad, o sea para con la patria. En rigor no incumben al individuo, sino a la propia comunidad, obligada, en reciprocidad, a atender las más apremiantes necesidades de todos sus integrantes, de todos los habitantes del territorio patrio.
Pienso que se puede comparar ese deber para con la patria al deber para con la propia familia, que no es una mera agregación o yuxtaposición de deberes individuales hacia sus miembros. Hay una obligación de solidaridad con la familia que no se descompone en deberes para con los individuos que la forman; no se altera porque nazcan nuevos hijos o se desgajen algunos. La familia es un colectivo de ayuda mutua, de sostén recíproco, de vivir juntos. Similarmente el amor conyugal no es sólo el amor hacia el otro cónyuge, sino una adhesión a la pareja formada conjuntamente por los dos.
El amor a la patria, a la familia, a la pareja no implica tener una visión de color de rosa de la agrupación respectiva. Uno puede (y debe) ser crítico. A veces es un amor adolorido, afligido, incluso acongojado y quizá amargo. No se tiene más amor a la patria por creerla mejor que las otras, igual que no se ama más a la propia familia por estimarla superior a las demás ni por olvidarse de sus defectos. Eso sí, cualquier crítica hacia la propia comunidad ha de ser bienintencionada, constructiva, dejando un rayo de esperanza para corregir los defectos, para superar las flaquezas, para perfeccionar la unión, para alcanzar una mayor armonía y prosperidad comunes.
El secesionismo significa una violación del deber de solidaridad de Léon Bourgeois, al pretender reemplazar ese deber que se ha contraído --por el hecho jurídico de la pertenencia a un cuerpo político plurisecular-- por un imaginario deber de adhesión a una presunta patria inventada, que surgiría de la fragmentación de la patria real, por mucho que se arrope de los oropeles de viejas leyendas, de historias --verídicas o, más frecuentemente, distorsionadas-- de un pasado remoto, sepultado por el devenir histórico real, pretendiendo resucitar lo que la historia superó.
El secesionismo de algunas regiones septentrionales de España aduce así hechos de un pasado más o menos alejado (siempre desfigurados, jamás con respeto de la realidad histórica) para mitificarlos, oponiéndolos a los hechos reales de la copertenencia de todos los españoles a una patria unida, como mínimo desde el Renacimiento (hace más de medio milenio), pero --según lo probaré en mi próximo artículo-- desde la romanización hace más de dos milenios (mucho antes del surgimiento de los hechos cuya leyenda inspira hoy a los secesionistas).
El individualista, el solipsista, rechaza el deber de solidaridad de la doctrina solidarista, pensando que todo se lo debe a sí mismo. En su versión libertaria-capitalista, el individualista, a lo sumo, accede a una contabilidad para cuantificar lo que él ha aportado y lo que ha recibido, según el valor de mercado de los servicios de que se ha beneficiado (educación, obras públicas, corriente eléctrica, limpieza urbana etc).
El error de quienes piensan así es desconocer cuánto tiene de no cuantificable la contribución decisiva de la comunidad gracias a la cual somos quienes somos; una contribución indescomponible en tantos por partidas desglosadas y por aportantes desagregados.
También yerra aquel otro individualista que no rechaza el deber de solidaridad pero sí lo reduce a deberes desagregados para con los individuos separados, uno por uno, ya que pasa por alto que no son, separadamente, Pedro, Santiago y Manuela quienes nos han ayudado a ser quienes somos, a tener los méritos que tenemos, sino que es la comunidad (algunos de cuyos miembros más bien nos han hostigado y obstaculizado). Al margen de esa discrepancia, ¿está el solidarista individualista de acuerdo en que nuestro deber de solidaridad se dirige a todos los integrantes de la comunidad política de la cual formamos parte? Entonces --aunque sea por la vía del desmenuzamiento-- llegamos a la misma conclusión: un deber de no fragmentación; porque, producida la fragmentación, nos desentenderemos de los miembros de la comunidad que hayan quedado en un fragmento diferente de aquel en que nos haya caído la suerte o la desgracia de estar.
Por último, si bien he dicho que el amor a la patria no implica ninguna visión idílica ni embellecedora de la misma --ni el amor a la propia pareja significa cerrar los ojos ante sus fracasos, errores y defectos--, no cabe duda de que esos amores se alimentan de un relato colectivo que tampoco desconozca los lados positivos, los hechos que merecen rememoración, igual que cada uno da sentido a su propia vida individual alimentándolo con sus recuerdos, con su álbum de fotos, con pequeños objetos que nos traen a la memoria hechos pretéritos, no siempre agradables, a menudo dolorosos, pero sin los cuales el discurrir temporal de nuestra existencia carecería de ilación, sería una mera sucesión de hechos aislados e inconexos.
Del secesionismo ha sido caldo de cultivo la desmemoria histórica, en nuestro caso causada principalmente por el franquismo, que monopolizó la historia de España y que, por reacción, provocó un rechazo a todo el legado de las anteriores generaciones de españoles, otorgando así una legitimación a esa apropiación franquista del pasado. Por eso vuelvo a la obra de historiadores no franquistas --de raigambre liberal y progresista--, como Rafael Lapesa, Rafael Altamira, Rafael Ureña, Claudio Sánchez Albornoz, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, que nos transmitieron plurales visiones históricas de una España milenaria, con sus logros y sus fracasos, con sus virtudes y sus defectos, con sus avances y sus retrocesos --como la vida de cada uno, pero, en este caso, nuestra vida colectiva, sin la cual no somos nada ni nadie.
[continuará]
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