Centenario del Tratado de Brest-Litofsk
por Lorenzo Peña y Gonzalo
lunes 2018-03-12
A las seis menos diez de la tarde del domingo 3 de marzo de 1918 firmábase en la localidad bielorrusa de Brest-Litofsk el célebre tratado que puso fin a la I guerra mundial en el frente oriental. (En el occidental, la guerra cesará ocho meses después, el 11 de noviembre, con el armisticio de capitulación de la coalición austro-germana.)
La I guerra mundial es una de las catástrofes históricas más sangrientas y más absurdas. En esa contienda cada bando adujo que luchaba a la defensiva por haber sido atacado. La opinión pública de cada país beligerante apoyó la guerra, incluyendo la gran mayoría de los socialistas, si bien hubo unos pocos disidentes pacifistas --que, con el pasar de los años, fueron ganando terreno.
En el débil y frágil campo de los oponentes a la guerra se delinearon varias posturas, siendo la más extrema (una minoría dentro de esa ya de suyo exigua minoría) la línea del líder bolchevique ruso Vladimir Ulianof (alias Lenin), el derrotismo revolucionario: no se trataba de luchar por la paz, sino de convertir la guerra internacional en guerra civil, volviendo las armas contra la propia burguesía, derrotándola e imponiendo en cada país la dictadura del proletariado, la cual establecería la paz basada en el internacionalismo obrero. Por eso cada partido proletario había de considerar a su propia burguesía como su principal enemigo, abrazando el derrotismo, la victoria del adversario bélico; no como fin, sino como medio para fomentar la revolución proletaria doméstica.
Tan radicales eran las tesis de Ulianof que, en rigor, encontraron muy pocos adeptos, incluso dentro del propio partido bolchevique que él dirigía. Pero la gran fuerza de Ulianof estribaba en su lógica, en su explicación de la guerra. Abrazando sin titubeos el materialismo histórico, Ulianof razonaba así. En una sociedad de clases cada acontecimiento político (pacífico o bélico) es un hecho de lucha de clases. En todos los países beligerantes estaba en el poder la burguesía. Luego la lucha bélica era una lucha entre esas burguesías.
Ahora bien, la burguesía se mueve siempre por móviles económicos, para maximizar sus ganancias. Luego el estallido de la guerra no podía ser ninguna serie de malentendidos, de equivocaciones, de bravuconadas, sino una consecuencia del afán de lucro, en las condiciones del imperialismo, del capitalismo monopolista. La explicación era que, con las conquistas coloniales de los decenios precedentes, el mundo había quedado dividido entre las potencias imperialistas. Pero tal reparto había sido desigual. Siendo la principal potencia mundial --en lo militar, lo económico e industrial, así como en lo cultural, investigativo y científico--, Alemania había recibido una porción modesta (Camerún, Togo, Namibia, Tanganica, Nueva Guinea noroccidental y algunas islas oceánicas), frente a la inmensidad de los imperios francés e inglés, a la vez que países diminutos, como Portugal y Bélgica, poseían imperios de millones de Km². La guerra, para Ulianof, era una guerra por el botín colonial.
Tales explicaciones conducían a concluir que la única solución válida era poner fin a las causas de la guerra, no sólo al estado de guerra. Ulianof argumentó también que los regímenes políticos de las potencias beligerantes eran bastante parecidos, no pudiendo diferenciarse buenos de malos, ni peores de menos malos. En lo esencial, eran regímenes de liberalismo burgués recortado, poderes reaccionarios y explotadores. El triunfo de un bando era malo; el del otro bando, igual de malo. No arreglaría nada el que la carnicería terminara en tablas volviéndose al punto de partida; sólo pospondría un nuevo estallido bélico.
Posiblemente habrían quedado para la historia de las ideas tales argumentos --que, repito, ni siquiera persuadían a la mayoría de los cuadros del partido bolchevique, aunque pocos osaran contradecir a su jefe--. Sólo que la Rusia zarista (uno de los aliados de la Entente anglo-franco-italiana) sufrió una espantosa derrota por las armas alemanas entre 1916 y comienzos de 1917.
Rusia había avanzado mucho, pero seguía siendo un país semi-feudal y subdesarrollado. Había sido casi un milagro (debido al heroísmo patriótico de sus hombres) que no sucumbiera antes. A comienzos de 1917, los soldados perdieron totalmente la fe en la victoria y se relajó la disciplina del ejército. La revolución obrera estalló en la capital, Petrogrado. El zar abdicó, formándose un gobierno provisional, encabezado por el príncipe Lvov.
Contrariamente a ciertas versiones de la historia, ese gobierno no era democrático-burgués. El régimen zarista de los últimos años (1906-17) había sido una monarquía semi-constitucional con un cuasiparlamento, la Duma, elegida por sufragio censitario y con potestades limitadas. Sin embargo, al caer el zar el nuevo gobierno rehusó apoyarse en la Duma, o sea renunció a tener un fundamento legal. Aunque el gobierno prometió elecciones, nunca las hizo.
La caída del zar causó el total hundimiento del frente, generalizando y agudizando la indisciplina militar. Los soldados y la población civil sólo querían paz. Mas el nuevo gobierno optó por continuar la guerra. Lo secundó una minoría de la opinión pública. Según su punto de vista, el cambio revolucionario de marzo de 1917 había desplazado del poder a la nobleza feudal y la alta burguesía, instituyendo un poder de pequeña y media burguesía apoyado (en parte) por la clase obrera --o por un sector de la misma. En estas nuevas circunstancias, la guerra, por el lado ruso, había mudado de carácter, pasando a ser una guerra de defensa patriótica de las esperanzas revolucionarias, de los proyectos de mejora social.
Fuera correcto o incorrecto ese análisis, el problema era que la masa popular difícilmente podía asumirlo cuando sufría hambre y frío, cuando el frente estaba agujereado y en desbandada, cuando era imposible proseguir la guerra.
En ese transfondo se explica la toma del poder por los bolcheviques el 7 de noviembre de 1917. Es de señalar que, hasta el retorno de Ulianof a Petrogrado en abril, los bolcheviques (encabezados entonces por Stalin) habían adoptado una postura de apoyo crítico al gobierno provisional revolucionario y a la continuación de la guerra, ahora de tipo patriótico y defensivo. Ulianof impuso un giro de 180 grados.
Lo que sucedió el 7 de noviembre de 1917 ha sido llamado por unos un «golpe de estado» y por otros «la revolución de octubre». (El calendario entonces oficial, el juliano, iba por detrás del gregoriano.) En realidad, neutralmente, podemos verlo, no como una nueva revolución, sino como un episodio de la revolución rusa de 1917, iniciada en el mes de marzo.
Ulianof no prometió una paz inmediata por separado (al revés, la excluyó rotundamente), sino la revolución proletaria en todos los países beligerantes. Su pensamiento todo es una mezcla de realismo pragmático, a ras de tierra, y de utopía visionaria y profética. Jamás tuvo lugar esa presunta revolución proletaria universal o general. Conque un mes después de haber tomado el poder (es mucho decir, porque en rigor ni siquiera el personal de los ministerios obedecía a las nuevas autoproclamadas autoridades), no quedó otro remedio que firmar un armisticio con el enemigo: la cuádruple coalición de Austria-Hungría, Alemania, Turquía y Bulgaria.
Entre el 22 de diciembre de 1917 y el 18 de febrero de 1918 --no sin interrupciones-- desarrolláronse en Brest-Litofsk las negociaciones de paz, sin llegar a ningún acuerdo. La parte rusa pedía una paz sin anexiones ni indemnizaciones más la autodeterminación de los pueblos. La parte austro-alemana aceptó tal propuesta sólo que con un doble matiz: los territorios ya ocupados, en suelo ruso, por el ejército germano habían (presuntamente) ejercido su derecho de autodeterminación optando por erigirse en Estados independientes bajo protección teutónica; además el principio en su integridad sólo valdría cuando también lo aceptara el bando anglo-franco-italiano (la Entente). En la práctica, las exigencias alemanas eran las de desgajar de Rusia una enorme franja occidental de su territorio secular.
El peor enemigo de Rusia fue su ministro de asuntos exteriores, León Trotsqui, aún más visionario y extremista que el propio Ulianof, de cuyo sentido de realidad y de cuyas dotes doctrinales carecía. Trotsqui llevaba lustros en agria, implacable y feroz polémica con Ulianof (plagada de vituperios y de recriminaciones); se odiaban. (Desde 1903 hasta el verano de 1917 Trotsqui se había alineado con los mencheviques contra los bolcheviques, si bien rara vez se integró en la organización de los primeros; le gustaba más, en su exilio occidental, pertenecer a los partidos socialistas de sus sucesivos países de residencia, más afines a su sensibilidad.) Trotsqui se ufanó de que, al ingresar en el partido bolchevique --poco antes de la toma del poder--, no se había adherido a las viejas ideas de Ulianof, sino que, al revés, era éste quien había asumido las trotsquistas de una revolución proletaria sin atravesar por una previa etapa democrático-burguesa. (Tal jactancia no dejaba de tener fundamento, como lo probarán los hechos posteriores.)
Trotsqui tenía tal fe en la inminente revolución proletaria de occidente (conducente a los Estados Unidos de Europa) que apostó por no firmar el tratado propuesto por la coalición enemiga, aunque sí desmovilizar el ejército declarando unilateralmente el cese de las hostilidades. Lejos de avenirse, los austro-germanos se fulminaron un ultimatum, tras el cual el 18 de febrero de 1918 lanzaron una ofensiva que arrebató a Rusia muchísimo más territorio (el ejército ruso había dejado de existir realmente). (Ni que decir tiene que tampoco se realizó el augurio de Trotsqui de que, tras esa proclamación unilateral, se derrumbarían como por ensalmo los tronos de los Hohenzollern y los Habsburgo y los obreros se adueñarían del poder en Berlín y en Viena.)
Desbaratado así el quimérico y rocambolesco plan de Trotsqui, el «ni paz ni guerra», Ulianof pudo, con las justas, hacer aprobar su propuesta de rendirse, firmando el nuevo tratado que iba a dictar el enemigo.
Éste, claro, fue muchísimo más duro que el proyecto anterior. Por el tratado del 3 de marzo de 1918 Rusia perdió millones de Km², millones de habitantes, territorios rusos desde hacía siglos. Desde noviembre de 1918 hasta mayo de 1945, la política exterior rusa consistirá en tratar de recuperar lo más posible de esas dolorosas pérdidas territoriales (no consiguiéndolo con Finlandia ni con una provincia cedida a Turquía).
No es éste el lugar de evaluar los aspectos positivos y negativos del régimen surgido del golpe de estado bolchevique del 7 de noviembre de 1917; un régimen que, en realidad, fue evolucionando muchísimo, de suerte que aquel que finalmente será derribado el 24 de diciembre de 1991 apenas guardaba semejanza con la inicial organización política instaurada por el grupo de Ulianof 74 años antes.
Mi propósito en este artículo ha sido el de recordar sólo la paz de Brest-Litofsk. Una paz, desde luego, que merece un parabién, en cuanto aquella absurda y monstruosa guerra fue un cabal disparate que sacrificó millones de vidas humanas y causó sufrimientos mayores que ninguna guerra precedente; el tratado de Brest-Litofsk sólo ponía fin a la guerra en uno de los frentes, pero ya eso era algo. Sin embargo, el tratado era tan inicuo, tan inmisericorde, tan aniquilador del vencido que nos lleva a ser comprensivos con toda la política exterior soviética, de 1918 a 1945, de volver, en lo posible, a las fronteras de julio de 1914 (con rectificaciones, como lo era el reconocimiento de una Polonia separada).
Lamentablemente los acontecimientos de 1991 han acarreado de nuevo una pérdida para Rusia de todo el territorio que le había arrancado el tratado de Brest-Litofsk. Esa situación conlleva una mutilación de tal envergadura que difícilmente podrá esperarse una paz sólida en Europa mientras perdure ese inicuo estado de cosas.
Hoy pocos creen en las ideas de Marx y en las de Ulianof. Entre esos pocos no figura quien esto escribe (que sí se adhirió a ellas en los años de su ya lejana juventud). Pienso que las brillantes explicaciones marxianas de aquella guerra se desinflan cuando se escudriña el contexto. Parecen dar razón de los acontecimientos, pero son hechos sin razón. Los hombres no siempre actúan racionalmente, ni siquiera por móviles de egoísmo racional.
Desde mi actual filosofía jurídico-política, desde mi racionalismo, lo que hay que deplorar son las decisiones que no van encaminadas al bien común. Tales decisiones no se toman por libre albedrío (al buen tuntún), sino que los decisores están determinados por cadenas causales. (Es sabido que yo soy un determinista, como Leibniz, como Spinoza, como Helvétius, como Diderot, como Brentano.) Pero que tales decisiones estén determinadas causalmente no significa que sean racionalmente motivadas por el valor del bien común.
Ese agudísimo científico social que es el norteamericano Steven Pinker (autor de Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones) nos da pautas valiosas y sugerentes. Personalmente pienso que el gran avance es la asendereada instauración de un Estado de derecho, en los órdenes interno e internacional. A menudo tenemos motivos para ser escépticos y para ver con recelo ese enfoque como un cándido optimismo, casi un autoengaño. Espero que sea ese escepticismo lo que esté equivocado, lo que, mirando los árboles, pierda de vista el bosque.
Muchos han sido los conflictos bélicos que han puesto de luto a millones de personas en todo el planeta, pero felizmente la II guerra mundial ha sido la última. Hicieron un erróneo vaticinio los agoreros que presagiaban una tercera. De nuevo hay que invocar aquí la doctrina marxista, que asevera la inevitabilidad de las guerras bajo el capitalismo. Como tantas teorías, se ve en parte confirmada y en parte desmentida por los hechos. En cualquier caso, se ha revelado carente de fundamento la conclusión principal que sus adeptos extraían de tal tesis: la inexorabilidad de guerras interimperialistas y de nuevas guerras mundiales.
La teoría marxista tuvo sus momentos de gloria. Como cualquier teoría, al cabo de un tiempo revela sus límites y luego entra en crisis (cf. Kuhn, Lákatos, Feyerabend). No creo que sea para tirar al basurero. Algo explica. Algo pero no todo. Y lo que explica, a medias, no suministrando nunca una explicación completa y exacta.
En la fase actual del pensamiento me parece más fructífero el enfoque del racionalismo jurídico (expuesto en mi reciente libro Visión lógica del derecho), que tiene una doble faceta: descriptiva y prescriptiva, con un imperativo de mejorar los ordenamientos jurídicos --y, junto con ellos, la toma de decisiones políticas por los decisores públicos-- mediante la progresiva racionalización del Derecho: un imperio de la ley, mas de una ley que se funde racionalmente en el valor del bien común.
Es el mejor antídoto contra las guerras, la mejor salvaguardia de la paz. Los Estados han de regirse por el bien común de sus pueblos y por el bien común de la humanidad.
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