Consideraciones inactuales

Consideraciones inactuales
por Lorenzo Peña y Gonzalo

2017-11-28


Sumario

Lo inactual y la evocación de Nietzsche. Inactualidad del jusnaturalismo. Inactualidad de la metafísica. Inactualidad de la lógica gradualista. Inactualidad del realismo gnoseológico. Inactualidad del progresismo y del optimismo. Inactualidad del determinismo. Inactualidad del principio leibniziano de razón suficiente. Inactualidad del continuismo. Conclusión


Lo inactual y la evocación de Nietzsche

No deja de ser un INRI para mí escribir un suelto que reproduce el título de una obra de Nietzsche, resultando de todo punto imposible que dos pensamientos estén más alejados entre sí de lo que están el del profeta del Anticristo y el del autor de estas páginas. Es, además, impensable que un filósofo odie más a otro filósofo o presuntamente tal que lo que yo aborrezco al firmante de los Unzeitgemäßige Betrachtungen de 1873-76.

Precisamente mi intransigente antinietzscheanismo constituye tal vez una de las varias originalidades que hacen inactual mi obra, porque --después de haber sufrido un período de descrédito-- goza hoy de buena prensa el autor de Más allá del bien y del mal.

Posiblemente nadie contribuyó más a desprestigiarlo que el egregio, el preclaro, el eximio filósofo marxista húngaro Georg Lukács en su grandísima obra El asalto a la razón. Lamentablemente, aunque tuvo muchos miles de lectores, nunca gozó de gran predicamento ese marxismo racionalista y neohegeliano de Lukács. Sin entrar aquí en averiguar las causas, constato que esa obra puede haber sido admirada, mas pocos serán quienes hayan asumido sus tesis; uno de esos pocos --no sé si el único-- es quien esto escribe en sus años mozos. Pasados los cuales siempre ha conservado un enorme aprecio por ese libro y otros del filósofo húngaro, especialmente El joven Hegel.

Durante la época de hegemonía del pensamiento marxista (con su autoproclama como heredero de la Ilustración, del racionalismo, con su alineamiento de clase a favor de las capas pobres, a las que tanto había execrado y desdeñado Nietzsche), el autor de Así habló Zaratustra era, no sólo un representante de la reacción aristocrática, sino --lo que es más-- un precursor del fascismo. Pasaron esos tiempos y llegó el posmodernismo, especialmente el francés, que --siguiendo a Heidegger-- rehabilitó al moralista de la crueldad. Lo más sorprendente es que incluso algunos filósofos analíticos se están dejando seducir por esa figura.

No son muchos los analíticos que se acercan a Nietzsche. Tampoco los que lo combaten. En general el apologista de la moral de los señores suele causar indiferencia entre los filósofos analíticos (sobre todo los del ámbito geográfico-lingüístico donde esta filosofía prevalece, que es el anglosajón). Ahora bien, no cabe desconocer que, incluso en ese paraíso filosófico que es el mundo de habla inglesa, el posmodernismo va ganando terreno, a pesar de haber sido desenmascarado por Sokal, Bricmont y Paul Boghossian.

Ignorando o desestimando la demoledora crítica de Sokal y de otros defensores de la razón, el posmodernismo está alcanzando una pizca (creciente) de respetabilidad en departamentos de filosofía de Universidades de países de habla inglesa. Vamos para atrás (aunque estoy persuadido de que no durará demasiado tan deplorable tendencia).

Que entre Hegel-Lukács y Nietzsche goce hoy el segundo de mayor adhesión --o, por lo menos, atractivo-- es para mí un síntoma de que el pensamiento de nuestros días anda descarriado y desarreglado.

Dándole vueltas al asunto, caigo en la cuenta de que es todo el legado de la Ilustración lo que se encuentra desafiado, rechazado o, en el mejor de los casos, arrinconado y adulterado.

Inactualidad del jusnaturalismo

Ha salido hace pocos días a la luz mi libro Visión lógica del derecho: Una defensa del racionalismo jurídico, que constituye la propuesta de un derecho natural, un heredero de esa gran y larga Ilustración, la cual, lejos de limitarse a su última fase --la de Montesquieu en adelante, o sea la segunda mitad del siglo XVIII--, abarca por entero los siglos XVII y XVIII (en rigor comienza ya a fines del XVI y se prolonga hasta los albores del XIX). En mi opinión, descuellan en ese vasto panorama figuras como Hugo Grocio, Cumberland, Leibniz, Fénelon, Hobbes, Spinoza, Christian Wolff, Jean-Jaques Burlamaqui, Helvétius y Diderot.

Mi propio jusnaturalismo retoma el de esa tradición racionalista e ilustrada (guardando una afinidad profunda con Leibniz), sólo que --eso sí-- con un utillaje nuevo (brindado por la moderna lógica matemática, concretamente por la lógica deóntica), con modos de analizar y argumentar mejor pulidos (gracias a la filosofía analítica inaugurada por Gottlob Frege) y en torno a problemas de nuestro tiempo (con un protagonismo de los derechos naturales del hombre que los ilustrados sólo empezaron a vislumbrar al final de su periplo y, aun así, únicamente de manera parcial).

Si mi jusnaturalismo neoilustrado se desmarca radicalmente de la corriente hoy predominante en filosofía jurídica, el juspositivismo, es ésa únicamente una de las muchas facetas en las cuales resulta inactual mi pensamiento. En efecto, vuelvo sobre mis contribuciones a otras disciplinas filosóficas, percatándome de que también colisionan con las tendencias en boga. Voy a enumerar algunas de esas discrepancias.

Inactualidad de la metafísica

Mi principal aportación a la filosofía es mi trabajo de metafísica, la ontofántica: una ontología que tiene sus fuentes en Heráclito, Platón, la tradición dialéctica y hegeliana, Nicolai Hartmann, Frege, Russell, Quine, David Lewis y Lotfi Zadeh. Sin duda para la mayoría de los filósofos son chocantes las ideas que forman esa visión de lo real; pero, más allá de eso, lo que hoy desentona es la propia construcción de un sistema metafísico.

En el campo de los filósofos llamados «continentales», marcan la pauta el desconstrucionismo, el irracionalismo y la posmetafísica, de Derrida a Vattimo. (Incluso el dialogismo transcendental de Apel y Habermas --que, por lo menos, defiende la razón-- huye de cualquier fundamento, inscribiéndose en la común tendencia antimetafísica, o sea --llámese así o no-- positivista). Ni los franceses se acuerdan de Maurice Blondel ni los alemanes de Nicolai Hartmann ni, menos aún, los italianos de Rosmini --a lo sumo de B. Croce--. (Reconozcamos que a los españoles nos asiste la ventaja de no tener a quien olvidar, como no nos remontemos a nuestro ya lejano Siglo de Oro.)

Inactualidad de la lógica gradualista

Mi sistema metafísico, la ontofántica, va unido a una lógica, a una filosofía del lenguaje, a una teoría realista del conocimiento, a una antropología filosófica.

La lógica abrazada es una lógica gradualista contradictorial (paraconsistente). No es mi lógica la única gradualista (al revés, se inspira en la fuzzy logic de Zadeh y en la lógica multivalente de Lukasiewicz); ni es la única lógica paraconsistente. Pero hay que admitir que --si bien la lógica difusa ha logrado un reconocimiento en el campo de ciertas ingenierías y aplicaciones técnicas--, en general sólo un puñado de especialistas toma verdaderamente en serio una lógica que no sea la trillada y banal lógica clásica que se enseñó en la escuela. Los demás se permiten ignorar que hay otras lógicas con sobradas credenciales científicas.

Si el pobre Kant osó decir (sin sonrojo) que, desde Aristóteles, la lógica no había dado ni un paso adelante ni un paso atrás, hoy la inmensa mayoría creen que, en lo esencial, la lógica no ha dado ni un paso adelante ni uno atrás desde Frege y Russell (o, por lo menos, que los pasos adelante no han zarandeado para nada lo incuestionable e inamovible de los teoremas y las reglas de inferencia de esa lógica clásica).

Inactualidad del realismo gnoseológico

Mi teoría del conocimiento es resueltamente realista, rechazando el relativismo y el idealismo en todas sus formas: el transcendentalismo kantiano, el solipsismo (en su variante de doctrina final en Berkeley o en la del solipsismo metodológico de Descartes y Husserl). Asume un enfoque afín al del realismo metódico de Étienne Gilson.

¿Cuán populares son tales ideas entre los profesores de filosofía de nuestros días? Me temo que poco, poquísimo. La gran mayoría profesan alguna versión del relativismo, del criticismo, del neokantismo, tal vez del perspectivismo. Por supuesto esa orientación la han abrazado con ardor los posmodernistas o euro-continentales, pero (con menos alharacas) también no pocos analíticos, pues a eso vienen a conducir, en definitiva, teorías como las del último Putnam, Baas van Fraassen, Kuhn, Lákatos, Feyerabend, Stephen Stich y --sin quererlo-- el nihilismo al que --contra su vocación primigenia-- se vio abocado el desarrollo del pensamiento de Quine (con sus tesis de la indeterminación de la referencia y la relatividad ontológica, según lo supo ver Hao Wang).

Inactualidad del progresismo y del optimismo

También mi antropología filosófica o mi filosofía de la historia abraza puntos de vista del todo impopulares. Ante todo mi progresismo. Esa visión progresista de la historia no la he inventado yo (en el cúmulo de mis ideas filosóficas poco es lo que verdaderamente yo he creado). Arranca nuevamente de la Ilustración: si bien los ilustrados fueron titubeantes al respecto (el propio Leibniz es inconstante en su visión del progreso histórico), la afirmación progresista se alcanza en autores como Condorcet, que cierran el ciclo del pensamiento ilustrado. De ahí pasó a la filosofía clásica alemana, en particular a Hegel; y de él al marxismo, pero también a buena parte del pensamiento decimonónico (p.ej. Auguste Comte, Bentham, J.S. Mill).

Hoy se cuestiona, en primer lugar, que tenga sentido la misma noción de progreso; en segundo lugar que, de tener sentido, tenga realidad en el devenir histórico; en tercer lugar que, aun cuando tenga o tuviera lugar, obedezca a unas leyes de evolución, e.d. que sea necesario.

El progresismo decimonónico incurrió en muchos errores y en exageraciones. Así, p.ej., algunos creyeron que se daba progreso en la evolución de las lenguas, que las había más y menos evolucionadas. Nada de eso es verdad. Está claro que tuvo que haber una evolución en tiempos muy muy remotos, los orígenes del homo sapiens o antes, en la época del homo rhodesiensis, en el Pleistoceno. Pero de las lenguas conocidas, el sumerio o el latín no son menos evolucionados que el francés o el sueco. No hay lenguas primitivas. La transformación de las lenguas va a la deriva, sin ninguna orientación teleológica. Los cambios morfológicos, léxicos y fonéticos obedecen esencialmente a un factor de moda.

Esa falta de orientación, de directriz o finalidad ¿es igualmente válida para todos los procesos en los que se producen cambios? Eso piensan hoy los más. Y lo aplican, no sólo a la transformación de sociedades humanas, sino también a la de las especies biológicas. Júzgase una ingenuidad superada creer que los seres vivos de hace mil millones de años eran más primitivos o menos evolucionados que los actuales. Se rechaza cualquier jerarquización, prescindiéndose de toda idea de avance. Habría, sí, mutaciones (casuales y, por lo tanto, imprevisibles), con supervivencia de aquellos que, por puro azar, resulten más aptos (la selección natural darwiniana).

Sólo que, si bien Darwin aborreció la teleología lamarckiana, su teoría, implícitamente, contenía una especie de invocación de una mano invisible conducente a la selección adaptativa. Por eso los biólogos hoy más reputados, desmarcándose de un darwinismo estricto, han acuñado el neologismo «exaptación» --en lugar de seguir hablando de adaptación--, para así subrayar lo oportunista e imprevisible que resulta la transformación biológica.

En la práctica esos mismos biólogos incurren en incongruencia, pues --para hacerse entender cuando no se ponen muy puntillosos-- les resulta difícil no admitir que los mamíferos superiores (ya el adjetivo es elocuente) tienen un grado de complejidad mayor que el de los platelmintos o los celentéreos o que el hombre tiene una adaptación al medio, no óptima --ni mucho menos--, pero sí inigualada (salvo quizá por ciertas especies de insectos sociales).

Que la evolución no sea unilineal y que el ser humano no sea la meta de las transformaciones biológicas no implican ni que éstas tengan lugar al buen tuntún ni que esté ausente una orientación teleológica --sólo que diversificada, plural.

Lo propio sucede con la evolución humana. Sin duda la sociedad de los antiguos egipcios realizaba algunas tareas mejor que como podemos realizarlas hoy (si nos pusiéramos a hacerlo), porque hemos perdido su saber-hacer, adaptado a sus instrumentos y modos de organización social. Sin duda cada avance en nuestro modo de vida comporta también determinadas pérdidas.

Recordando los episodios de nuestra propia biografía individual, nos vemos aliviados de no tener ya que escribir copias con papel carbón y clichés de ciclostil. Aquella época --tan cercana en el tiempo-- nos resulta extraña y es posible que la añoremos, como un período heroico en el que esas tareas (y tantísimas otras) resultaban muchísimo más difíciles. Con el email, los sms y otros inventos quizá hemos perdido la costumbre de aquella correspondencia gracias a la cual nos han quedado obras imperecederas, como las cartas de Gayo Plinio, las de Leibniz, las de Voltaire, las de George Sand.

Pero, ¿de veras no es mejor la sociedad del siglo XXI que la del siglo XIX, ni ésta es mejor que la del XV, ni ésta que la del siglo IX? ¿No hay una válida consideración, habida cuenta de todo, que proporciona un criterio razonable para determinar que (así sea con altibajos, retrocesos transitorios, en algunos aspectos incluso, si se quiere, definitivos) la evolución histórica de la humanidad es la de un progreso, una mejora en la cantidad y calidad de vida individual y colectiva, un acrecentamiento del bien común de la humanidad? ¿De veras no es mejor una sociedad con seguridad social, pensiones, presunción de inocencia, modernos métodos de cultivo, rayos láser, analgésicos, antibióticos, prótesis dentales, radio, teléfonos móviles?

Inactualidad del determinismo

En otro terreno --no inconexo-- mi antropología filosófica conlleva una visión determinista. Sigo la tradición ilustrada, la de Hobbes, Spinoza, Leibniz, Helvétius, d'Holbach y Diderot. La ley de causalidad rige todos los hechos de la naturaleza, incluyendo los del hombre, individual y colectivamente tomado. O sea: puestas todas las condiciones externas e internas para la decisión, ésta se toma inexorablemente en un sentido, siendo (naturalmente) imposible que no suceda así (salvo en el supuesto de que precisamente esas condiciones no hubieran estado presentes). Entre tales condiciones figura el carácter del decisor, su personalidad, producto de sus tendencias innatas y de la formación o el medio ambiente en el cual se ha desarrollado.

En mi personal apreciación, las empecinadas discusiones en la filosofía analítica sobre determinismo y libre arbitrio han arrojado un balance favorable al determinismo (aunque en filosofía nunca una opción sale irremediablemente derrotada). Así y todo, la gran mayoría de los profesores de filosofía y de la gente en general prefiere el librearbitrismo, a pesar de los absurdos que encierra. Creen que esa ilusoria libertad (esa «gana que da», como hubiera podido no dar) los hace menos dependientes (cuando en verdad sucede al revés: los somete al albur de un acaecimiento inmotivado que no brota ni mana de su propio modo de ser).

El indeterminismo ha ido ganando terreno hasta el punto de que, al explicar a autores deterministas de la Ilustración (Spinoza, Leibniz, Diderot), se acude a alguna hermenéutica caritativa para hacerles decir lo que era más opuesto a sus ideas, un enfoque de «libertad humana» entendida como un brotar nuestras decisiones de la nada, porque sí, sin ton ni son.

También los juristas --y particularmente los penalistas-- son mayoritariamente indeterministas, creyendo erróneamente que así justifican la responsabilidad --cuando sucede justamente lo contrario: si el homicida ha matado porque le dio esa ventolera, sin emanar de nada, sin ser una manifestación de su modo de ser, por la pura veleidad de un acto gratuito que de pronto brotó en su mente igual que hubiera podido no brotar, ¿en qué queda el fundamento de la responsabilidad?

Inactualidad del principio leibniziano de razón suficiente

El indeterminismo de la voluntad humana hoy se ampara en otro indeterminismo más general, el de la mecánica cuántica, asociado al principio de incertidumbre de Heisenberg. Ciérranse los ojos ante las insolubles paradojas de la física contemporánea. Olvídase eso mismo que --en la adhesión al idealismo-- tanto se proclama: que una cosa son nuestras teorías y otra la realidad, la cual no podría (dicen) venir reflejada por ninguna teoría (un aserto que yo rechazo, si bien creo que las teorías científicas actuales son reflejos sumamente deformes de la realidad).

Nunca he elaborado una filosofía de la naturaleza, mas me hubiera encantado tener tiempo de hacerlo. Varias tesis de mi metafísica ontofántica inciden en una visión cosmológica que está en las antípodas de los paradigmas actualmente admitidos.

Hay numerosas tesis de la física y la cosmología hoy al uso que suscitan problemas insolubles: ese momento cero del big bang (¿qué estaba ocurriendo una milésima de segundo antes? y ¿cómo así súbitamente surgió el universo de la nada?); esa finitud del cosmos; ese límite de la velocidad de la luz (¿por qué?); la inmensidad de esos no-sé-qué que son la materia oscura y la energía oscura (que integrarían la mayor parte del universo); esos enigmáticos multiversos. Los físicos más lúcidos saben que todas esas teorías forman un transitorio sucedáneo de una nueva teoría por hacer, quizá algo como la teoría de cuerdas reelaborada --u otra, mucho más audaz, que todavía no se le ha ocurrido a nadie.

En el caso de las teorías físicas contemporáneas sabemos que no pueden corresponder a la realidad, siendo meros expedientes provisionales a la espera de teorías mejores. Han conseguido (¿qué duda cabe?) éxitos espectaculares las incompatibles visiones que nos han legado Einstein, Planck, Heisenberg y demás luminarias; mas al precio de no conjuntarlas.

Nadie ha demostrado que en la realidad existe indeterminación causal. Ni, bien examinado, tiene mucho sentido el probabilismo ontológico, erizado de redhibitorias dificultades. No basta para despejar tal incógnita postular que esa probabilidad, sea lo que fuere, es algo que se ajusta al teorema de Bayer. Que sea práctico manejar ese teorema no lo dudo, pero, hasta donde yo sé, no se ha demostrado que las probabilidades de los fenómenos se ajustan al mismo. De todos modos, la probabilidad bayesiana es una concepción de las expectativas razonables y, por lo tanto, epistemológica (aunque ese adjetivo, «razonables», mete de rondón un velado remitirse a algún fundamento ontológico, pienso yo). Cuando los físicos y los filósofos contemporáneos proclaman que los hechos de la naturaleza (o muchos de ellos) no se rigen por leyes de causalidad necesaria sino por tendencias probabilistas, parece diáfano que no están usando una noción de probabilidad como expectativa razonable, sino alguna concepción objetiva. Dudo que sea la frecuencia, porque acudir a ella es describir, no explicar. Queda la propensión. Pero, si es indeterminada y aleatoria la trayectoria de cada partícula de un cúmulo, ¿por qué, en el cúmulo, va a darse una propensión prevalente en un sentido o en otro? ¿Qué es esa propensión?

Inactualidad del continuismo

Asimismo está la cuestión de los tránsitos. El más reciente desarrollo de mi filosofía lo he calificado como «el cumulativismo» --que, en el fondo, no es sino la propia ontofántica, pero con algunos nuevos matices, con un desplazamiento temático, con mayor insistencia en los cambios no sólo graduales, sino por acumulación, en el marco de una teoría general del ser que recalca la conjuntualidad de los entes. Superando el salto cualitativo de la tradición hegeliano-marxista, esta visión conlleva una vuelta a Leibniz, a su principio de continuidad, a su doble adagio de que natura non facit saltum y natura non facit hiatum, que se funda en el principio de razón suficiente (cualquier salto sería una arbitrariedad de la naturaleza; un hiato sería, además de inexplicado, indiscernible de otro hiato, violando así el principio de identidad de los indiscernibles).

Profeso, pues, un cumulativismo (y, por lo tanto, continuismo) que se da de bruces con otra idea al uso: la del salto cuántico (quantum jump, quantum leap), una de las tesis centrales de la mecánica cuántica. Es dudoso en qué medida mi cumulativismo resulta compatible con nuevas tendencias en biología y en paleontología, como el equilibrio puntuado. Me inclino a pensar que no hay incompatibilidad, en tanto en cuanto el cumulativismo no postula que todas las transiciones sean paulatinas. Una alteración muy rápida puede --en la escala paleontológica-- aparecer como súbita sin serlo en realidad.

A partir de la influyentísima obra de Thomas Kuhn The structure of scientific revolutions (1962), también en teoría de las ideas se ha impuesto el discontinuismo. Tal discontinuismo va unido al rechazo de la teleología, del finalismo, de la noción de un progreso, afirmando que se producen mutaciones porque sí (aunque Kuhn, desde luego, jamás fue tan lejos, ya que, en su visión, las revoluciones científicas vienen causadas por la acumulación de dificultades que asedian crecientemente al paradigma predominante en cada período).

En teoría política se ha abandonado hoy la fe en las revoluciones (esa superación me merece un juicio de aprobación); sólo que, paradójicamente, por otro camino se ha vuelto a creer en los saltos. En lugar de entender la evolución histórica como un continuo, se piensa que se dan en ella irrupciones abruptas de nuevos paradigmas políticos, brotados de la nada; así, «la democracia» (muy mitificada y escasamente analizada) surgiría como una opción voluntarista.

Es de temer que se estén perdiendo los logros de la historiografía de fines del siglo XIX y comienzos del XX (no sólo manifestada en el marxismo, sino también en otras obediencias, como la École des Annales), con su énfasis en la larga duración, en los hechos continuados y subyacentes, en las tendencias profundas de acción lenta, para, en su lugar, preferir miradas saltuarias que retornan a la vieja historia de meros eventos contingentes, acordes con un enfoque voluntarista e indeterminista.

En la ideología del posmarxismo se ha arrojado al bebé con el agua del baño. Está bien dejar atrás unos esquemas simplificadores, unas visiones lineales, unas predicciones apresuradas y escasamente ponderadas. Está bien olvidarse de teorías como la determinación de las relaciones de producción por la inexorable evolución de las fuerzas productivas, la necesaria sucesión de unas formaciones económico-sociales o modos de producción (en un número finito y muy pequeño), el inevitable antagonismo de clase, la concepción del Estado como un instrumento de dominación de la clase en el poder. En cambio, creo que había en esa tradición muchas otras ideas que valdría la pena rescatar: la conveniencia de superar la desastrosa economía de mercado y de encaminarse a una economía racionalmente planificada para satisfacer las necesidades de la población; el legítimo cuestionamiento de la propiedad privada y la opción por la propiedad pública; la igualdad social tanto por su valor intrínseco cuanto por su valor instrumental cual medio para robustecer la armonía de la sociedad y, por lo tanto, el bien común.

Conclusión

He ido pasando lista a mis desacuerdos con los puntos de vista oficiales o generalizados. He arrancado de mi profesión de un derecho natural, que escandaliza a los positivistas jurídicos. Luego he mencionado mi metafísica, mi antropología filosófica y mi filosofía de la naturaleza. En todo ello (pese a la aportación de las nuevas lógicas y de los modos de analizar y argumentar desarrollados por la filosofía analítica) mis ideas son muy siglo XVIII.

Terminaré reconociendo que, no obstante, también hallo muchos elementos de acuerdo con varias teorías crecientemente populares. Pese a mi enorme ignorancia en todo lo atinente a las ciencias físicas, tengo entendido que en ellas empiezan a producirse convulsiones que pueden llevar a abandonar los paradigmas actuales. En sociología me parece muy sugerente la teoría de la selección social, que halla una valiosa aplicación a la historiografía humana (la teoría de la evolución cultural de Peter Turchin). Hay, pues, prometedores vislumbres de nuevos paradigmas teóricos, que quizá acabarán suplantando a los hoy encastillados.

Eso sí, igual que no podemos vivir sin respirar, no podemos progresar doctrinalmente sin libertad. No se goza de libertad doctrinal por el mero hecho de que no se penalice profesar una teoría u otra, sino por el respeto efectivo al pluralismo doctrinal. No hay libertad doctrinal donde y cuando los disidentes son ninguneados, proscritos de las revistas oficiales en cada disciplina y sometidos al ostracismo.

Por eso los disentientes, quienes nadamos contra la corriente, somos los más interesados en una efectiva libertad de pensamiento. Para mí tal libertad es un valor intrínseco, de suerte que si, por un milagro, mis teorías pasaran a ser mayoritariamente aceptadas, me erguiría en defensor de puntos de vista divergentes y aun los más opuestos, a fin de que prosiguiera la discusión.






ETICA Y DERECHO: INVITACION AL DEBATE

Ética y Derecho: Invitación al debate
por Lorenzo Peña y Gonzalo

miércoles 2017-11-07


Retomo lo abordado en la entrada de antier en esta misma bitácora: la relación entre ética y la filosofía jurídica junto con una exhortación a los cultores de la primera de esas dos disciplinas filosóficas a proponernos una axiomatización y una síntesis por modo de un número de proposiciones o tesis, siguiendo la estela de los escolásticos y de los textos racionalistas ilustrados de un Spinoza o de un Christian Wolff. Como incitación, sugería yo tomar mis 59 TESIS SOBRE EL RACIONALISMO JURÍDICO y trasladarlas al ámbito ético, para ver cuáles serían válidas en él y cuáles no, así como qué otras tesis específicas habría que agregar para que tuviéramos una sinopsis compendiada y sistemática de una teoría ética.

Lo que he propuesto en mi libro (próximo a aparecer) VISIÓN LÓGICA DEL DERECHO --y que he condensado en las citadas 59 proposiciones-- es una teoría de qué es el Derecho.

El Derecho es un sistema de normas, o sea: un conjunto de situaciones normativas cerrado con respecto a determinadas relaciones, que son las reglas de inferencia deductiva correctas según la lógica nomológica. (Podríamos modelizarlo como un álgebra.) Pero no cualquier sistema de normas es Derecho. Sólo lo es aquel que existe en una sociedad de seres dotados, cada uno, de sus inclinaciones y de su propio conocimiento (al menos perceptivo), de suerte que es menester, para formar sociedad y actuar en pro del bien común, que su conducta venga regulada por unas normas.

Eso significa que el Derecho no sólo es un sistema de normas o situaciones normativas, sino también una institución social que consustancialmente tiene una función: regular la convivencia social para el bien común.

Existen otros sistemas de normas. P.ej. un sistema de normas que rige un juego dado, cual puede ser el ajedrez. La función de ese sistema es que los jugadores desplieguen su talento según unas pautas que en sí son arbitrarias. Por mucho que el ajedrez sea un juego de inteligencia, su esencia es la de jugar; por eso no tiene otra función que la del juego en sí ni la regulación normativa reviste otra misión que la de hacer que los jugadores actúen de manera pautada, sin ventaja. No cabe duda de que se hubieran podido diseñar otros juegos parecidos, p.ej. uno sin torres o sin alfiles o con más piezas. Y también una especie de ajedrez con tres jugadores en un tablero triangular.

Tenemos el sistema de normas que regula los usos sociales, la cortesía o buena educación. Es bastante difuso y no muy sistemático, pero un poco sí. Su función es hacer más agradables las relaciones humanas. Obviamente varía muchísimo de unas sociedades a otras e incluso dentro de una misma sociedad hay sistemas diversos según edades, clases y entornos diferentes.

Ahora pasemos a la ética. Que la ética sea un sistema de normas dudo que sea una tesis compartida por todos sus cultores. He de expresarme con cautela, porque --aunque jamás desconocí la importancia filosófica de la ética-- tampoco la he estudiado con un interés comparable al que he dedicado a la lógica, la metafísica, la filosofía del lenguaje, la historia de la filosofía y la teoría del conocimiento. A lo largo de mi carrera profesional es poco lo que he escrito y publicado de ética. Leí muchísimo, vorazmente, pero no con la fascinación que siempre me produjeron las cuestiones de las cuatro disciplinas filosóficas que he mencionado ni tampoco con mi embeleso por los temas de la filosofía jurídica.

Ahora bien, repaso los recuerdos de mis (en algún tiempo) asiduas lecturas de la ética aristotélica, de la estoica, de la utilitarista, de Kant, de Sidgwick, de Moore, de N. Hartmann y su ética material del valor, del debate en la filosofía analítica entre consecuencialistas e intrinsecistas (mal llamados «deontológicos», como si el consecuencialismo no reconociera deberes). De todo eso no consigo extraer una remembranza clara de la idea de sistema de normas. (Hay incluso, ya lo sé, éticas que no quieren ser normativas, que no aceptan la noción de deber --ni por lo tanto la de licitud--, aspirando a una pura valoración sin exigencia ni imperatividad.)

Una ética que no pretenda ser un sistema de normas será una reflexión filosóficamente muy interesante, pero cae fuera de mi ámbito de preocupación actual.

Me interesa, antes bien, una ética que sea un sistema de normas, que determine lo éticamente preceptivo, lo éticamente lícito, lo éticamente prohibido.

¿Cómo será ese sistema? ¿Qué relaciones determinarán su sistematicidad? No sólo sospecho que habrá de ser una panoplia de reglas de inferencia deóntica casi igual (pero no sé si en todo igual) a las que regulan el sistema de normas jurídicas, sino que, además, entiendo que los éticos hubieran debido consagrar a ese problema una atención mucho mayor.

Los filósofos han discutido mucho sobre qué es bueno o éticamente debido: si, p.ej., lo que encarna un valor de amor al prójimo; o si es la conducta por la que el agente trata a la humanidad en sí y en los demás como fin y no sólo como medio; o si es aquello que sirve a la máxima felicidad del máximo número, etc. Quizá hubieran tenido que empezar dilucidando qué sistematicidad era la de un sistema de normas éticas.

En el ámbito jusfilosófico, la clave para hallar las buenas reglas de inferencia nomológica la ha suministrado el hallazgo de la función del Derecho, que es regular la convivencia y cooperación social para el bien común.

¿Posee una función la ética? Podemos suponer que ni la posee ni tiene por qué poseerla. ¿Cuál es la función de la teoría del conocimiento? ¿Cuál es la función de la metafísica?

Pero hay una diferencia. Una cosa es la ética como contenido --que, a mi juicio, ha de ser un sistema de normas--; otra cosa es la ética como disciplina filosófica. La ética como disciplina filosófica no tiene otra función que la de investigar la verdad, igual que cualquier otra disciplina filosófica.

La ética como contenido, como sistema de normas ¿no tiene función? Claro, me percato de ello, no es una institución. Es ésa una diferencia esencial entre ética y Derecho. Derecho lo hay sólo siempre que hay sociedad, brota espontáneamente del ser social como una exigencia en virtud de los propios valores nomológicos y de la demanda biológica de una especie social de tender a más y mejor vida en compañía unos miembros con otros.

Un mundo posible donde hubiera un solo individuo dotado de inteligencia y voluntad carecería de derechos y de deberes jurídicos. ¿También de deberes y de derechos éticos?

Invito a los estudiosos de la ética a reflexionar sobre estas cuestiones. Quizá la función de la ética es hacer mejores las relaciones entre los miembros de una sociedad, no sólo posibilitar el bien común, sino más que eso, conseguir una convivencia más cordial. Así, p.ej., el Derecho no obliga a ser veraz (salvo casos particulares). Casi todos los códigos éticos proscriben la mentira (aunque permitan excepciones). Y es que las relaciones que nos unen son mucho más satisfactorias cuando nos fiamos unos de otros.

De nuevo, salvo casos especiales, el Derecho no obliga a ser generosos. Mas no cabe duda que la generosidad posee un valor ético, que una colectividad donde se practica es más vivible, más satisfactoria.

Hay circunstancias en las cuales una norma jurídica impone el respeto a la moral; pero en tales situaciones suele quedar indeterminado qué sea moral y qué no lo sea. En definitiva, hay una remisión a la conciencia moral prevalente en una sociedad. P.ej. cuando el código civil declara nulas las cláusulas inmorales de un contrato, se solió entender que con ello se refería el legislador a obligaciones como la de prestarse a relaciones sexuales a cambio de dinero. Sin embargo, desde un número de puntos de vista esa relación sinalagmática no tiene nada de inmoral. (En Roma la prostitución era una profesión deshonrosa mas no considerada inmoral o éticamente reprobable; el que había pagado por la prestación tenía derecho a la misma.)

Hoy lamentablemente existe una tendencia de los decisores públicos a colmar las carencias o los vacíos de la regulación legislativa invocando «códigos éticos», «códigos de buenas prácticas», o a crear comités de ética que zanjen, todo lo cual se traduce en una peligrosísima inseguridad jurídica, toda vez que no se sabe a ciencia cierta ni qué cláusulas forman esos códigos, ni cuál es su fuerza vinculante (si son preceptos o consejos), ni qué consecuencias jurídicas entraña su inobservancia ni, menos aún, qué concepciones axiológicas y qué criterios guían a esos comités de ética. El Derecho se deja suplantar por la ética, forzándola así a asumir misiones que no le incumben.

Concluyo, pues. Exhorto a los cultores de la ética a averiguar si el contenido que estudian es un sistema de normas; si sí, qué relaciones determinan su sistematicidad (qué lógica conecta unos deberes éticos con otros y con situaciones fácticas de la vida); y, en fin, cuál es la función o tarea de ese sistema de reglas éticas, para qué sirve.

Indagado todo lo cual, podremos avanzar más en la dilucidación de las relaciones entre ética y Derecho: similitudes, diferencias, armonización entre ambos, trabajo conjunto si es menester.





A propósito de mis recientes "59 tesis sobre el racionalismo jurídico" (accesibles en lorenzopena.es, en la abarrotería digital del CSIC y en el sitio Academia.Edu), propongo un ejercicio para los interesados en la relación entre ética y nomología: cuáles de esas 59 tesis valen en ética, ya sea con idéntica formulación, ya sea con alguna modificación.
También habría que ver en qué esas 59 tesis, aun modificadas, no bastarían para sintetizar los principios fundamentales de la ética.
Por ejemplo, en el ámbito jurídico la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento. ¿Vale un principio equivalente para la moral? ¿No es, antes bien, cierto que nadie está moralmente obligado a realizar una conducta cuando su conciencia no se la presenta como moralmente preceptiva?
Incluso un utilitarista de actos, para el cual es obligatorio aquel curso de acción conducente a la máxima felicidad del máximo número, seguramente (si lo que elabora es una teoría ética) condiciona tal obligatoriedad a que el agente admita esa regla en su conciencia moral. El utilitarista se esforzará por convencer al agente de esa concepción.
También será menester que el agente sepa o crea saber que el curso de acción dado sea efectivamente conducente a la máxima felicidad del máximo número, no bastando que efectivamente suceda así.
No actúa moralmente aquel que realiza una accción que, por casualidad, contribuye a la máxima felicidad del máximo número, pero lo hace con la aviesa intención de causar daño a otros. En la moral las intenciones cuentan mucho, creo, sea cual fuere la doctrina ética abrazada.
En el Derecho no es que las intenciones no cuenten nunca nada, pero cuentan mucho menos y sólo en ciertos casos (cuando se han vioiado las reglas de conducta).