Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
II.-- La irracionalidad de la fragmentación
por Lorenzo Peña y Gonzalo
2017-07-20
Una nueva disciplina, llamada la «cliodinámica», ha venido a ofrecer un tratamiento científico de la historiografía --ligando, interdisciplinarmente, datos y razonamientos de las ciencias sociales, históricas y biológicas sobre la evolución de la especie humana a lo largo de los milenios con un instrumental matemáticamente estructurado y cuantificable.
Carezco de competencia académica para pronunciarme sobre su validez, pero, como observador culturalmente equipado, me arriesgo a conjeturar que es un enfoque prometedor, que acaso pueda lograr objetivos de cientificidad historiográfica que el materialismo histórico quiso alcanzar sin conseguirlo (porque --aun basado en una idea audaz y brillante-- manejaba un utillaje conceptual insuficiente, estiraba su hipótesis de partida hasta extremos de inverosimilitud --a fuerza de epiciclos-- y, al cabo, suscitaba más incógnitas que explicaba convincentemente hechos).
En estos nuevos estudios de la cliodinámica se ha acuñado el concepto de la ultrasociedad. Entre los trabajos donde se analiza y se articula rigurosamente puedo citar el artículo de David Slan Wilson & John M. Gowdy, «Human ultrasociality and the invisible hand: Foundational developments in evolutionary science alter a foundational concept in economics» (Journal of Bioeconomics, 17/1 (2015), pp. 37-52). Las aportaciones más populares y persuasivas son las de Peter Turchin, en libros como Ultrasociety (Beresta Books, noviembre de 2015; disponible en Kindle ebooks).
Esos estudios han abordado una cuestión sobre el éxito de la sociedad humana, en lo que tiene de específico, frente a las sociedades de animales superiores cercanamente emparentadas con nosotros. Podemos ver, sin duda, en las serpientes, en los elefantes, en los delfines, en los cuervos, en los bonobos, la realización de complejos modos de vida social, que encarnan un valor vital o biológico superior al de los invertebrados, entre ellos los artrópodos, entre ellos los insectos, entre ellos los himenópteros sociales. Sin embargo eso es así sólo a nivel del individuo.
Al nivel de la especie, superan con creces las sociedades de insectos sociales a cualesquiera agrupamientos de vertebrados (salvo los de seres humanos en los últimos milenios). Particularmente exitosas son las sociedades de hormigas. En realidad, nuestro planeta es el astro de las hormigas. Ese género mirmecológico abarca cientos de especies, pero todas juntas suman como la cuarta parte de la masa de materia animal en nuestro planeta (una masa mayor que la de los siete mil millones de seres humanos hoy vivos), formando sociedades disciplinadas donde imperan normas jurídicas que se hacen obedecer aplicando las sanciones adecuadas; sociedades comunistas, sin propiedad privada, en las cuales a ningún individuo se deja morir de hambre (si bien algunos tienen que sacrificar sus vidas por el bien público).
Los parecidos entre las sociedades mirmecológicas y las humanas han dado lugar no sólo a apasionantes estudios científicos sino también a una significativa literatura.
A lo largo de millones de años, al producir el surgimiento de los vertebrados y posteriormente de los mamíferos --en una de cuyas subramas estamos nosotros--, no logró, empero, la evolución biológica igualar el éxito de las sociedades de himenópteros hasta que, finalmente, algunas especies del género homo --por lo menos, la nuestra (el homo sapiens sapiens)-- constituyeron un nuevo tipo de sociedad, la ultrasociedad, en la cual la cooperación entre los miembros es mucho más intensa, abarcando la sociedad así constituida a muchísimos más individuos (en los casos de mayor éxito, cientos de millones).
Todo gracias a que ahora la supervivencia del más apto se juega, no a nivel del individuo, sino del grupo social, en virtud de que éste posee un modo de evolucionar que es cultural, mediante la acumulación colectiva a través de la transmisión intergeneracional.
¿Lo hizo posible el lenguaje o, al revés, el lenguaje pudimos generarlo y adquirirlo gracias a vivir en sociedades suficientemente grandes y complejas? Una visión del pasado --muy inspirada en la hegemonía de la genética y el individualismo metodológico-- quería que primero se hubiera producido el surgimiento del lenguaje --por la trasformación anatómica y la adaptación fisiológica-- para que, luego, los individuos así equipados se juntaran en sociedades de mayor tamaño y capacidad cooperativa.
Como lamarckiano que soy, rechazo esa visión unidireccional. Creo en la tendencia de los seres vivos a adaptarse al medio como motor de la evolución.
Si tuvieron lugar las modificaciones anatómicas y fisiológicas que posibilitaron un lenguaje como el nuestro, de doble articulación (según el concepto de André Martinet), fue porque hacían falta para consolidar y hacer prosperar las incipientes sociedades de homínidos. Lo que sucedió no fue (como en las teorías del pacto social originario, de Hobbes a Rawls pasando por Rousseau) que los individuos, previamente humanizados en una vida más o menos solitaria, optaran un día por juntarse en sociedad, sino que las sociedades, ya existentes, fueron evolucionando, perfeccionando sus medios de cooperación, principalmente el lenguaje, produciéndose, para tal fin, los idóneos cambios de la morfología de sus miembros.
Sin embargo, el lenguaje por sí solo no habría permitido los avances de nuestras civilizaciones. La transmisión oral es imprescindible. Pero no basta. Fue la escritura lo que produjo un inmenso avance. La escritura fue posibilitada por los grandes Estados, por los imperios: Mesopotamia, Egipto, China, la India. Imperios cuyo surgimiento había resultado de miles de años de evolución social, a través de enfrentamientos mortales.
Ha sido el Derecho lo que, a mi juicio, posibilitó la formación de los grandes Estados como focos de civilización, lo que ha traído consigo nuestro éxito evolutivo (la imprenta, el agua corriente, los antibióticos, los rayos láser, las comunicaciones por satélite, el internet).
En general las sociedades de vertebrados se ajustan a sistemas normativos rudimentarios e inestables (exceptuando algunos taxones, como los cánidos, los elefantes, tal vez algunos cetáceos). De manera general, en las sociedades de mamíferos es escasa y precaria la legitimidad del poder, tendiendo a residir en el macho alfa, el cual no ostenta su jefatura por sus aptitudes funcionalmente provechosas para la comunidad, sino sólo por su fuerza o --entre los primates, al menos-- por su astucia para forjar alianzas, sin que la sociedad reciba de ese liderazgo otro beneficio que el de evitar, por un tiempo, las luchas internas, al instituirse una jerarquía. De ahí la frecuencia de insubordinaciones, rivalidades y peleas por el liderazgo, la propensión a desobedecer las reglas y la laxitud de la solidaridad grupal (el principio «unus pro omnibus, omnes pro uno»).
En cambio, en las sociedades de himenópteros, el liderazgo de la reina no constituye, en realidad, poder alguno, pues no manda nada ni goza de ningún privilegio particularmente envidiable; su rango es indisputable --excepto en raras y muy espaciadas crisis de rivalidad--; el complejo sistema de normas es muy constriñente y casi siempre respetado (imponiéndose coercitivamente la observancia de los preceptos vigentes).
Las primeras sociedades humanas debieron parecerse mucho a las de otros primates. Lo que, en la lucha de los incipientes Estados, posibilitó la victoria de los más aptos fue su mejor sistema normativo: el Derecho.
Gracias al Derecho se sale de la ley del más fuerte. El jefe ya no es ni el macho de mayor musculatura ni el más astuto en la intriga, sino el individuo seleccionado (ora por su carisma personal, ora por unos mecanismos de selección preestablecidos) como más idóneo conductor de las tareas comunes. Su misión no es aprovecharse de su liderazgo en propio beneficio, sino organizar la actividad social en aras del bien común, ejerciendo su mando según un sistema de reglas que fija derechos y deberes del director y de los dirigidos.
Que tales sean las funciones socialmente asignadas no quiere decir que siempre se cumplan; en la medida en que sean transgredidas esas pautas funcionales, la sociedad será inepta y proclive a ser vencida por sus enemigos. Cuanto más se perfeccione el Derecho de una sociedad, más apta será ésta para enfrentarse a los desafíos que la acechan.
Los grandes imperios de finales de la antigüedad fueron creadores de sistemas jurídicos de tal perfección que, concretamente, el romano ha sido seminal para todas las legislaciones posteriores.
Por malo que sea, un ordenamiento jurídico es mejor que la anarquía o la actuación al margen de la ley; exceptúo conglomerados de reglas cuya irracionalidad les hace perder el carácter de genuinos ordenamientos jurídicos --cual es el caso del Tercer Reich y del régimen de Pol Pot.
Por falta de una sociedad estatalmente estructurada con un sistema jurídico, hasta tiempos muy recientes en Nueva Guinea uno de cada cuatro hombres morían violentamente, víctimas de occisión humana, por homicidio individual o grupal, particularmente por guerras intertribales. Éstas, incesantes, exterminaban a tribus enteras, manteniendo la población de la isla estable, cuando no en retroceso demográfico.
Es conjeturable que tal fue la vida del homo sapiens sapiens durante la mayor parte de nuestra existencia (unos 200.000 años).
No resisto la tentación de citar la bellísima prosa del Leviatán de Thomas Hobbes, 1651, (pidiendo perdón a quienes no lean el inglés):
- Whatsoever therefore is consequent to a time of Warre, where every man is Enemy to every man; the same is consequent to the time, wherein men live without other security, than what their own strength, and their own invention shall furnish them withall. In such condition, there is no place for Industry; because the fruit thereof is uncertain; and consequently no Culture of the Earth; no Navigation, nor use of the commodities that may be imported by Sea; no commodious Building; no Instruments of moving, and removing such things as require much force; no Knowledge of the face of the Earth; no account of Time; no Arts; no Letteres; no Society; and which is worst of all, continuall feare, and danger of violent death; And the life of man, solitary, poore, nasty, brutish, and short.
En realidad jamás existió ese tiempo pretérito que imaginaba Hobbes, puesto que el hombre siempre ha vivido en sociedad, al ser una criatura naturalmente social, como lo dijo Aristóteles. Pero lo que sí hubo --y duró una eternidad-- fue un tiempo en el cual las sociedades humanas eran pequeñas --o relativamente pequeñas--, con capacidades muy limitadas de acumulación material e intelectual. La vida en tales sociedades era, ciertamente, solitaria, pobre, hostil, bruta y corta (como la de los aborígenes de Nueva Guinea).
No por pacto, sino a través de la victoria de los grupos más aptos, se fueron formando sociedades más amplias, los grandes Estados, que emprendieron la tarea de prestar servicios públicos a sus habitantes, con grandes construcciones (hoy denostadas por ser «faraónicas», como si eso fuera malo). Fue ése el marco del surgimiento interrelacionado de la escritura y del Derecho (según lo concebimos).
El avance de la humanidad ha sido el de los grandes imperios. Pero ha habido dos tipos de imperios: los unificadores y los depredadores. Quizá todos empezaron siendo depredadores, pero algunos evolucionaron asimilando a las poblaciones sometidas para así constituir grandes Estados unificados. (El mejor ejemplo es el del Imperio Romano, pero también se aproximan a esa caracterización los imperios árabe, chino y español.) Por el contrario no han pasado de la fase depredadora los imperios coloniales creados por los europeos y norteamericanos entre fines del siglo XVII y mediados del siglo XX; su propia índole hacía y hace muy difícil que sean unificadores. (Es un tema para otro artículo.)
Los avances de la civilización están, pues, ligados a las grandes unidades políticas. El Imperio Chino, el Imperio Romano-Bizantino, el imperio árabe, el imperio romano-germánico, el imperio hispano del siglo de oro han sido la cuna de las artes, las técnicas, las ciencias, el comercio, el progreso humano en una palabra.
Cæteris paribus, los grandes Estados son más eficaces que los pequeños. Satisfacen mejor las necesidades de su población, constituyendo unidades con mayor peso internacional y mayor fuerza de negociación (o, si fuera el caso, de enfrentamiento, pacífico o bélico). Unir es bueno, dividir es malo.
Aquellos marxistas que sostuvieron el derecho de las naciones a la autodeterminación (Ulianof, sobre todo) lo hicieron basados en ideas ocasionales del propio Marx (que no hacía más que reflejar opiniones comunes de los sectores políticamente avanzados de la Europa de su tiempo), según las cuales era favorable al progreso económico, al crecimiento de las fuerzas productivas bajo el capitalismo, a los negocios de la burguesía, operar en Estados nacionalmente homogéneos de la mayor extensión compatible con esa homogeneidad nacional.
Nunca se ha demostrado tal hipótesis (que ni Marx ni Ulianof formularon con claridad y que, de hecho, éste último implícitamente cuestiona algunas veces). El segundo país de la revolución industrial en la primera mitad del siglo XIX fue Bélgica, nacionalmente dual, mientras que países nacionalmente homogéneos mantenían su atraso.
En el período que precedió inmediatamente a la I guerra mundial las unidades que estaban experimentando mayor avance industrial (relativo a la fase precedente) eran USA, Rusia, Austria-Hungría y el plurinacional II Reich (la Alemania de los Hohenzollern) --así como, en menor escala, la confederación helvética. La pluralidad de lenguas no parece haber estorbado esos avances. Desde los años veinte hasta la fase de estancamiento de los años ochenta del siglo XX ningún país obtuvo éxitos industriales equiparables a los de la Unión Soviética (la cual desde 1928 retomó y aceleró el crecimiento del que ya había disfrutado la economía rusa en la etapa final del zarismo).
La I guerra mundial fue una catástrofe. Rosa Luxemburgo había defendido la intangibilidad de las fronteras, alertando contra los peligros que se derivarían de cuestionarlas. Podía hacerse ese cuestionamiento con la mejor intención del mundo, la de solventar a las buenas los conflictos, no forzando a permanecer juntas a poblaciones que desearan vivir separadas; sin embargo, lejos de que eso aliviara la pugna, podría exacerbarla, ocasionando nuevas pretensiones, nuevos irredentismos.
En particular, Rosa Luxemburgo llamó la atención sobre Ucrania. Era --y había sido desde mil años antes-- un territorio ruso (aunque hubiera sido transitoriamente conquistado y dominado por los polacos en los siglos XVI y XVII). La Rusia primigenia se formó en Kiev. El ucraniano se consideraba simplemente un dialecto del ruso (se llamaba «el pequeño ruso»). Hasta los años de la I guerra mundial --recordaba Rosa Luxemburgo-- sólo una insignificante minoría de soñadores intelectuales aspiraban a hacer de Ucrania una nación. (Rosa Luxemburgo reprocha a los leninistas haber alentado esas pretensiones irredentistas al prometer la autodeterminación.) Fue el imperialismo alemán el que, en el tratado de paz de Brest Litofsk (3 de marzo de 1918), impuso la creación de un Estado ucraniano, separado de Rusia, bajo la férula y la ocupación militar del Reich germano.
Tras la abrogación de ese tratado en noviembre del mismo año, Rusia pudo anexionarse esa región desmembrada, pero (contrariamente a la opinión de Yugáshvili), Ulianof se opuso. Las consecuencias están a la vista. Entonces se otorgó a Ucrania una independencia puramente nominal, que mantuvo a lo largo de los 69 años de vida de la Unión Soviética; lo que era nominal acabó siendo real. Pero, claro, en lugar de que la secesión ucraniana haya solucionado nada o que haya sido un bálsamo, ha constituido, al revés, la causa de nuevos y enconados conflictos, sin que hoy por hoy se vislumbren ni su atenuación ni su fin.
El mapa de Europa era mucho mejor en 1914 de lo que es hoy, un siglo después. ¿De qué sirve esa multitud de estados confetti, ineficientes, diminutos (Estonia, Letonia, Lituania, Chequia, Moldavia, Eslovaquia, Eslovania, Croacia, Macedonia, Montenegro, Kosovo, Albania etc)? ¿Son más felices las poblaciones viviendo en territorios exiguos? ¿Son mejores y más eficaces los servicios públicos suministrados por esos estadejos que los que puede proporcionar un gran Estado moderno? ¿No hay hoy muchos más peligros? Puede saltar una chispa en cualquier momento que haga colisionar a Hungría con Eslovaquia, a Lituania con Polonia, a Moldavia con Transnistria, a Albania con Macedonia y así sucesivamente.
Se me replicará que vela para evitarlo la Unión Europea; que la solución está en rebasar las fronteras nacionales formando un espacio supranacional de la integración europea.
Ahora bien, si de eso se trata, entonces ¿para qué haber empezado por romper las unidades existentes, que tenían realidad plurisecular, para lanzarse a una empresa arriesgada, endeble y excesivamente ambiciosa, que no pasa de ser un babélico rompecabezas puramente artificial, cuya permanencia futura es una incógnita?
Esté fundado o no mi euro-escepticismo (ya vemos que casi siempre que se consulta a los pueblos, el resultado es opuesto a esa tramoya de las élites acaudaladas), el hecho es que, si preferimos una integración europea que sea --aunque no se diga con esas palabras-- un nuevo macroestado, ¿qué sentido tiene fragmentar los Estados existentes? ¿Quizá que así los componentes del nuevo macroestado, en lugar de ser 27 (28-1), serán unos cuantos más? Y ¿qué se gana con eso? Si es difícil que los Estados miembros se pongan de acuerdo sobre políticas comunes, tanto más difícil será cuantos más haya. (En la tercera entrega de esta serie de artículos abordaré la coartada europeísta que esgrimen los secesionistas.)
Si el progreso humano ha sido y es posible por la formación de grandes Estados, por la consolidación de sistemas jurídicos respetados que tienden a unir y que prohíben escindir, las pretensiones secesionistas resultan claramente reaccionarias. Podrá haber circunstancias excepcionales en las cuales la separación sea admisible cual mal menor, igual que la insurrección en regímenes de tiranía insufrible (y aun así bajo condiciones muy restrictivas). Está claro que se trata de excepciones.
Al revés, una visión de futuro debería llevarnos por la senda opuesta: la de fundir Estados de tamaño insuficiente en otros más amplios, siempre que sea posible tener una lengua común --o, al menos, una lengua mayoritariamente hablada en el territorio resultante de la fusión. Aunque, hoy por hoy, están empantanados los bellos proyectos de fusión nacional, como el panarabismo, me parece inverosímil que vayan a permanecer definitivamente aparcados. Otros conjuntos histórico-lingüísticos podrían encaminarse en esa dirección.
[continuará]
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