SOBRE EL DERECHO DE SECESION Y EL REFRENDO PLEBISCITARIO (I)

Sobre el derecho de secesión y el refrendo plebiscitario:
I.-- ¿Son naciones Cataluña, Vasconia y Galicia?
por Lorenzo Peña y Gonzalo

2017-07-12

Puede parecer casi alucinante que, en la vida política de la Hispania de este comienzo del siglo XXI, uno de los temas más polémicos sea el de si somos una nación, si somos una mera suma de varias naciones aglomeradas o yuxtapuestas (un estado plurinacional, como ahora se le ocurre decir al ocasional y adventicio líder del partido socialista), si somos ese no-sé-qué que sería una «nación de naciones» (pseudoconcepto que no pasa de ser un conjuro) u otra cosa carente de denominación. Antes de formular abiertamente su pretensión separatista --que tuvieron callada durante años--, la principal reivindicación de los secesionistas ha sido la de proclamar que sus regiones no son tales, sino verdaderas naciones. Pero es que hasta los partidos oficialistas del régimen borbónico (PP y PSOE) se pusieron de acuerdo, al consensuar entre ellos las reformas de los estatutos autonómicos de algunas regiones --como Andalucía--, proclamando que la región respectiva tenía una propia identidad nacional.

¿Qué definición de «nación» se está usando? En las controversias públicas no se cita a autor alguno, pero a mí no me cabe absolutamente ninguna duda de que la definición que se quiere manejar es la de José Visariónovich Yugáshvili (alias Stalin). (Sólo que, evidentemente, nadie desea arroparse en la autoridad del presunto demonio.)
Hace ya diez años, en un artículo sobre la cuestión de la autodeterminación nacional, reproducía yo varios trabajos ajenos, entre otros uno de Yugáshvili (del año 1929, mucho menos conocido que su célebre ensayo de 1912 El marxismo y la cuestión nacional), pero también fragmentos del discurso de inauguración del Presidente Abraham Lincoln en 1861, un texto de J. Petras y, sobre todo, un documento político del dirigente del partido comunista de España, el bilbaino Vicente Uribe Galdeano, «El problema de las nacionalidades en España a la luz de la guerra popular por la independencia de la República Española» (1938).
Más abajo me referiré al texto de Uribe. De momento voy a glosar la famosa definición de «nación» propuesta por Yugáshvili.
Parafraseo mi propio artículo de 2007:

La definición de Yugáshvili tiene muchos precedentes, y en parte se explica como una réplica al voluntarismo de Renan (para quien la nación se constituye por una continuada voluntad de vivir juntos). Yugáshvili define 'nación' como 'una comunidad estable de seres humanos, históricamente constituida, sobre la base de unos rasgos comunes compartidos: lengua, territorio, vida económica, idiosincrasia y cultura'; añadió que esos rasgos se daban por grados, y que en unos casos prevalecían más unos u otros.

Lo que no dijo Yugáshvili es que las partes de una nación no son naciones; sobreentendió que la comunidad de que hablaba, para ser una nación, no estaba subsumida en otra más amplia que también lo fuera. Quedan cabos sueltos y falta mucho por analizar en esa definición: determinar de qué criterio se deducen esos rasgos; probar que la lista de los mismos es exhaustiva; arbitrar los conflictos entre esos diversos rasgos (el propio Yugáshvili alude a esos conflictos, mas no suministra pautas, sino que lo remite todo a una ponderación empírica y casuística).
Un posible fundamento --que Yugáshvili no abordaba-- sería el de reputar como rasgos típicos de la particularidad nacional de una población aquellos que son naturales, no en el sentido de la naturaleza natural sino en el de la naturaleza cultural. Y es que 'nación' es un sustantivo verbal del verbo 'nacer' (nasco en latín), de la misma familia que el nombre 'natura', la naturaleza. Lo natural se opone a lo artificial. Toda la cultura de una especie social como la humana es artificial; pero dentro del artificio, hay un artificio artificialmente natural y otro artificialmente artificial. El natural es el que ofrece --frente al más propiamente artificial-- las mismas características que ofrece en general la naturaleza frente a nuestras elaboraciones artificiales (o sea, aquellas que son acciones o hechos que vienen de nuestras artes, de nuestro ingenio). Dentro del mundo de la cultura, es natural aquello que es más difícil de modificar a corto plazo, lo más anclado en la vida colectiva intergeneracionalmente conservada y transmitida, aquello que se configura menos por planes deliberados de unos individuos o grupos y que obedece más a la espontaneidad de las masas. Y esos rasgos de la segunda naturaleza cultural son ésos: lengua, idiosincrasia, tradición histórico-política, la propia cultura de masas, la vida económica. Con una particularidad añadida, y es que sólo cabe hablar de nación en la medida en que sea un estado potencial. No tiene sentido llamar 'nación' a una población dispersa sin territorio propio, ni a una tan exigua que el imaginario estado que podría formar sería de opereta y carecería de los atributos de independencia y soberanía (salvo de manera puramente nominal).

Dejo a los lexicógrafos la tarea de averiguar cuándo y cómo empezó a usarse «nacionalidad» en un sentido diferente de «nación». En un panfleto político clandestino de 1968/69 abordé yo la diversidad semántica entre ambos vocablos --que en los medios que entonces me circundaban se usaban sin definición ni rigor. No sé si por primera (¿y última?) vez propuse una delimitación de significados.

Aceptaba yo --a salvo de todas las matizaciones necesarias-- la definición de «nación» dada por Yugáshvili; era consciente de que el autor georgiano ni había enunciado ni se había propuesto enunciar un cúmulo de condiciones necesarias y suficientes. Leyendo su ensayo salta a la vista que su propósito era el de brindar un criterio elástico, dúctil y pragmáticamente modulable que sirviera, al menos, de pauta aproximada y ajustable a las múltiples circunstancias de la vida político-social. Si bien carecía de los instrumentos lógicos idóneos para caracterizar adecuadamente sus propias ideas, su concepción sería correctamente formulable con un utillaje conceptual que tuviera en cuenta la noción de racimo de rasgos (cluster) más una lógica difusa.

Sea como fuere, distinguía yo de ese concepto de nación --graduable, maleable y plurifacético-- el de nacionalidad como aquella parte de una nación que difería del resto de la nación por la posesión diferencial --en uno u otro grado-- de sólo algunas particularidades de entre los rasgos característicos de la nación: lengua, idiosincrasia, tradición histórico-política, la propia cultura de masas, la vida económica.

Está claro que ni Cataluña ni Vasconia ni Galicia son naciones porque no difieren, en ninguno de esos rasgos, de su entorno --el conjunto peninsular hispano, exceptuado Portugal (que siguió históricamente un rumbo aparte)--. Comparten con el resto de España todos los rasgos característicos de la unidad nacional: vida económica, lengua, cultura, idiosincrasia, tradición histórico-política (no sólo plurisecular, sino en verdad bimilenaria).

La única diferencia meramente parcial es la lingüística. Pero resulta mucho menor de lo que se cree. Para empezar, el catalán y el gallego son variantes de la lengua iberorromance, cuyo dialecto principal es el castellano, denominado «español» no porque sea la única lengua española, el único dialecto iberorromance, sino por antonomasia, por ser la más hablada, la más usada internacionalmente y la que cuenta con un mayor patrimonio literario y científico.

El castellano no alcanzó su hegemonía por imperativo legal ni por mandamiento del poder, sino, en el transcurso de más de medio milenio (del año mil al siglo XVII), por espontánea iniciativa de eso que se llama tan impropiamente «sociedad civil» -- si bien, desde luego, contó a su favor ser la lengua de la corte (no sólo en el reino de Castilla y León, sino también en el de Aragón-Cataluña, ya mucho antes de la unificación de ambas ramas de la común dinastía en 1474).

Dejo de lado los datos sobre Galicia, donde la lengua gallega tradicionalmente era hablada preferentemente en el campo (y casi nunca usada en las capitales). Para Cataluña --la región que más se ufana de su peculiaridad lingüística-- tomo estos datos de Ismael Nafría, «Retrato lingüístico de Catalunya en cinco gráficos interactivos» (La Vanguardia, 2015-04-20, acc. 2017-07-12), que se basan en la «Encuesta de usos lingüísticos de la población 2013» realizada por el Departamento de Cultura de la Generalidad de Cataluña y el Instituto de Estadística de Cataluña (Idescat).

El catalán es idioma habitual del 36,3% de los habitantes de Cataluña, mientras que el español lo es del 50,7%; además está un 6,8% para el cual ambos son igualmente lenguas habituales. Eso significa que más del 57% de los habitantes de Cataluña tienen como lengua habitual el castellano y que sólo el 43% tienen como su lengua habitual el catalán. (No se suman ambas cifras por su parcial solapamiento.)

Según un análisis de esos datos ofrecido por el sitio http://www.lainformacion.com/ (de fecha 2014-06-21, acc. 2017-07-12), bajo el título «Los catalanes hablan y se identifican más con el castellano que con el catalán», «En la última década el número de hablantes de castellano ha aumentado en 3,5 puntos frente a los 10 que pierde el catalán». El articulista añade: «El castellano sigue siendo la lengua más hablada en Catalunya, aumentando su distancia con respecto al uso del idioma propio de la comunidad, al que supera en 14 puntos. Son las dos conclusiones que se desprenden de la última encuesta de usos lingüísticos, que cada cinco años elabora la Generalitat y cuyo último estudio ha preguntado durante 2013 a 7.500 personas mayores de 15 años. [...] Se constata cómo el castellano en los últimos diez años se ha mantenido estable como lengua inicial y ha aumentado como lengua habitual en cinco puntos, puesto que en 2003 se situaba en el 47,2% y, aunque en 2008 bajó hasta el 45,9%, en 2013 alcanzó el 50,7%».

Y ¿qué sucede en Vasconia --a la cual sería más correcto llamar «Autrigonia»? Según el artículo «La izquierda, el órdago, la andereño. El castellano vasco en el aula de E/LE» de Liher López Eguiara (monografía sustentada en la Universidad de Barcelona en julio de 2011, acc. 2017-07-12), en el conjunto de las tres provincias que forman lo que oficialmente se denomina hoy «Comunidad autónoma del País Vasco» sólo un 18,7% tiene al eusquera o euscaro como su lengua primaria (en Navarra sólo el 6,4%), mientras que el español es la lengua primaria del 90,4% de la población en el conjunto de las cuatro provincias total o parcialmente vascas (siendo la lengua primaria del 76,2% de los habitantes de la citada Comunidad autónoma vasca).
(Son datos oficiales del gobierno vasco; personalmente albergo dudas sobre su fiabilidad, sospechando que están metodológicamente sesgados para hinchar el número de euscohablantes; tal vez habría que encuestar sobre cuántas conversaciones se hacen en una u otra lengua, cuántos libros y otros textos se leen en ellas, cuántas emisiones de radio o podcasts se escuchan; o sea qué uso se hace realmente, más allá de la somera declaración de lengua primaria --que no deja de tener un cierto aire de autoidentificación cuasi-étnica.)

Claro está que en Cataluña, en Vasconia y en Galicia se dan particularidades, como se dan en cualesquiera regiones de cualquier país del mundo. En verdad son muy pequeñas comparadas con las particularidades de California y Nueva Inglaterra en USA, de Provenza, Alsacia y Bretaña en Francia, del Baluchistán y el Arabistán en Persia, del Tirol del Sur y el Valle de Aosta en Italia, de Manchuria y el Kwantung en China, etc. Cualquier estado de la Unión India tiene unas diferenciaciones internas muchísimo mayores que las que se dan entre unas y otras regiones españolas, incluidas las tres sobre cuya presunta peculiaridad nacional versa el presente artículo.

Cuando escribí mi panfleto de 1968/69, «Acerca del problema de las nacionalidades en España», abrazaba yo el marxismo, militando en una formación revolucionaria que yo mismo había fundado (en diciembre de 1964). Ese panfleto --que redacté en mi condición del ideólogo de facto de tal organización-- perseguía un objetivo: defender una política de unidad nacional de España, con una República popular y unitaria («federativa», que no federal), descartando la autodeterminación de las regiones con singularidades lingüísticas o culturales y socavando los cimientos ideológicos de las pretensiones autodeterminacionistas. (Esa república popular y unitaria sigue siendo un sueño.)

En 1969 seguía yo aferrado al dogma marxista de la autodeterminación de las naciones (un dogma que nunca fue aceptado por todos los teóricos del marxismo, siendo célebre el disenso de Rosa Luxemburgo y sus seguidores, visceralmente opuestos a cualquier idea de independización de Polonia o de cuestionamiento de las fronteras estatales anteriores a la I guerra mundial).

Hoy ya no defiendo yo esa autodeterminación, incluso cuando se esté en presencia de un estado plurinacional, como sin duda lo son Malí, el Chad, Mauritania, Senegal, Guinea, el Congo, el Gabón, Tanzania, Quenia, Angola, Etiopía, Mozambique, Argelia, Nigeria, Libia, Siria, Turquía, el Nepal, Birmania, Tailandia, Vietnam, Indonesia, Papua-Nueva Guinea, etc; si aplicáramos el principio surgirían miles y miles de territorios con derecho a exigir su autodeterminación, o sea con el derecho a que se constituyeran miles y miles de estados independientes en el Planeta Tierra.

Eso sí, en mi texto de 1969 eximía yo a España de estar sujeta a la perspectiva de unas autodeterminaciones con consecuencias potencialmente destructivas de su integridad territorial, por el motivo de que en España no hay varias naciones, sino una única nación aunque se den varias nacionalidades.

Hoy iría yo mucho más lejos, negando rotundamente el derecho de las naciones a la autodeterminación, salvo aquellos tres casos en los cuales tal derecho es reconocido en el orden jurídico internacional (1º, opresión colonial --hoy residual--; 2º, conquista y ocupación extranjeras; 3º, sumisión de los habitantes de un territorio a grave, sistemática y persistente discriminación que sea irremediable por cualquier otra vía dentro del estado; este tercer supuesto tendría que calificarse mucho más para evitar su invocación abusiva).

Siendo ello así, mi ensayo de 1968/69 proponía, en el marco de la república española popular y unitaria, varias alternativas de organización política que podrían ser negociadas y consensuadas, llegado el momento, para satisfacer, a la vez, la preeminente finalidad de evitar la partición y los anhelos de afirmación diferencial de las nacionalidades. Tales detalles fueron omitidos por la censura interna en la versión finalmente publicada en 1969 (tras una poda implacable, que eliminó mucho de lo audaz y novedoso de mi manuscrito).

Salto ahora a mi artículo de 2007. En él, comentando el texto de Vicente Uribe de 1938, decía yo: «En ese marco Vicente Uribe publica su panfleto, aquí reproducido. Ha desaparecido la caracterización de Vasconia, Cataluña y Galicia como naciones; se habla de ellas como «nacionalidades». No indagaré aquí adónde se remonta el uso de ese vocablo en el sentido pertinente en este contexto, o sea: comunidades de seres humanos cuya diferencia de las contiguas o próximas en términos de diversificación nacional no es tan grande como para merecer la calificación de `nación' diferenciada, pero tampoco es totalmente nula o inexistente. Para las nacionalidades no se plantean las mismas reivindicaciones, concretamente no se plantea la autodeterminación, sino que meramente surgen reclamaciones de libre uso de su lengua y de autonomía regional. Es ésa la propuesta de Vicente Uribe para las tres regiones españolas con tales particularidades; y, a su juicio, las satisface plenamente la constitución republicana, aunque en la práctica, hasta 1936, no se había podido aplicar del todo por obstaculizarlo las fuerzas reaccionarias, que conservaban muchos resortes de poder. Desembarazada la República de esos enemigos, al secundar éstos la invasión extranjera, la regenerada República --que de veras se convertía en una república de trabajadores de toda clase-- podía, aplicando consecuentemente su constitución, amparar los anhelos de libre uso de la propia lengua y de autonomía regional de esas tres nacionalidades.»
De todas estas consideraciones extraigo las siguientes conclusiones:

  • 1ª.-- Defender el derecho a la autodeterminación de las naciones (en la definición de Yugáshvili) implica una amenaza de retroceso histórico para la humanidad, su fragmentación en miles y miles de estados, con sendos ejércitos, peligros bélicos, barreras adicionales a la migración, pérdida de eficacia de los servicios públicos, divisiones y enfrentamientos. (Las secesiones de Eritrea y el Sudán meridional y el estallido de estados-confetti en Europa oriental corroboran los más lúgubres temores; lejos de ser divorcios pacíficos, las secesiones suelen exacerbar los antagonismos.)
  • 2ª.-- Aun admitiendo ese derecho a la autodeterminación de las naciones, no se aplica a las nacionalidades, porque entonces ya no serían miles, sino cientos de miles de entidades territoriales las que podrían erigirse en estados independientes, con gravísimo quebranto de los lazos de unidad y hasta de parentesco de millones de seres humanos unidos por estrechos vínculos de convivencia a lo largo de muchas generaciones.
  • 3ª.-- En el caso concreto de España o Hispania, incluso esa pluralidad de nacionalidades ha de rebajarse a un grado muy exiguo, tras más de dos milenios de estar juntos (con un intervalo medieval, a lo largo del cual siempre persistieron con brío y pujanza la conciencia de ser una Patria común y la esperanza de una reunificación hispana).
  • 4ª.-- No existe ningún otro fundamento que el nacional para reclamar un derecho de secesión. (Niza no tiene derecho alguno a separarse de Francia aun cuando, evidentemente, sería más viable que Mónaco, explotando la riqueza de la Costa Azul).

[continuará]


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