INVESTIGACION EN HISPANIA

Investigación y enseñanza universitaria en España
por Lorenzo Peña y Gonzalo

2017-05-05


Este ensayo es propiedad intelectual de Lorenzo Peña y Gonzalo

Las cifras cantan. Según la clasificación de Shangay (valga lo que valga) ni una sola de las Universidades españolas se encuentra entre las cien mejores del mundo. Resultados diversos --pero, en general, tampoco muy halagüeños-- los arrojan otras clasificaciones («rankings» en horroroso y malsonante anglicismo).

Sabemos que no sólo está por debajo de la media de los países de la OCDE nuestra inversión en investigación (ese absurdo «I+D» de la jerga gestocrática), sino, además, en declive; sólo experimentó un crecimiento significativo en el primer cuatrienio de la primatura del Lcdo. Rodríguez Zapatero.

Peor que eso es nuestro pobre lugar entre los receptores de fondos europeos destinados a la investigación. No tengo datos más que del año 2011, ya muy desfasados; pero las indicaciones que he recibido, de vía indirecta, van en el sentido de que en este lustro hemos empeorado.

En el año 2011 (cuando todavía recibíamos fondos de cohesión y estructurales), el saldo era el siguiente. España contribuyó con 9.880 millones de euros al presupuesto de la Unión Europea, además de aportar el 75% de los 1.560 millones recaudados en aranceles aduaneros. En cambio, recibió 13.600 millones de euros. Aparte de los fondos de cohesión y estructurales, la mayor parte de lo recibido iba destinado a la agricultura --en concreto 7.090 millones-- (incluidos diversos rubros, desde los que subvencionaban la producción hasta aquellos que financiaban o compensaban la no producción).

Ahora viene lo que aquí me interesa: En investigación, el gasto fue del 7%, cuando es del 11% de media en la UE. Si se hace un cómputo de lo que los países aportan con destino a la investigación y de lo que reciben, España es uno de los que salen peor parados, si no el peor.

En los equipos de investigación plurinacionales favorecidos por concesiones de los programas «marco» de Bruselas hay, a veces, académicos españoles --unos residentes en el interior y la mayoría fuera--. Sin embargo, poquísimos son los proyectos agraciados con tales subvenciones formados, única o mayoritariamente, por científicos españoles radicados en instituciones hispanas.

¿Somos tan malos, tan mediocres?

No hay peor antipatriotismo que el que rehúsa ver los defectos del propio país, el que pinta la realidad patria de color de rosa, el que se ufana en una inexistente superioridad, porque, con actitudes así, se desincentivan los esfuerzos por mejorar. España es un país semidesarrollado (digamos equidistante entre los subdesarrollados y los desarrollados), de economía débil (una economía de servicios y del ladrillo, hoy de capa caída), sin apenas industria. Y la que hay, en manos de capital extranjero --que, naturalmente, no va a poner aquí sus laboratorios o centros de investigación ni sus centros neurálgicos de decisión. Todo eso es el resultado de la derrota de la República española en 1939 y de 15 lustros consecutivos de poder oligárquico, enfeudado a la supremacía de las grandes potencias del norte.

Dentro de ese panorama, la Universidad española viene aquejada por un mal especial, que es la endogamia. Mal de viejas raíces, pero que brotó con un impulso arrollador por la Ley de Reforma Universitaria de 1983, sin que las ulteriores leyes lo hayan conseguido atajar. Sin lugar a dudas, es una lacra que han perjudicado seriamente la calidad de la docencia y de la investigación en las Universidades españolas. Las Universidades privadas no han aportado la renovación que se esperaba. Sus males son aún mayores que los de la Universidad pública.

Sin embargo, habiendo mucho que lamentar del estado de la Universidad española, la realidad no es, en absoluto, tan tenebrosa como podría deducirse de esos datos. Y es que están sesgadísimos, hasta el punto de desfigurar radicalmente la realidad. He aquí las tres razones:

  1. Todas las clasificaciones privilegian la investigación medida con unos parámetros que son de difícil aplicación en España. Esas clasificaciones toman en consideración --preferente o exclusivamente-- resultados investigativos publicados en un contado número de revistas «de impacto», todas o casi todas en inglés. Hay tres causas por las cuales los científicos y universitarios españoles se ven en serias dificultades para publicar en esos órganos.

    • La primera es el mal conocimiento del inglés (factor clave sobre el que volveré más abajo, porque es esencial).

    • La segunda razón es que hay un estilo, un modo de presentar los resultados, un «tranquillo», que facilita enormemente la aceptación de los manuscritos por los relatores en esas revistas, tranquillo que se adquiere frecuentando los centros anglosajones donde se cocina la ciencia puntera o, al menos, hegemónica; algunos de nuestros jóvenes investigadores lo han adquirido, pero las condiciones económicas del país más la endogamia académica los han empujado a menudo a expatriarse. (En ese «tranquillo» podríamos incluir el manejo adecuado del inglés, especialmente importante en disciplinas de humanidades y ciencias sociales.)

    • La tercera razón es que hay modos de transmitir en un manuscrito un mensaje subliminal --también dirigido a los relatores-- para dar a entender que el autor pertenece a una institución de postín, o sea, para empezar, anglosajona o germánica (es como un dialecto social que sirve para dejar fuera a quienes no lo manejan con soltura.)

  2. Las publicaciones en español suelen quedar excluidas de los criterios de clasificación; y, si en algunas de ellas se admiten, están mal baremadas. (De hecho es pavorosa la ignorancia que se tiene en otros ámbitos lingüísticos de lo publicado en español; de rebote, los mismos hispanohablantes, al paso que hacemos eco a lo que viene del norte, frecuentemente desconocemos los resultados ya publicados en nuestro propio idioma; aquí, además, se superpone otro desdén: el que todavía, en parte, se tiene en España hacia lo de Latinoamérica --aunque felizmente va disminuyendo.)

  3. No son imparciales ni objetivos los criterios de las comisiones bruselenses de gestión de los programas marco de la Unión Europea. Tales comisiones reproducen los mismos prejuicios, agravados. Uno a uno, como individuos, podrán no tener nada en contra de científicos españoles --especialmente cuando trabajan en instituciones transpirenaicas, se han amoldado al estilo de Universidades septentrionales e integrado en grupos de investigación de las mismas. Pero se manifiestan condescendientes hacia los equipos hispanos. Tal sesgo traduce una visión estereotipada de lo español que es perfectamente visible en la prensa de los países germánicos y anglosajones e incluso en Francia (en alguna medida). Visión de sureños ineficaces, de un país exótico meridional, poco trabajadores, poco inventivos.

Los propios españoles, en nuestra pasión nacional por el autodenigramiento, nos vemos llevados a asumir esos prejuicios --aunque, a la vez, paradójicamente, caigamos en la jactancia; a veces son los mismos los que incurren en ambas exageraciones, según el contexto o el momento o el interlocutor.

Para superar esos problemas los gestores públicos vienen incitando a la internacionalización de nuestras actividades de investigación y docencia, castigando a quienes no la practiquen y premiando a quienes sí lo hagan. Lamentablemente es arriesgado convertir así un medio en fin, lo cual puede arrojar resultados perversos y deletéreos; en ocasiones mata la originalidad y la creatividad, estimula el papanatismo, induce al clonaje y a la cultura de la recepción; con lo cual, a la postre, baja la genuina calidad. Para hallar en las tierras cálidas y soleadas un eco de lo ya dicho en Oxbridge, en Groninga o en Stanford, mejor se va a la fuente. De hecho todos esos clónicos, a pesar de sus loables empeños, apenas han logrado tener un presencia internacionalmente reconocida.

Está claro que la situación que sufrimos es insatisfactoria y debería corregirse. Ahora bien, no creo que nos toque sólo a nosotros corregirla. Creo que también fuera de España han de corregir.

Las clasificaciones han de hacerse más objetivas y han de tomar en consideración lo publicado en las lenguas más importantes del mundo, no en una sola; digamos que en los tres o cuatro idiomas principales.

También las revistas señeras de habla inglesa han de corregir los sesgos que, por procedimientos sutiles y opacos, llevan a seleccionar preponderantemente los manuscritos de «los suyos».

Han de superarse los prejuicios étnicos. (Sólo que hay que pagar el precio de reconocer que España no es diferente: en casi todo es igual a Birmania, Polonia, el Uruguay, Tanzania, Corea o Bélgica, siendo marginales y decrecientes los rasgos diferenciadores. La verdadera diferencia es que España es España y Bélgica es Bélgica; aquí hablamos español --principalmente-- y allí, preponderantemente, flamenco y francés; en no mucho de lo demás hay un «modo de vida español» diverso de un «modo de vida belga».)

Todo eso no nos exonera de mejorar. Mas no creo que la vía para mejorar sea la de la «internacionalización» según la conciben los gestócratas, cuyos defectos y cuyas desastrosas consecuencias ya he reseñado más arriba. No creo para nada en que haya que buscar la autenticidad, la originalidad, la distintividad. Creo, sencillamente, que hay que trabajar seriamente, sin pretender ni imitar ni diferenciarse, prestando atención sólo al contenido. Y, si nos sale mejor en nuestra lengua, en ella hay que hacerlo (aunque vale la pena incentivar el que se publiquen artículos en inglés, buscando las ocasiones adecuadas).

Asimismo tenemos que conocernos más, leernos más, citarnos más unos a otros los que escribimos en español, estar más atentos a lo que en nuestro idioma se publica a una u otra orilla del Mar Océano. Tenemos que constituir redes académicas panhispánicas y fomentar una cultura científica hispana. No podemos esperar que nos escuchen y nos respeten si nosotros mismos no lo hacemos.

He vinculado varios de los problemas que nos aquejan --y que dañan el prestigio de nuestra investigación y de nuestras instituciones académicas-- a la cuestión lingüística.

¿Por qué se nos da tan mal el inglés? ¿Cómo así, en el mundo académico, son bilingües los holandeses, noruegos, alemanes, suecos y otros, pero los hispanos no?

Hay varias causas.

  1. Una de ellas es que en España hasta los años 60 o más bien 70 del siglo XX la lengua extranjera mayoritariamente estudiada era el francés. Sólo las últimas generaciones han renunciado al francés (pagando el precio de que, al cruzar la raya pirenaica, se dirigen en inglés al empleado detrás de la ventanilla, quien no entiende ni una palabra de lo que dicen). Durante siglos el francés fue en España la lengua de la cultura, de la moda, del progreso, mientras que el inglés era, a lo sumo, la lengua de la finanza y de la potencia militar hegemónica, lo cual no favorecía su aprendizaje.

  2. Otra causa es la enorme dificultad de la fonética inglesa para un hispanohablante. El inglés y el español no comparten ni una sola vocal y muy pocas consonantes, como bien lo saben quienes hayan estudiado fonología comparativa de ambas lenguas. A esa diferencia se agrega la prosodia radicalmente diferente. A quienes hablan uno de los dos idiomas y desconocen el otro, una grabación en ese idioma desconocido les produce extrañeza; para los anglófonos, el español es monotónico, llano; para los hispanófonos, el inglés es estridente, con marcadísimos altibajos tonales y hasta de volumen de voz.

  3. Una tercera razón es que el inglés es un idioma germánico --aunque sea un híbrido sui generis, con un tercio de sus raíces de origen latino o franco-normando, que suelen ser más frecuentes en el habla culta y menos en la coloquial. (Claro que esta razón sólo coloca a los hispanohablantes en desventaja respecto a los locutores de alguna lengua germánica; no respecto a los polacos, estonianos o griegos.)

  4. Una cuarta causa es que tenemos muchas más tentaciones para seguir aferrados a nuestro propio idioma. Y es que el español es la segunda lengua del mundo; por delante sólo está el chino mandarín. Según estadísticas tomadas de la web «ethnologue» (https://www.ethnologue.com/statistics/size, acc. 2016-04-19), el español es la lengua nativa primaria de 427 millones de seres humanos, mientras que el mandarín lo es de 897. Si se suman otras lenguas o dialectos afines al mandarín, el chino, en su conjunto, es hablado por 1.302 millones; pero, claro, con ese criterio, seguramente podemos anexionar al español el portugués, la sexta lengua del mundo, hablada por 202 millones. (Y hasta quizá el italiano difiere del español menos que varias de esas lenguas sínicas entre sí.)

    El inglés es la tercera lengua, con 339 millones que la tienen como su lengua primaria nativa. Sigue el árabe, con 267 millones, aunque es una lengua muy fragmentada, entre dialectos a veces difícilmente comprensibles unos con otros.

    Cuando escribimos en nuestra propia lengua, además de que nos es más fácil (sobre todo a aquellos de las generaciones en las que se estudiaba el francés mucho más que el inglés), sabemos que escribimos para un enorme público --aunque todavía hoy no haya desplegado su gigantesco potencial ese peso del español.

No es asimilable nuestra situación a la de ningún otro país de la Unión Europea (salvo el Reino Unido e Irlanda). El alemán es la 13ª lengua del mundo, con 76,9 millones de locutores nativos. Le sigue el francés, con 75,9. Muy por detrás, el italiano, con 63,4 (puesto 21º). Las demás lenguas de la Babel europea están fuera de la clasificación, que sólo abarca los 23 idiomas más hablados, en su mayoría asiáticos.

Una de las debilidades de la política española es la escasa promoción de nuestro propio idioma. No es que carezcamos de tal política. Ahí está el Instituto Cervantes, ahí está la red de las academias de la lengua española y alguna cosa más. Pero es poco, mal financiado, mal promovido, mal capitalizado, mal asumido, considerado a menudo como un adorno prescindible.

Creo que uno de los modos de ayudar a reconocer el valor de la labor académica y científica en España y demás países de nuestra propia comunidad histórico-lingüística es la promoción de la lengua española, la asimilación por los propios universitarios hispanos de que es un caudal que se puede y se debe explotar.

No vamos a menospreciar a aquellos a quienes la Fortuna ha hecho nacer en países con idiomas sólo comprensibles por unos poquitos millones de seres humanos. Pero, ya que contamos con la suerte de ser muchos quienes compartimos este bagaje lingüístico común, sepamos aprovecharlo y ponerlo en valor.






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